viernes, 15 de julio de 2022

Luchi Fuego



LUCHI FUEGO

A mi hermana Amparo, alegre y positiva siempre, que conoce la historia.

 

El rectángulo de la oficina estaba partido en dos: a la izquierda un callejón para el público, separado por un muro mostrador, a la derecha, el  lugar de trabajo de media docena de hombres que tecleaban solemnes en máquinas de escribir Hispano-Olivetti. Al fondo, la dirección del escandaloso boliche.

Competían, sin decirlo, en la rapidez con la que rellenaban impresos, formularios sin vida propia, fachadas de foto antigua de feria en  donde sólo había que cambiar el nombre del cliente. Todos tecleaban ruidosamente en sus gigantescas máquinas de escribir. Algunos utilizaban sólo dos dedos, pero la agilidad que demostraban era tanta que el ritmo metálico dominaba la estrecha sala. Los más lentos argumentaban que no hacía falta correr tanto y que lo  correcto era aplicar el método, que te llevaba incluso a utilizar el meñique para marcar la q, la a, la z, la p, la ñ y el guion.

 Por lo demás, todo era rutinario, sin brillantez, en un trabajo de ocho de la mañana a tres de la tarde. A las tres las ruidosas máquinas de escribir quedaban petrificadas, en vertical postura de atleta de circo, como olvidadas para siempre, un extraño monumento a la monotonía.

Luego, la pequeña, a veces no tan pequeña, recompensa de alternar tomando unos vinos, codo en barra, hasta las cinco, cinco y media, seis.

En la taberna, un viejo ventilador en el techo abanicaba la melopea: un tinto y su tapa, una tapa y su tinto, un tinto negro como la cinta de la máquina de escribir que reposaba vertical en el ruidoso boliche y una ración de chopitos, otro tinto y una tapa de sábalos, otra de sábalos y su tinto, otro tinto y un  picarnache, una ración de “papas aliñás”y otro tinto. Y así, cada día, se encadenaban tintos y tapas, tapas y tintos como en una guirnalda negra, alegre y compensatoria de la frustración de un trabajo gris. Las lágrimas de los modestos y eficaces bancarios se volvían negras y entintaban los pañuelos con los que se secaban las  comisuras de los labios y la frente, que se perlaba de azabache…

Y el tiempo detenido comenzó a moverse al compás de un reloj que sólo marcaba la hora cuando la reunión estaba a punto de disolverse. Mientras, el tiempo descansaba en silencio ajeno a los relojes.  Después Paco Campos, el dueño, cobraba y borraba la contabilidad tintera de la que dejaba constancia la tiza acusadora en el mostrador.

Luego, lo difícil era irse, dejar el recodo en  el que se apoyaban y echar a andar. Todos recordaban el taca-tac de su niñez que ahora les era imprescindible.

Poco a poco, a duras penas abandonaban la taberna en la que el tiempo dormía y cada uno de  los amigos como afluentes de un amargo y  alegre río de vino avanzaba por donde la costumbre lo llevaba.

El tinto entonaba hasta que el verano no llegaba; pero cuando este se hacía presente, la vuelta a casa era cansina, penosa, ardiente. Hacía más calor que en las  laderas del purgatorio, pensaba Jonás. Hasta las baldosas del suelo casleaban. Jonás Udala con la papalina encima ni siquiera evitaba el fuego que amenazaba con quemarlo todo, empezando por la suela de los zapatos que le calentaba los pies como un brasero encendido. Seguía pensando con el tartamudeo de un borracho: “Yaaa looo decíaa el papaadre que todos íbamos a pepereceer por fuegooo cooomo afirmaaba la maaadre Rafols”.

Ni siquiera cruzaba a la acera en sombra que marcaba tres grados menos que la acera soleada que le marcaba el camino a casa.

En la jumera los torpes movimientos que le trastornaban las capacidades físicas y mentales de vez en cuando lo hacían refregarse por la blanca pared encendida, incluso llegaba a resultarle extraño su propio cuerpo que conducía con la escasísima habilidad de un conductor en plena turca.

 Se miraba – apenas sin verlo – el dedo índice de la mano derecha que había perdido para siempre las huellas dactilares al intentar ayudar a un cliente a sacar dinero del cajero, auténtica barbacoa brillando al sol, y repetía cansino, mecánicamente, la ‘obsexión’ de su vida: Luchi Fuego.

Udala tardó media hora en cubrir los escasos quinientos metros que lo separaban de su casa. Cuando llegó, tuvo que subir los veinte escalones que lo depositaban frente a la cerradura que –curiosamente- se movía de tal manera que no había forma de meter la llave. Cada escalón era un pequeño paso para un hombre, pero un gran paso para la ebriedad de Jonás.

Coincidió en el rellano con Julianillo que venía a traerle el tanga y el bolso que Luchi había olvidado en la silla del cine de verano. Luchi Fuego era de natural desmemoriada y chillona como las sirenas de la Odisea. Por eso, en  las noches del largo y cálido verano gritaba endemoniada cuando Juan Tadeo, su marido, le administraba el sacramento del matrimonio. Las ventanas abiertas de todas las casas facilitaban la audición de los gritos de bacante de la enamorada Luchi, que mantenía todo el año una irresponsable y fogosa berrea.

En ese momento, cuando Udala pensaba que tenía que cambiar la cerradura que se movía y que le impedía entrar en su casa, salió Luchi a fregar el suelo de la planta superior. Luchi Fuego tenía gracia, atractivo y dulzura. Cuando Udala la veía recordaba el día en el que doña Berta, la maestra, le preguntó por el sexto mandamiento. El joven respondió con rapidez: "No fornicarás", y seguidamente preguntó a doña Berta que qué era fornicar y la maestra le respondió con un bofetón que le amapoló la cara toda la mañana. Desde entonces el joven Udala supo que aquello debía ser malo o no.

 Jonás, al ver a Luchi,  intentó recomponerse y con seriedad llegó a decirle:” ¡Qué calor hace, vecina!”

Y Luchi Fuego, desenvuelta, le contestó: “   ¡A mí me lo vas a decir, Jonás,  que sólo tengo puesta esta batilla transparente que se ve todo, y no llevo ni bragas!”

¡Buf, buf, buf! ¡Jesús, Jesús, Jesús!

Udala contaba que sintió algo que no había sentido jamás, que  iba desde el sacro al ombligo y del ombligo al sacro en un extraño, cálido y tembloroso vaivén :

¡Fiiiuu! ¡Fiiiuu! ¡Fiiiuu! - ¡Fiiiuu! ¡Fiiiuu! ¡Fiiiuu!

¡Qué gachona!  ¡Qué bicharraca! Cuando por fin entré en la casa, pequé de pensamiento toda la siesta. ¡Qué tarde me dio!

 

Granada, 15 de fuego del año 2022

Jacinto S.  Martín

1 comentario:

  1. ¡¡ Casi se me escapa la dentadura con la carcajada!! ,Jacinto eres un artista .

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