martes, 4 de octubre de 2016

El hombre que se parecía


   

Relato corto

                          A Nemesio García del Carril Puy, doctor en la Universidad de Lisboa.


                            Sabio es el que se contenta con el espectáculo del mundo.  (Ricardo Reis)

A mi primera mujer, Dolorinda Lopes, la conocí en Lisboa. Acababa de llegar a la ciudad y hueseaba - al amanecer - por la Rúa Augusta cuando la vi, poderosa, magnífica, estrecha de proa y ancha de popa. Me acerqué a ella y en un portugueñol balbuciente le dije: Bom día, faça favor, ¿ónde fican as portas de seu coração?[1] Dolorinda, sorprendida, dissera-me: ´meu coração stá lá, no Tejo´[2]. La señorita Lopes señalaba la plata del río. La invité a subir a la Rúa do Carmo utilizando el elevador de Santa Justa. Aceptó y después de salir del ascensor que nos dejó en una estrecha terraza, galantemente la dejé subir delante por las escaleras de caracol. En un cartel publicitario se anunciaba: “Hermosas vistas”. Como Dolorinda iba delante, con minifalda y tanga, pude comprobar que la publicidad era cierta.

            Lisboa se conquistaba desde arriba. Luego la invité a  un té con limón en “A Brasileira”[4]. Mi desmedida afición a la literatura me llevó hasta Fernando Pessoa, que me ofreció su cálida mano de bronce. El tiempo se condensó en los ojos de mi amiga. Corrían los minutos en libertad sin ser impedidos por los alquézares de las prisas. Entonces, Dolorinda - muy seria- casi sentenció: “Tú te pareces”.

            Aquella nanopartícula poética, enigmática, cuánticamente extraña, me dejó tocado el resto de la mañana. Touché[5], pensé; pero, como suelo hacer, no dije nada. Uno es lo que los demás quieren que seas.

            Cuando bajábamos por la rua Garret, tomé una de las piezas de mármol desprendidas del pavimento. Luego se la regalé a Dolorinda. Nadie posee nada hasta que lo regala. De esa manera quise ser el dueño espiritual del mármol de Lisboa, sucedáneo brillante de la lluvia. Lopes no se sorprendió. Dolorinda Lopes nunca se sorprendía de nada.

Después de tomar en Martinho de Arcada una tigela de caldo verde, un filete de porco preto y un arroz doce[6], le pedí matrimonio a Lopes. No se sorprendió en lo absoluto. Nos despedimos con un beijo[7]. Yo le dije: 'Faz-te boa' [8]. Ella me respondió mientras abría la puerta de la casa número 22 de la Praça da Figueira: 'Boa falta me fai'[9].

            A los pocos días me matrimonié con Dolorinda. Fue una ceremonia solemne como todas, con la gente desesperada para ir a comer. El Mosteiro dos Jerónimos[10], manuelinamente hermoso, nos prestó el escenario. Ante la tumba de Camões di el “sí quiero”. ¡Nunca lo hubiera hecho! Creo que Lopes también dijo que sí. Aún queda en mi memoria el luego, poblado de confusas voces: “muitos parabéns, muitos parabéns, muitos parabéns”[11]. Y yo: “obrigado”[12], y Dolorinda: “obrigadinha, obrigadinha, obrigadinha”[13].                                                

            Después de las consabidas palpaciones, manipulaciones, tejemanejes y trapicheos de los primeros días, al volver de París Dolorinda me mostró su verdadera cara. No era la del elevador.

Primero puso un cartelón gigantesco delante de la ventana de nuestra habitación que daba a la calle y que casi me dejó sin el aire húmedo de la ciudad. La publicidad, sí, es justo decirlo, lucía magnífica desde la acera de enfrente: DOLORINDA LOPES, ENFERMEIRA[14].

            Luego se entregó a una actividad frenética: atendía en su consultorio que había instalado a la izquierda del “jolillo”[15]. Allí estuvo la cocina, de manera que yo di por supuesto que a Dolorinda no le gustaba el rancho. Apenas hablaba. Yo comía fuera y tomaba una, dos, tres, cuatro, hasta cinco ginjinhas [16] de postre. Cuando volvía de mi oscuro trabajo en la oficina, saludaba sin esperar contestación. La Lopes seguía a lo suyo: cambiaba tabiques, corría muebles, vendía habitaciones a los vecinos. Un día contemplé con asombro que habían tapiado mi dormitorio. Detrás del muro se oían los gritos de los hijos de los vecinos. ¿Y?, le dije. Lopes Pereira, señora de Martinho, tajante: “Não faz falta”. Al día siguiente, vendió  el cuarto de baño a la misma familia, de manera que sólo podíamos usar un servicio pequeño, que yo utilizaba como sala de lectura. ¿Y? , “Não faz falta”[17].

            Uno nunca sabía lo que podía encontrarse. Dolorinda me iba jibarizando el piso, empequeñeciéndolo cada vez más, al tiempo que cambiaba puertas, ventanas, muebles. Una tarde pensé que no era mi casa y que las ginjinhas, que cada vez consumía en mayor número, me habían llevado a otro lugar. Contraje entonces una asomatognosia[18] crónica, que aún me acompaña: no sé dónde se encuentra mi propio cuerpo. A veces, ni siquiera sé dónde tengo el alma. Tampoco sé bien cómo me llamo. El de las ginjinhas me invitaba siempre y me despedía con un cariñoso “adeus, senhor Ferreira”[19]. El portero de la finca me saludaba con un “bom dia, doutor Almeida[20].” Las vecinas me llamaban Peixe: “Boas noites, Peixe[21].” Platón estaba jugando conmigo. Si en el nombre está la esencia de las cosas, me estaban dejando hueco, sin esencia, un hombre sin nombre, un molde para fabricar a un hombre, un hombre con la cabeza borrada como “El Fingidor”  o perdida como un “Poeta en Cambridge”.

            Medité profundamente y confirmé mis temores: mi esposa, que no mi mujer, tenía un arquitecto dentro. Posiblemente este fuera el tipo al que me parecía. Así que desde la noche siguiente me dediqué a espiarla. Dolorinda, cada vez más ancha de popa, se encerraba en la consulta y a la luz de los “donlais”[22] se pellizcaba una nalga y se jaksoniaba con morfina. Luego sabadeaba[23] y chamullaba entre dientes algo que nunca entendí. Volvía ya –totalmente alicatada- al lecho nupcial que nunca lo  fue.

             Esperaba unos segundos hasta que la Lopes bailaba el moonwalker[24]. Luego se quedaba traspuesta, arrojada como bulto sin etiqueta en el colchón. Entonces, alegre, yo gritaba: “¡Ya está la rata en la lata!”.

            Después iba a su gabinete y tomaba un otoscopio[25]. Le manipulaba la oreja izquierda y   observaba el laberinto de su oído. Descubrí un martillo hiperdesarrollado – un martillo pilón, casi- y pensé que esa era la causa última de las continuas obras. También creí que por allí me iba a encontrar al arquitecto.  ¡Bolas, não conseguí! Seguí indagando y vi un yunque solitario, triste, sin cantaores flamencos. Cercano al yunque, el estribo olvidado de alguien que susurraba a los caballos. Dolorinda no se coscaba. Pensé: ´Esta cualquier día va a pegar un “tabletazo”, que me va a cambiar el estado civil´.

            Cuando amanecía, Lisboa era la imagen del paraíso. Dolorinda, también. Desayunaba un Chivas Regal de 12 years. Calculo que, en cada desayuno, la tía gastaba un trimestre. Después se fumaba un cohíba que trajo de la Habana mi primo Alfonso. Con el ralentí alto, cohibida y engüisquiada, abría su gabinete y atendía a los desavisados pacientes. Yo entreabría la puerta de la consulta y le decía adiós. Y ella: “Até logo, Castelo”[26]. “É difícil pensar que um dia possa haver fenómeno algo semelhante”[27].

            Y pasaron días y noches, y noches y días, y muchos, muchos días y muchas muchas noches. Y los días se repetían monótonos, porque así ocurre siempre: sale el sol, se pone el sol y corre hacia el lugar de donde volverá a salir. Y yo iba a la oscura oficina y luego comía y, sobre todo, bebía: a bebedeira às vezes dá uma assombrosa lucidez[28]. Una tarde llegué tan indispuesto, que tuve que subir  de oído los 54 escalones del “Dolorinda-Hilton”. Me guiaba por los fados que a toda pastilla la Lopes oía en su consulta. Dolorinda inyectaba a ritmo de fado y acomodaba el pinchazo con “Nem as paredes confeso”[29] o con “Havemos de ir a Viana”.  La “Lisboa antiga” y “Uma casa portuguesa” le servían para tomar la tensión.  Mientras el faro-fado musical conducía la maltrecha nave de mi cuerpo, iba bisbisando “no vinho verde está a esperança”, “no vinho verde está a esperança”[30]. Tardé tanto tiempo en llegar, que llegué a pensar que cada escalón era “un pequeño paso para un hombre, pero un gran paso para la ebriedad”. Cuando por fin llegué, doblado como una alcayata, la Lopes, que me trataba como a un menganillo, me dijo: Martinho, he vendido la sala de la tele. Me costó trabajo recordar la pregunta, pero al fin la hice: ¿Y? – Não faz falta[31], dijo el monstruo.

            Luego, como nos habíamos quedado sin camas, me acostó en la camilla de su gabinete. Cuando cerró la puerta, me dijo: Lula, tú te pareces. En la neblina verde del vino, pensé: Dolorinda Lopes Pereira está, sin duda, por encima de todas las figuras históricas de su país. 

            Estuve tres días en el vientre de la ballena. Al despertar vi que me había puesto un chupete en  la boca: un “roncachup”, que yo lancé al aire con la fuerza de un bebé. “¡Com o lindo que estabas!  ¡Parescias um boneco!”[33]Decía que era para evitar el ronquido que hacía temblar los escasos muros que nos iban quedando. Al bajar del borriquete vi un paquete gigantesco que casi cubría media sala. Lo mandaban de Cuba. Leí el nombre de los  remitentes: Gregorio Fuentes y Paquito Garay. Deduje que allí estaban los puros.

            Desayuné algo de lo que encontré: unas magdalenas que le habían regalado los sufridos pacientes y que estaban perdidas entre los paquetes de algodón. Pensé entonces que uno debe casarse con una mujer que se llame Dulce, Sultana o Magdalena, porque son las mejores a la hora del desayuno.

            “Dolo” me trataba cada día peor: yo en sus manos era como tamborillo de bruja. ¡Anda, vete ya, que ya es seconda feira[34] y los pacientes están esperando! Me puse el mismo traje de siempre. Parecía un retrato. Me había dejado sin ropa. Cuando vendía las habitaciones, lo hacía con todo lo que había dentro. Así que me quedé sin fondo de armario. Cuando mandaba el traje a la lavandería, llamaba a la oficina para decir que me encontraba enfermo. Pasaba el día “naneando”, navegando en la nada, encerrado en el salón. Pensaba en las pobres criaturas que aguardaban las estocadas de Dolorinda. La Lopes nunca acierta a la primera: Dolorinda siempre pincha dos veces. La mitad de los cojos de Lisboa son suyos.

            Cada vez estoy más delgado y peor vestido. Me falta un perro blanquisucio y un cartón de vino para parecer un auténtico hippy. Así que he decidido pesarme. Entro en la botica, me subo en la plataforma que te pesa y te mide. Espero un poco, pero como el tique no sale, me agacho a la altura de la ranura por la que se supone debe aparecer. En ese momento se produce el parto. Leo el texto: 1.45 y 65 kilos de peso. El boticario que ha estado atento a toda la operación: ¡Está usted dando de no, señor Bandeira!

            Voy a la oficina. Muevo los papeles de sitio. Traspapelo todo lo que veo por las mesas. Miro el reloj. Por fin, después de una jornada agotadora, voyme. Paseo por la Avenida da Liberdade. En la rotonda del marqués de Pombal, está a punto de atropellarme un mini con matrícula de Zaragoza. Lo esquivo, pero vuelve al lugar en donde me he refugiado. Viene a por mí, pienso. Entonces veo salir cinco curas del coche. Uno a uno, “ordenadamente” me abrazan. Me han reconocido: “Eduardo, estás igual que siempre, como cuando estábamos en el seminario de Daroca”. Yo intentaba convencerles de que yo no era Eduardo y de que no había estado nunca en Daroca. Tanto insistieron que llegué a pensar que yo estaba totalmente confundido y que ellos tenían, democráticamente, razón. Tomé con ellos una copa y pensé que los milagros existen: cinco curas, de buen tamaño, embutidos en un mini, lo demostraba. Esta era una prueba más concluyente que las de Santo Tomás. Viendo cinco curas, de buen tamaño, en un mini, no se puede ser ateo.

            Convencido de que las circunstancias no me ayudan a salir de mi asomatognosia crónica, vuelvo al 22 de la plaza de Figueira. Cuando entro en ¿mi andar[35]?, me aturde el abejorreo de una brigadilla de escayolistas, albañiles, pintores, electricistas, fontaneros, mezclados con los “dolorientes”. Los gritos de éstos se oían por toda la casa. La Lopes era especialista en la técnica del “punto gatillo” y la estaba aplicando. Esta técnica la conocían en Babilonia y la empleaban para calmar la agitación de las personas con debilidad corporal o mental. Dolorinda dudaba entre la acupresión holística, el cercado de energías o la moxibustión. Aquella mañana se había decidido por esta última: colocaba en la espalda la moxa, una hierba que había traído del Japón, y que luego quemaba sobre la piel. Los gritos de los condenados se mezclaban con las conversaciones de los componentes de la brigadilla. Cuando me vio, se dirigió a mí y me dijo que había vendido la habitación pequeña, la de la plancha. ¿Y?, dije yo temeroso. Dolo, a la que veo cada vez más faltusca[36] y totalmente fuera de cobertura, me dijo: “Não faz falta”[37]. Cuando me atreví a preguntarle si en aquella casa se comía alguna vez, me respondió irritada: “Es un desorden usar, sólo por delectación, de los alimentos y de los actos generadores”. ¡No, si ya!, dije.

            Luego oí a la verduga tararear : The answer is blowing in the body. La respuesta está flotando en el cuerpo. Pensé entonces que aquella noche tenía que seguir mi labor de inspección. Así que esperé pacientemente a que se “morfinara”. Inmediatamente se quedó tiesa. A Dolorinda la corteja la muerte más de lo debido. Entonces fui al gabinete y busqué un oftalmoscopio[38]. Se trataba de buscar al arquitecto,  que posiblemente me diera la respuesta a todo el misterio de mi anonimato. Después del grito ritual, “ya está la rata en la lata”, le abrí los ojos y los apuntalé -dalinianamente- con dos palillos de diente. Miré y remiré durante más de una hora. No me encontré con nadie. Bueno, sí, vi a Bécquer que cruzaba por la pupila. Unos segundos después, parpadeante, apareció a lo largo del cristalino “No se han encontrado virus ni otro software[39] malicioso”. ¡Menos mal!

            Al día siguiente, domingo, no trabajé, quiero decir que no tuve que ir a la oficina. Paseé libremente por el barrio de Alfama. Bebí algo. Na rúa das Pedras Negras[40] me sobresaltó la llamada de una pareja de unos 70 años: ¡doutor Boavista, faça favor! [41]Me volví y me acerqué hasta la puerta de la casa desde la que me llamaban. El hombre, bastante serio, levantó rápidamente la falda de la señora: ¿Qué le parece? Era una pierna gordifofa, antilujuriosa, en la que destacaba la rodilla hinchada. Estuve a punto de decir: “menudo espectáculo”, pero prudentemente sólo dije: ´bien, muy bien´ ¿Cómo que muy bien? Usted fue el cirujano que la operó ayer.  Bueno, se puede mejorar. Esperemos, dijo  él irritado, e inmediatamente bajó el telón de la falda. Yo estaba seguro de que de nuevo le había puesto rostro a alguien desconocido. Me lamenté de no ser yo nunca. ¿Cuántos caminos debe recorrer un hombre hasta conseguir su auténtico nombre? En ese momento, entre dos luces, el tranvía 28 cortaba ruidoso  la Praça do Comércio.

            Al volver a casa, me desesperé cuando vi las cuatro paredes repelladas. Mi esposa, que no mi mujer, era shakesperiana: “Palustre o jeringa, that is the question”[42]. Menos mal que “Dolo” todavía respetaba la última habitación, en donde yo tenía la biblioteca. La Lopes sabía que ese lugar era sagrado, un cementerio de ideas. Como se atreva con mis libros, abandonaré este “minuestrosu” piso.  Remiré las paredes y me pregunté qué habría hecho con el dinero de las ventas. Como me caratula de imbécil, no me da ninguna explicación. Hasta entonces no me había preocupado de ese pequeño detalle.

            Anochecía sobre Lisboa con la lentitud del ocaso en el Oeste. Dolo, ¿y el dinheiro?  “O dinheiro não faz falta. O importante é o desapego das cousas: isso da a liberdade”.[43]

 ¡Bien!, dije. Luego me retiré a mi borriquete y antes de dormirme empecé a leer  “O Ano da Morte de Ricardo Reis”[44]: “Aquí o mar acaba e a terra principia. Chove sobre a cidade pálida, as aguas do rio correm turvas de barro…”[45]

            Desde mi ´ambulatorio´ he visto cómo la enfermeira se inyectaba y se quedaba dormida  en el sofá del salón. Roncaba como el motor de un barco. Una noche de estas ripa, pensé.
           
            El tiempo, el caprichoso cambiador, el que viste con ropajes confusos la quietud de las cosas, lo ha puesto todo triste, con una tristeza desordenada y hermosa. Lisboa es una sala de tristes bodegones, Dolorinda -vencida- también. “Ya no la quiero,es cierto, pero tal vez la quiero”. La acaricio. Siento morriña de los días en que escribíamos la palabra amor en los renglones verticales de la lluvia. Dolorinda era entonces uma promessa de beijos[46].

            El 1 de agosto llegué indispuesto como siempre, pero aprecié que la Lopes había culminado su acoso: había vendido la habitación de la biblioteca. Una nueva muralla repellada completaba el repóker de locura de la Dolo. Sólo he logrado salvar una pequeña biblioteca de bolsillo, la Biblia. En consecuencia, pensé: I´m free like the wind.[47] Así que en ese momento planeé mi salida de la ciudad de los pastéis de nata[48]. La Lopes está en el “envero”[49], cambiando de color en el inicio de su maduración; aunque aún tiene piel de silestone, suave y fuerte. Lisboa huele a espera. De la primera oferta nos quedó un amor gastado: humo de rastrojos, la miserable ofrenda de Caín. No hay nada ya en la alacena de los viejos besos.

            Recuerdo nuestra última discusión. “No sabes lo que quiero ni me conoces, no quieres saber nada de mí, hasta olvidas mi nombre.” Y ella: "Jotaese Martinho, ninguém  sabe qué coisa quer, ninguém conhece que alma tem, nem o que é mal nem o que é bem… Tudo é incerto e derradeiro. Tudo é disperso, nada é inteiro”.[50]

Hoy 17 de agosto del año 2008 he puesto fin a cinco años de despropósitos. Esta ciudad me mata lentamente. Convencido de que lo mío no era mahomía, sino defensa propia, voyme. Amanece. Lisboa está cubierta por una niebla densa a ras del suelo: um nevoeiro.[51]

Salgo en silencio. Cuando me envuelvo de niebla en la praça Figueira, oigo un fado, el fado preferido de Dolorinda. Suena fuerte, trágico, como una dulce y triste queja: Quem sabe se te esqueci ou se te quero, quem sabe até se é por ti por quem eu espero…[52] Vuelve a sonar aún más fuerte mientras me alejo por la calle del Amparo: De quem eu gosto nem às paredes confesso e até aposto que não gosto de ninguém… [53]

            No malgastes el tiempo, me dije, porque este es la sustancia de que está hecha la vida. He comprado una maleta, que llevo vacía. Vacías la maleta y mi alma, llego a Granada. He cambiado Alfama por el  Albaicín y los pastéis de nata por los piononos. Ahora llevo casi un año en la ciudad de la fortaleza roja, kipá[54] del Dauro. He encontrado buenos amigos. En silencio hago memoria de los sucesos “aterradores” que antevinieron a mi huida. Por fin mis amigos saben de mí, saben perfectamente quién soy, qué hago y hasta cómo me llamo. No me confunden. Me miro al espejo y me parezco incluso a mí mismo. Me encuentro muy bien en un instituto como profesor de Literatura. En ese momento suena el móvil. Oigo la voz de mi amigo Pepe Gutiérrez. Quedamos en charlar un vermut en la calle San Pedro Mártir. Me siento feliz, por fin. Pepe, entonces, se despide: "Hasta luego, Isidro".

¿? …   ¿?  …   ¡! …   ¡!  …  ¿¡ … ¡?

¡Malo!

                        Granada, Santa Ana del año 2009.

     Jacinto S.Martín




Relato corto



[1] Buen día, por favor, ¿dónde están las puertas de su corazón?
[2] Me dijo: ´mi corazón está allá, en el Tajo´.
[4] Café ´La Brasileña´.
[5] Tocado.
[6] Taza de caldo verde, filete de cerdo negro y un arroz con leche.
[7] Beso.
[8] ¡Que seas buena!
[9] Buena falta me hace.
[10] Monasterio de los Jerónimos.
[11] Muchas felicidades.
[12] Agradecido.
[13] Agradecidiña.
[14] Dolores López, enfermera.
[15] Entrada pequeña del piso (del inglés ´hall´)
[16] Licor de guindas.
[17] No hace falta.
[18] Desconocimiento del lugar donde se encuentra nuestro cuerpo.
[19] Adiós, señor Ferreira.
[20] Buen día, doctor Almeida.
[21] Buenas noches, señor Pez.
[22] Downligth, ´luz descendente´.
[23] Movía la cabeza adelante y atrás mientras hablaba.
[24] Baile de M. Jackson en la película del mismo nombre.
[25] Instrumento para explorar el órgano del oído.
[26] Hasta luego, Castillo.
[27] Es difícil pensar que un día pueda haber un fenómeno algo parecido.
[28] La bebida algunas veces da una asombrosa lucidez.
[29] En las paredes confieso.
[30] En el vino verde está la esperanza.
[31] No hace falta.
[33] ¡Con lo lindo que estabas! ¡Parecías un muñeco!
[34] Lunes.
[35] Andar significa piso en portugués.
[36] Faltusca, andalucismo que significa ´loca´.
[37] No hace falta.
[38] Instrumento óptico que permite el examen del interior del globo ocular.
[39] Software ´soporte lógico de un sistema informático´.
[40] En la calle de las Piedras Negras.
[41] Doctor Buenavista, haga el favor.
[42] Palustre o jeringa, esa es la cuestión.
[43] El dinero no hace falta. Lo importante es el desapego de las cosas, eso da la libertad.
[44] ´El año de la muerte de Ricardo Reis´ (José Saramago)
[45] Aquí el mar acaba y la tierra comienza. Llueve sobre la ciudad pálida, las aguas del río corren turbias de barro.
[46] Dolorinda era entonces una promesa de besos.
[47] Yo soy libre como el viento.
[48] Pasteles de nata.
[49] El envero es el momento en que las uvas cambian de color porque empieza la maduración.
[50] Ninguno sabe qué cosa quiere, ninguno conoce qué alma tiene, ni lo que está mal, ni lo que está bien. Todo es incierto y confuso. Todo es disperso, nada es entero.
[51] Neblina a ras del suelo.
[52] ¡Quién sabe si te desprecio o si te quiero, quién sabe incluso si es por ti por quien espero!
[53] Ni a las paredes confieso de quien estoy enamorada e incluso apuesto a que no me gusta ninguno.
[54] Casquete redondo con que se cubren la cabeza los judíos practicantes.

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