LA LLUVIA ARTIFICIAL DE LAS CELINDAS
LA LLUVIA ARTIFICIAL DE LAS CELINDAS
No tiene pérdida. Sigues los raíles del tranvía y te llevan a
la plaza de la Trinidad. Luego bajas por la calle Tablas y llegas a la Facultad
de Filosofía y Letras. No olvides mirar el final de la calle Puentezuelas en
donde se ve la gigantesca blancura de Sierra Nevada. En Granada, la sierra es
poderosa y cercana.
Seguí las precisas instrucciones y entré en el Palacio de las
Columnas, sede de la facultad. A la altura del aula 7 la vi la primera vez.
Ella todavía no lo sabe, pero vamos a estar juntos toda la vida, pensé.
Pasé el año 1969 bajo una cadeneta de fiebres en el salón de
baile de la gripe. A finales de año tuvieron que operarme de unas hernias en
Sevilla Me acompañaba mi madre. Era diciembre y llovía.
Le escribí a la rubita de ojos color café, que se perfumaba
con Dorée y se cubría con un vestido amarillo ylang-ylang. Desde Sevilla yo
pensaba en los ojos color café, café que quitaba el sueño y que producía el
desvelo de la cercanía del cielo. La rubita que se iba a casar conmigo, aunque
ella todavía no lo sabía, se alegró cuando volví a Granada. Por las tardes
bajábamos al sótano del palacete-facultad para repasar los apuntes de las
clases de la mañana. La sala de estudios estaba junto a la cafetería. Si
mirábamos hacia arriba veíamos un desfile de piernas de quienes pasaban por la
calle Puentezuelas.
Al atardecer su risa era un golpe de sal contra mi boca. Eran horas perdidas y ganadas en el mar
de la tarde. Por cada nueva hora que llegaba había otra siguiente que marchaba
a perderse en la nada de un tiempo consumido en la felicidad de las miradas. Mientras sus manos 'ajazminaban' los apuntes, contaba con un encanto infantil que, después de llover, ella y sus hermanos se ponían debajo de las celindas y las movían para mojarse de olor y de lluvia. Ardía sin arder la sombra. El tiempo se
condensaba feliz… Sólo los relojes iban más lentos los domingos.
LA LLUVIA ARTIFICIAL DE LAS CELINDAS
A la rubita que me acompaña siempre
Bajábamos
alegres cada tarde
a repasar latín bajo el nivel
del suelo de
la calle. Era de miel
el débil
rojo occidental en que arde
el sol en el
ocaso decadente…
Cuando el
negro café era dulzura
sus ojos me
miraban fijamente
mientras me
recordaba con ternura
la lluvia
artificial de las celindas
y el sabor
de la flor atardecida
en la naciente y fría oscuridad
de la noche.
Ya la tarde en huída
y ella y yo en
la sala adormecida…
Sólo dos era
el mundo en la ciudad.
Almuñécar, 5
de septiembre del año 2022
Jacinto S.
Martín
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