Relato corto
A Nemesio García del Carril Puy, doctor en la Universidad de Lisboa.
Sabio es el que se contenta con el espectáculo del mundo. (Ricardo Reis)
A mi primera mujer, Dolorinda Lopes,
la conocí en Lisboa. Acababa de llegar a la ciudad y hueseaba - al amanecer - por
la Rúa Augusta cuando la vi, poderosa, magnífica, estrecha de proa y ancha de
popa. Me acerqué a ella y en un portugueñol balbuciente le dije: Bom día, faça
favor, ¿ónde fican as portas de seu coração?[1]
Dolorinda, sorprendida, dissera-me: ´meu coração stá lá, no Tejo´[2].
La señorita Lopes señalaba la plata del río. La invité a subir a la Rúa do
Carmo utilizando el elevador de Santa Justa. Aceptó y después de salir del
ascensor que nos dejó en una estrecha terraza, galantemente la dejé subir
delante por las escaleras de caracol. En un cartel publicitario se anunciaba:
“Hermosas vistas”. Como Dolorinda iba delante, con minifalda y tanga, pude
comprobar que la publicidad era cierta.
Lisboa
se conquistaba desde arriba. Luego la invité a un té con limón en “A Brasileira”[4].
Mi desmedida afición a la literatura me llevó hasta Fernando Pessoa, que me
ofreció su cálida mano de bronce. El tiempo se condensó en los ojos de mi
amiga. Corrían los minutos en libertad sin ser impedidos por los alquézares de
las prisas. Entonces, Dolorinda - muy seria- casi sentenció: “Tú te pareces”.
Aquella
nanopartícula poética, enigmática, cuánticamente extraña, me dejó tocado el
resto de la mañana. Touché[5],
pensé; pero, como suelo hacer, no dije nada. Uno es lo que los demás quieren que
seas.
Cuando
bajábamos por la rua Garret, tomé una de las piezas de mármol desprendidas del
pavimento. Luego se la regalé a Dolorinda. Nadie posee nada hasta que lo
regala. De esa manera quise ser el dueño espiritual del mármol de Lisboa,
sucedáneo brillante de la lluvia. Lopes no se sorprendió. Dolorinda Lopes nunca
se sorprendía de nada.
Después de tomar en
Martinho de Arcada una tigela de caldo verde, un filete de porco preto y un
arroz doce[6],
le pedí matrimonio a Lopes. No se sorprendió en lo absoluto. Nos despedimos con
un beijo[7].
Yo le dije: 'Faz-te boa' [8].
Ella me respondió mientras abría la puerta de la casa número 22 de la Praça da
Figueira: 'Boa falta me fai'[9].
A
los pocos días me matrimonié con Dolorinda. Fue una ceremonia solemne como todas,
con la gente desesperada para ir a comer. El Mosteiro dos Jerónimos[10], manuelinamente hermoso, nos prestó el escenario. Ante la tumba de Camões di el
“sí quiero”. ¡Nunca lo hubiera hecho! Creo que Lopes también dijo que sí. Aún
queda en mi memoria el luego, poblado de confusas voces: “muitos parabéns,
muitos parabéns, muitos parabéns”[11].
Y yo: “obrigado”[12],
y Dolorinda: “obrigadinha, obrigadinha, obrigadinha”[13].
Después
de las consabidas palpaciones, manipulaciones, tejemanejes y trapicheos de los
primeros días, al volver de París Dolorinda me mostró su verdadera cara. No era
la del elevador.
Primero puso un cartelón
gigantesco delante de la ventana de nuestra habitación que daba a la calle y
que casi me dejó sin el aire húmedo de la ciudad. La publicidad, sí, es justo
decirlo, lucía magnífica desde la acera de enfrente: DOLORINDA LOPES,
ENFERMEIRA[14].
Luego
se entregó a una actividad frenética: atendía en su consultorio que había
instalado a la izquierda del “jolillo”[15].
Allí estuvo la cocina, de manera que yo di por supuesto que a Dolorinda no le
gustaba el rancho. Apenas hablaba. Yo comía fuera y tomaba una, dos, tres,
cuatro, hasta cinco ginjinhas [16]
de postre. Cuando volvía de mi oscuro trabajo en la oficina, saludaba sin
esperar contestación. La Lopes seguía a lo suyo: cambiaba tabiques, corría
muebles, vendía habitaciones a los vecinos. Un día contemplé con asombro que
habían tapiado mi dormitorio. Detrás del muro se oían los gritos de los hijos de
los vecinos. ¿Y?, le dije. Lopes Pereira, señora de Martinho, tajante: “Não faz
falta”. Al día siguiente, vendió el
cuarto de baño a la misma familia, de manera que sólo podíamos usar un
servicio pequeño, que yo utilizaba como sala de lectura. ¿Y? , “Não faz falta”[17].
Uno
nunca sabía lo que podía encontrarse. Dolorinda me iba jibarizando el piso, empequeñeciéndolo cada vez más, al
tiempo que cambiaba puertas, ventanas, muebles. Una tarde pensé que no era mi
casa y que las ginjinhas, que cada vez consumía en mayor número, me habían
llevado a otro lugar. Contraje entonces una asomatognosia[18]
crónica, que aún me acompaña: no sé dónde se encuentra mi propio cuerpo. A
veces, ni siquiera sé dónde tengo el alma. Tampoco sé bien cómo me llamo. El de
las ginjinhas me invitaba siempre y me despedía con un cariñoso “adeus, senhor
Ferreira”[19].
El portero de la finca me saludaba con un “bom dia, doutor Almeida[20].”
Las vecinas me llamaban Peixe: “Boas noites, Peixe[21].”
Platón estaba jugando conmigo. Si en el nombre está la esencia de las cosas, me
estaban dejando hueco, sin esencia, un hombre sin nombre, un molde para
fabricar a un hombre, un hombre con la cabeza borrada como “El Fingidor” o perdida como un “Poeta en Cambridge”.
Medité
profundamente y confirmé mis temores: mi esposa, que no mi mujer, tenía un
arquitecto dentro. Posiblemente este fuera el tipo al que me parecía. Así que
desde la noche siguiente me dediqué a espiarla. Dolorinda, cada vez más ancha
de popa, se encerraba en la consulta y a la luz de los “donlais”[22]
se pellizcaba una nalga y se jaksoniaba con morfina. Luego sabadeaba[23]
y chamullaba entre dientes algo que nunca entendí. Volvía ya –totalmente
alicatada- al lecho nupcial que nunca lo
fue.
Esperaba unos segundos hasta que la Lopes bailaba
el moonwalker[24].
Luego se quedaba traspuesta, arrojada como bulto sin etiqueta en el colchón.
Entonces, alegre, yo gritaba: “¡Ya está la rata en la lata!”.
Después
iba a su gabinete y tomaba un otoscopio[25].
Le manipulaba la oreja izquierda y observaba el laberinto de su oído. Descubrí un
martillo hiperdesarrollado – un martillo pilón, casi- y pensé que esa era la
causa última de las continuas obras. También creí que por allí me iba a
encontrar al arquitecto. ¡Bolas, não
conseguí! Seguí indagando y vi un yunque solitario, triste, sin cantaores
flamencos. Cercano al yunque, el estribo olvidado de alguien que susurraba a
los caballos. Dolorinda no se coscaba. Pensé: ´Esta cualquier día va a pegar un
“tabletazo”, que me va a cambiar el estado civil´.
Cuando
amanecía, Lisboa era la imagen del paraíso. Dolorinda, también. Desayunaba un
Chivas Regal de 12 years. Calculo que, en cada desayuno, la tía gastaba un
trimestre. Después se fumaba un cohíba que trajo de la Habana mi primo Alfonso.
Con el ralentí alto, cohibida y engüisquiada, abría su gabinete y atendía a los
desavisados pacientes. Yo entreabría la puerta de la consulta y le decía adiós.
Y ella: “Até logo, Castelo”[26].
“É difícil pensar que um dia possa haver fenómeno algo semelhante”[27].
Y
pasaron días y noches, y noches y días, y muchos, muchos días y muchas muchas
noches. Y los días se repetían monótonos, porque así ocurre siempre: sale el
sol, se pone el sol y corre hacia el lugar de donde volverá a salir. Y yo iba a
la oscura oficina y luego comía y, sobre todo, bebía: a bebedeira às vezes dá
uma assombrosa lucidez[28].
Una tarde llegué tan indispuesto, que tuve que subir de oído los 54 escalones del
“Dolorinda-Hilton”. Me guiaba por los fados que a toda pastilla la Lopes oía en
su consulta. Dolorinda inyectaba a ritmo de fado y acomodaba el pinchazo con
“Nem as paredes confeso”[29]
o con “Havemos de ir a Viana”. La
“Lisboa antiga” y “Uma casa portuguesa” le servían para tomar la tensión. Mientras el faro-fado musical conducía la
maltrecha nave de mi cuerpo, iba bisbisando “no vinho verde está a esperança”,
“no vinho verde está a esperança”[30].
Tardé tanto tiempo en llegar, que llegué a pensar que cada escalón era “un pequeño
paso para un hombre, pero un gran paso para la ebriedad”. Cuando por fin
llegué, doblado como una alcayata, la Lopes, que me trataba como a un
menganillo, me dijo: Martinho, he vendido la sala de la tele. Me costó trabajo
recordar la pregunta, pero al fin la hice: ¿Y? – Não faz falta[31],
dijo el monstruo.
Luego,
como nos habíamos quedado sin camas, me acostó en la camilla de su gabinete.
Cuando cerró la puerta, me dijo: Lula, tú te pareces. En la neblina verde del
vino, pensé: Dolorinda Lopes Pereira está, sin duda, por encima de todas las figuras históricas de su país.
Estuve
tres días en el vientre de la ballena. Al despertar vi que me había puesto un
chupete en la boca: un “roncachup”, que
yo lancé al aire con la fuerza de un bebé. “¡Com o lindo que estabas! ¡Parescias um boneco!”[33]Decía
que era para evitar el ronquido que hacía temblar los escasos muros que nos
iban quedando. Al bajar del borriquete vi un paquete gigantesco que casi cubría
media sala. Lo mandaban de Cuba. Leí el nombre de los remitentes: Gregorio Fuentes y Paquito Garay.
Deduje que allí estaban los puros.
Desayuné
algo de lo que encontré: unas magdalenas que le habían regalado los sufridos
pacientes y que estaban perdidas entre los paquetes de algodón. Pensé entonces
que uno debe casarse con una mujer que se llame Dulce, Sultana o Magdalena, porque son
las mejores a la hora del desayuno.
“Dolo”
me trataba cada día peor: yo en sus manos era como tamborillo de bruja. ¡Anda,
vete ya, que ya es seconda feira[34]
y los pacientes están esperando! Me puse el mismo traje de siempre. Parecía un
retrato. Me había dejado sin ropa. Cuando vendía las habitaciones, lo hacía con
todo lo que había dentro. Así que me quedé sin fondo de armario. Cuando mandaba
el traje a la lavandería, llamaba a la oficina para decir que me encontraba
enfermo. Pasaba el día “naneando”, navegando en la nada, encerrado en el salón. Pensaba en las pobres
criaturas que aguardaban las estocadas de Dolorinda. La Lopes nunca acierta a
la primera: Dolorinda siempre pincha dos veces. La mitad de los cojos de Lisboa
son suyos.
Cada
vez estoy más delgado y peor vestido. Me falta un perro blanquisucio y un
cartón de vino para parecer un auténtico hippy. Así que he decidido pesarme.
Entro en la botica, me subo en la plataforma que te pesa y te mide. Espero un
poco, pero como el tique no sale, me agacho a la altura de la ranura por la que
se supone debe aparecer. En ese momento se produce el parto. Leo el texto: 1.45
y 65 kilos de peso. El boticario que ha estado atento a toda la operación: ¡Está
usted dando de no, señor Bandeira!
Voy
a la oficina. Muevo los papeles de sitio. Traspapelo todo lo que veo por las
mesas. Miro el reloj. Por fin, después de una jornada agotadora, voyme. Paseo
por la Avenida da Liberdade. En la rotonda del marqués de Pombal, está a punto
de atropellarme un mini con matrícula de Zaragoza. Lo esquivo, pero vuelve al
lugar en donde me he refugiado. Viene a por mí, pienso. Entonces veo salir
cinco curas del coche. Uno a uno, “ordenadamente” me abrazan. Me han
reconocido: “Eduardo, estás igual que siempre, como cuando estábamos en el
seminario de Daroca”. Yo intentaba convencerles de que yo no era Eduardo y de
que no había estado nunca en Daroca. Tanto insistieron que llegué a pensar que
yo estaba totalmente confundido y que ellos tenían, democráticamente, razón.
Tomé con ellos una copa y pensé que los milagros existen: cinco curas, de buen
tamaño, embutidos en un mini, lo demostraba. Esta era una prueba más
concluyente que las de Santo Tomás. Viendo cinco curas, de buen tamaño, en un
mini, no se puede ser ateo.
Convencido
de que las circunstancias no me ayudan a salir de mi asomatognosia crónica,
vuelvo al 22 de la plaza de Figueira. Cuando entro en ¿mi andar[35]?,
me aturde el abejorreo de una brigadilla de escayolistas, albañiles, pintores,
electricistas, fontaneros, mezclados con los “dolorientes”. Los gritos de éstos
se oían por toda la casa. La Lopes era especialista en la técnica del “punto
gatillo” y la estaba aplicando. Esta técnica la conocían en Babilonia y la
empleaban para calmar la agitación de las personas con debilidad corporal o
mental. Dolorinda dudaba entre la acupresión holística, el cercado de energías
o la moxibustión. Aquella mañana se había decidido por esta última: colocaba en
la espalda la moxa, una hierba que había traído del Japón, y que luego quemaba
sobre la piel. Los gritos de los condenados se mezclaban con las conversaciones
de los componentes de la brigadilla. Cuando me vio, se dirigió a mí y me dijo
que había vendido la habitación pequeña, la de la plancha. ¿Y?, dije yo
temeroso. Dolo, a la que veo cada vez más faltusca[36]
y totalmente fuera de cobertura, me dijo: “Não faz falta”[37].
Cuando me atreví a preguntarle si en aquella casa se comía alguna vez, me
respondió irritada: “Es un desorden usar, sólo por delectación, de los
alimentos y de los actos generadores”. ¡No, si ya!, dije.
Luego
oí a la verduga tararear : The answer is blowing in the body. La respuesta está
flotando en el cuerpo. Pensé entonces que aquella noche tenía que seguir mi
labor de inspección. Así que esperé pacientemente a que se “morfinara”.
Inmediatamente se quedó tiesa. A Dolorinda la corteja la muerte más de lo
debido. Entonces fui al gabinete y busqué un oftalmoscopio[38].
Se trataba de buscar al arquitecto, que
posiblemente me diera la respuesta a todo el misterio de mi anonimato. Después
del grito ritual, “ya está la rata en la lata”, le abrí los ojos y los apuntalé -dalinianamente-
con dos palillos de diente. Miré y remiré durante más de una hora. No me
encontré con nadie. Bueno, sí, vi a Bécquer que cruzaba por la pupila. Unos
segundos después, parpadeante, apareció a lo largo del cristalino “No se han
encontrado virus ni otro software[39]
malicioso”. ¡Menos mal!
Al
día siguiente, domingo, no trabajé, quiero decir que no tuve que ir a la oficina.
Paseé libremente por el barrio de Alfama. Bebí algo. Na rúa das Pedras Negras[40]
me sobresaltó la llamada de una pareja de unos 70 años: ¡doutor Boavista, faça
favor! [41]Me
volví y me acerqué hasta la puerta de la casa desde la que me llamaban. El
hombre, bastante serio, levantó rápidamente la falda de la señora: ¿Qué le
parece? Era una pierna gordifofa, antilujuriosa, en la que destacaba la rodilla
hinchada. Estuve a punto de decir: “menudo espectáculo”, pero prudentemente
sólo dije: ´bien, muy bien´ ¿Cómo que muy bien? Usted fue el cirujano que la
operó ayer. Bueno, se puede mejorar.
Esperemos, dijo él irritado, e inmediatamente bajó el telón de la falda. Yo estaba seguro
de que de nuevo le había puesto rostro a alguien desconocido. Me lamenté de no
ser yo nunca. ¿Cuántos caminos debe recorrer un hombre hasta conseguir su
auténtico nombre? En ese momento, entre dos luces, el tranvía 28 cortaba
ruidoso la Praça do Comércio.
Al volver a casa, me desesperé
cuando vi las cuatro paredes repelladas. Mi esposa, que no mi mujer, era
shakesperiana: “Palustre o jeringa, that is the question”[42].
Menos mal que “Dolo” todavía respetaba la última habitación, en donde yo tenía
la biblioteca. La Lopes sabía que ese lugar era sagrado, un cementerio de ideas.
Como se atreva con mis libros, abandonaré este “minuestrosu” piso. Remiré las paredes y me pregunté qué habría
hecho con el dinero de las ventas. Como me caratula de imbécil, no me da
ninguna explicación. Hasta entonces no me había preocupado de ese pequeño
detalle.
Anochecía sobre Lisboa con la
lentitud del ocaso en el Oeste. Dolo, ¿y el dinheiro? “O dinheiro não faz falta. O importante é o
desapego das cousas: isso da a liberdade”.[43]
¡Bien!, dije. Luego me
retiré a mi borriquete y antes de dormirme empecé a leer “O Ano da Morte de Ricardo Reis”[44]:
“Aquí o mar acaba e a terra principia. Chove sobre a cidade pálida, as aguas do
rio correm turvas de barro…”[45]
Desde mi ´ambulatorio´ he visto cómo
la enfermeira se inyectaba y se quedaba dormida
en el sofá del salón. Roncaba como el motor de un barco. Una noche de estas
ripa, pensé.
El tiempo, el caprichoso cambiador,
el que viste con ropajes confusos la quietud de las cosas, lo ha puesto todo
triste, con una tristeza desordenada y hermosa. Lisboa es una sala de tristes
bodegones, Dolorinda -vencida- también. “Ya no la quiero,es cierto, pero tal
vez la quiero”. La acaricio. Siento morriña de los días en que escribíamos la
palabra amor en los renglones verticales de la lluvia. Dolorinda era entonces
uma promessa de beijos[46].
El 1 de agosto llegué indispuesto
como siempre, pero aprecié que la Lopes había culminado su acoso: había vendido
la habitación de la biblioteca. Una nueva muralla repellada completaba el
repóker de locura de la Dolo. Sólo he logrado salvar una pequeña biblioteca de
bolsillo, la Biblia. En consecuencia, pensé: I´m free like the wind.[47]
Así que en ese momento planeé mi salida de la ciudad de los pastéis de nata[48].
La Lopes está en el “envero”[49],
cambiando de color en el inicio de su maduración; aunque aún tiene piel de
silestone, suave y fuerte. Lisboa huele a espera. De la primera oferta nos
quedó un amor gastado: humo de rastrojos, la miserable ofrenda de Caín. No hay
nada ya en la alacena de los viejos besos.
Recuerdo nuestra última discusión. “No
sabes lo que quiero ni me conoces, no quieres saber nada de mí, hasta olvidas
mi nombre.” Y ella: "Jotaese Martinho, ninguém
sabe qué coisa quer, ninguém conhece que alma tem, nem o que é mal nem o
que é bem… Tudo é incerto e derradeiro. Tudo é disperso, nada é inteiro”.[50]
Hoy 17 de agosto del año 2008 he puesto fin a cinco años de
despropósitos. Esta ciudad me mata lentamente. Convencido de que lo mío no era
mahomía, sino defensa propia, voyme. Amanece. Lisboa está cubierta por una
niebla densa a ras del suelo: um nevoeiro.[51]
Salgo en silencio. Cuando me envuelvo de niebla en la praça
Figueira, oigo un fado, el fado preferido de Dolorinda. Suena fuerte, trágico,
como una dulce y triste queja: Quem sabe se te esqueci ou se te quero, quem
sabe até se é por ti por quem eu espero…[52]
Vuelve a sonar aún más fuerte mientras me alejo por la calle del Amparo: De
quem eu gosto nem às paredes confesso e até aposto que não gosto de ninguém… [53]
No malgastes el tiempo, me dije,
porque este es la sustancia de que está hecha la vida. He comprado una maleta,
que llevo vacía. Vacías la maleta y mi alma, llego a Granada. He cambiado
Alfama por el Albaicín y los pastéis de
nata por los piononos. Ahora llevo casi un año en la ciudad de la fortaleza
roja, kipá[54]
del Dauro. He encontrado buenos amigos. En silencio hago memoria de los sucesos
“aterradores” que antevinieron a mi huida. Por fin mis amigos saben de mí,
saben perfectamente quién soy, qué hago y hasta cómo me llamo. No me confunden.
Me miro al espejo y me parezco incluso a mí mismo. Me encuentro muy bien en un
instituto como profesor de Literatura. En ese momento suena el móvil. Oigo la
voz de mi amigo Pepe Gutiérrez. Quedamos en charlar un vermut en la calle San
Pedro Mártir. Me siento feliz, por fin. Pepe, entonces, se despide: "Hasta luego, Isidro".
¿? … ¿?
… ¡! … ¡!
… ¿¡ … ¡?
¡Malo!
Granada, Santa Ana del
año 2009.
Jacinto S.Martín
Jacinto S.Martín
[2] Me dijo: ´mi corazón
está allá, en el Tajo´.
[17] No hace falta.
[31] No hace falta.
[45] Aquí el mar acaba y la
tierra comienza. Llueve sobre la ciudad pálida, las aguas del río corren
turbias de barro.
[50] Ninguno sabe qué cosa
quiere, ninguno conoce qué alma tiene, ni lo que está mal, ni lo que está bien.
Todo es incierto y confuso. Todo es disperso, nada es entero.
[53] Ni a las paredes
confieso de quien estoy enamorada e incluso apuesto a que no me gusta ninguno.
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