UN BESO DE AMOR PARA CONSTRUIR UN SUEÑO
Hay amores tan bellos que justifican todas las locuras que hacen cometer (Plutarco, 45 d.C - 127 d.C.)
A V3, mi sabia profesora de Farmacología y de Inglés.
Lo nuestro fue un amor
a primera lista. Después de entrar en clase el primer día y gritar muy fuerte los
nombres de los presuntos educandos para evitar el ‘callaros’, miré los ojos de
Jarifa Aguilera Arráez. A partir del primer minuto observé a través de sus ojos
los millones de neuronas conectándose con una electricidad inteligente que
hacía saltar chispas, que provocaba una tormenta de millones de rayos conectados iluminando el oscuro cielo de la ignorancia, y quedé estaqueado en mitad del aula. Nunca lo comenté con nadie, pero tengo una rara
habilidad para ver neuronas ajenas como si llevara un microscopio en cada uno
de mis ojos. Los somas de sus neuronas resplandecían proyectando sus dendritas
como las ramas del árbol de la
inteligencia, el axón brillaba en sus botones terminales en donde los
neurotransmisores -navegando por el espacio sináptico- elegían los receptores
adecuados para la comprensión perfecta de la realidad.
Jarifa fue desde
entonces mi alumna preferida. Aguilera, salga usted; Jarifa, ¿usted qué piensa
de las rimas de Bécquer? Y Jarifa: “Son copiadas de un alemán estrafalario, son
falsas. Gustavo Adolfo nunca quiso a nadie”. Arráez, salga usted a la pizarra,
y Jarifa salía y resolvía todo siempre
con la rapidez de un rayo y afirmaba que el subjuntivo era sólo el tiempo del
deseo. Y el horario de clase discurría como un arroyo claro en la montaña,
placentero, feliz, caudaloso, pleno de sabiduría. Y lamentablemente pasaba el
tiempo, ese engaño de los dioses. Y yo sabía que no somos más que tiempo, un depósito
de tiempo derramándose segundo a segundo, minuto a minuto, hora a hora, hasta
el segundo final. Y llegaba junio, el mes de la diosa romana, y yo sentía la
profunda tristeza de pensar que el curso acababa y que inevitablemente se iba a
producir una terrible estampida de desamor. La vida me robaba a todos mis
alumnos a los que durante nueve
meses había alimentado con los
conocimientos que generosamente les repartía , y sufría por eso como si mis hijos abandonaran la casa. Pero, ¿qué hacer con Jarifa?, ¿cómo dejar de verla?, ¿cómo
permitir que se la tragara el torbellino sin sentido del mundo?
Y en la sala de
profesores cantábamos las notas como creciditos niños de San Ildefonso. Cuando
llegaba Aguilera Arráez, el diez brillaba en todas las asignaturas, pero ¿cómo
perder a Jarifa? Entonces yo alzaba la voz para darme ánimos y gritaba: tres,
sí he dicho tres (3) y mis compañeros volvían de derecha a izquierda y de
izquierda a derecha sus cabezas como las
miradas giratorias de los búhos y alzaban sus hombros y me examinaban con
una suerte de perfecto desprecio. Comprendedme, ella había encadenado mi corazón y nunca podía decirle adiós. Yo no podía perder su mirada y
sus millones de inteligentes neuronas, conectadas, brillantes siempre, aun con
las luces no encendidas del aula. Y venía a verme y no se quejaba y no se lamentaba,
ni pedía explicaciones, ni lloraba sobre el negro cielo de la pizarra, ni
siquiera dejaba caer una lágrima-perla en la oscuridad del tablero negro en
donde aún latía una perfecta demostración matemática fabricada primorosamente
con tizas de colores, lo excelso de lo efímero. Y yo le deseaba un feliz verano
y ella me lo agradecía y yo miraba por última vez sus grandes ojos fijos y
adivinaba una rara conjunción de extrañas neuronas levemente irritadas. Sólo
una vez se volvió y en un perfecto inglés me dijo: Will you still love me tomorrow? Life is waiting. Y recordé siempre sus
palabras: 'La vida es esperar'
Luego al salir iba tras
ella y en voz baja le susurraba: “Dile al verano que corra que quiero volverte
a ver”. Y así pasaron diez años, 3.652 días (si contamos los dos años bisiestos).
Y nunca dijo nada. Hasta que un septiembre, después de un terrible dolor de
muelas y un finísimo, agudo y espantoso crujido del cóndilo de la rodilla izquierda que me hacía
cojear, en ese momento, en ese preciso
momento de debilidad, dicté: Jarifa Aguilera Arráez tiene, por fin, dije
cínicamente, un cinco y mis compañeros resoplaron barriendo la mesa de la sala
de evaluación de los restos de las minas de los lápices y de las gomas de
borrar.
Y Jarifa vino a verme
para desearme suerte y luego se perdió por el pasillo silenciosamente,
almohadillando sus pasos como una sagrada gata egipcia.
Me atormentaba no ver a
Aguilera Arráez y pregunté por ella ("por saber de su vida no creo que vulnere ningún mandamiento") y me dijeron que en dos años había cursado
todas las asignaturas de la Licenciatura
de Derecho como en su momento hizo Dámaso Alonso y que inmediatamente sacó el
número uno en las oposiciones de Judicatura y que luego acumulando
interminables viajes y largas noches de insomnio llegó a terminar másteres
auténticos en las más diversas materias: Victimología en Friburgo, Derecho
Penal en Hannover, Criminología en Cambridge, Derecho Procesal en Alcalá de Henares,
Derecho Político en Oxford, Derecho Romano en Bolonia, Historia del Derecho en
Salamanca, Derecho Internacional en La Sorbona de París, Filosofía del Derecho
en Berlín, Derecho Natural en Copenhague, Derecho Mercantil en Londres, Derecho
del Trabajo en Ginebra, Derecho Comunitario en Bruselas… Nadie superaba a
Jarifa en nada, de manera que llegó a ser tan sabia dirigente, que fue nombrada
Presidente del Tribunal Supremo.
Entonces temí por mi
integridad “física y química”, y pedí continuos traslados por toda América, África y Europa,
comenzando por España. Se trataba de huir de Jarifa. Llegué a falsificar mi
DNI, de manera que ahora era Don Ciriaco Oriol Menguillán. Ejercí en Lucainena de las Torres y
pedí rápidamente traslado a Alcañiz, luego estuve en La Rúa-Petín, más tarde en
Sada, después en Lisboa. Desesperado pedí Roma en calidad de 'mercenario didáctico' y me lo concedieron. Pasaba los
domingos y festivos encerrado en las catacumbas confundido con los turistas, pero
mi inseguridad me llevó a trasladarme a Grazalema al año siguiente. Estuve en Pájara, Monesterio, Aracena, Tánger, Tetuán, Managua, Rosario, Bucaramanga, Bogotá… ¡Un raro expediente de huida el de
Don Ciriaco Oriol! Tan llamativos eran mis huidizos traslados que Jarifa que ya
había cursado orden de busca y captura, logró encontrarme en Madrigal de las
Altas Torres. Cuando los dos guardias civiles aparecieron en la puerta del aula
11, no dije nada, incliné la cabeza, ofrecí mis muñecas para ser esposado y en
un mareante viaje, dentro de una vieja furgona azul, me llevaron ante el
tribunal. Allí estaba ella, radiante, más bella que nunca, extendiendo sus
brazos terminados en “puntillosas” puñetas y martilleando el silencio con un
mallete de nogal en una sala de vistas en la que no había nadie.
Póngase de pie el acusado, y yo como un
resorte oí de pie: Don Carlos Galgani de Urbino se le acusa de falsedad
documental, abuso de autoridad sobre una menor,
crueldad intelectual, acoso, violencia de género, prevaricación, lucro cesante
y daño emergente, dijo ella mientras repasaba unos diabólicos librillos rojos. Ítem
más: “Le quedan embargadas sus cuentas hasta cubrir los ingresos de sus últimos
diez años”. Yo intentaba justificarme desde el banquillo de los acusados,
enanificado ante la poderosa mesa que se levantaba ante mí, gigantesca como un Empire State en el que se hubiera esculpido en madera el ' libripens '.
¿Tiene algo que alegar?
Sólo acerté a decir en voz muy baja: “Sólo sé que he sentido su ausencia,
Señoría, Señora”. ¡Señora, no; Señoría!, interrumpió. "Llevo deshojadas las 3.652
margaritas de los diez cursos de silenciado amor, sí-no, no-sí, sí-no, no-sí,
sí-no, no-sí, mientras sentía la voz oscura de Louis Armstrong como en un
susurro: A kiss to build a dream on. Señora,
perdón Señoría, y en voz muy baja, Jarifa, yo sólo necesitaba un beso para
construirme un sueño".
Y ella: “Debemos
condenar y condenamos a don Carlos Galgani de Urbino a 3.652 días de prisión de
amor revisable”. Pueden llevárselo. Y salí fríamente acompañado de dos guardias
que me enfurgonaron para pasar la noche en Alcalá-Meco. Al llegar me
comunicaron que al día siguiente me enviarían a Mahón. Yo sólo me atreví a
decir: “Procure usted que sea más cerquita”. Nadie dijo nada. Cuando ya se iban,
rogué de nuevo: “con ojo de buey en mi camarote, para poder ver el mar, si
puede ser”. Nada. Nada de nada. Nadie dijo nada.
Y pasó el tiempo,
porque “todo pasa, hasta las procesiones de Semana Santa”. Yo hice amistad con
políticos corruptos y con traficantes de droga- todos buenos chicos con malos
momentos. En los ratos libres, que eran todos, me dedicaba a escribir con tizas
de colores la palabra amor por toda la celda. A veces, después de tomar el café
que me ponía muy nervioso, saltaba hasta el techo con la agilidad de una mosca y
escribía ROMA, ROMA, ROMA, por si venían los bomberos a sofocar el incendio que
flameaba en el Kilauea de mi corazón. Ya sabéis que los bomberos tienen la rara habilidad de
la lectura inversa, ellos sabrán por qué. Y llegó sorpresivamente el último día
de los 3.652. Entonces me llamaron: “Galgani, tiene visita, pase por la sala de
visita”. Y yo esperaba una gran sorpresa, porque las grandes sorpresas nos
esperan cuando hemos aprendido por fin a no sorprendernos de nada. Y apareció
ella vestida con la elegante toga negra como traje de autoridad con un cuello
de piel de armiño y con las puñetas afiligranadas de crochet en las mangas. En
su pecho lucía la Cruz Distinguida de primera clase de la Orden de San Raimundo
de Peñafort. En sus ojos brillaban los neurotransmisores navegantes del
espacio sináptico. Ya
tenía 48 años; yo, diez más.
- Vengo para acompañarte en tu salida, me dijo sonriente. Por un momento pensé que no era Jarifa, sino su 'deep fake' fabricado en Japón.
-
¿Te acompaño al puerto?, le dije
temeroso.
Nos
acompañamos, me dijo, y unimos las manos y nos miramos en todos los escaparates
de todas las calles. Dios creó los espejos para que nos sintiéramos reales. Y
fuimos al puerto y sentados en el muelle de la bahía oímos, mientras se ocultaba
el sol en el horizonte aún azul, una vieja canción de Armstrong que interpretaba un
músico ciego, como dicen que es el amor. En la soledad del puerto la música de
saxo y una voz oscura nos recordaban que a veces es necesario un beso de amor para
construir un sueño.
Granada, 11 de abril del año 2018
Jacinto S. Martín
Granada, 11 de abril del año 2018
Jacinto S. Martín
Louis Armstrong ' A kiss to build a dream on'
A veces es necesario un beso de amor para construir un sueño.
ResponderEliminarDios creó los espejos para que nos sintiéramos reales.
ResponderEliminar"Todo pasa, hasta las procesiones de Semana Santa"
ResponderEliminarLas grandes sorpresas nos esperan cuando hemos aprendido por fin a no sorprendernos de nada.
ResponderEliminarYo intentaba justificarme desde el banquillo de los acusados, enanificado ante la poderosa mesa que se levantaba ante mí, gigantesca como un Empire State en el que se hubiera esculpido en madera el ' libripens '.
ResponderEliminarNos acompañamos, me dijo, y unimos las manos y nos miramos en todos los escaparates de todas las calles. Dios creó los espejos para que nos sintiéramos reales.
ResponderEliminarY fuimos al puerto y sentados en el muelle de la bahía oímos, mientras se ocultaba el sol en el horizonte aún azul, una vieja canción de Armstrong que interpretaba un músico ciego, como dicen que es el amor.
ResponderEliminarJarifa salía y resolvía todo siempre con la rapidez de un rayo y afirmaba que el subjuntivo era sólo el tiempo del deseo
ResponderEliminarAl llegar me comunicaron que al día siguiente me enviarían a Mahón. Yo sólo me atreví a decir: “Procure usted que sea más cerquita”. Nadie dijo nada. Cuando ya se iban, rogué de nuevo: “con ojo de buey en mi camarote, para poder ver el mar, si puede ser”. Nada. Nada de nada. Nadie dijo nada.
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