domingo, 20 de octubre de 2024

UN CITROËN NEGRO RUMBO A CÁDIZ (TERCERA Y ÚLTIMA PARTE)




Un citroën negro rumbo a Cádiz (3)

Cuando soy feliz me siento Cádiz. (Rafael Alberti)

Un muerto es la esperanza boca abajo. (Rafael Guillén)


De pronto, en el atardecer rojizo y ventoso, ‘el muerto de todos los veranos’. Sólo se oía el ciego y triste  susurro de la arena arrastrada por el viento. La guardia civil nos paró. Mi padre, Vera, el cabo y yo bajamos a ver qué pasaba.

-         Hasta que no venga el juez no pueden ustedes seguir.

      Un hombre tapado con una manta, junto a una guzzi antigua de color rojo, ocupaba la carretera en el mal estado de siempre. En la cuneta, entre yerbajos, una empolvada gorra, una entreabierta capacha con uvas, un poco de carne a medio comer y un pedazo de pan. Dijeron que volvía a Cádiz después de haber trabajado en las viñas de una finca de Jerez.

-         Un muerto es ‘la esperanza boca abajo’, sólo un nombre para un hombre, un presente quebrado, un pasado legado a la memoria, una ilusión perdida y un futuro imposible…, pensé con una tristeza indefinida, silenciosa y confusa.

      Después de una hora de espera - mi padre había acabado con el último cigarrillo del paquete de Caldo de Gallina - nos dijeron que podíamos seguir.

      La ‘voiture’, con lentitud entre dos azules, recorría el istmo-mango   que nos llevaba a la sartén de Cádiz. Saltó el levante. El viento, estornudo del diablo, oxígeno revuelto en su locura, se adueñaba de toda la bahía: las playas, los edificios de la ciudad y de los pueblos cercanos. Aullaba mordiendo enfurecido los muros de las casas, las puertas, los tejados y las esquinas de las calles; levantaba las olas que rugían temerosas con un pespunte de miedo blanco en su espuma, taladraba la piedra arenisca de las iglesias, hacía tabletear las persianas, y ametrallaba con plomillos de arena la chapa de los coches que se atrevían, avanzando, a llevarle la contraria. Hasta las 126 torres-miradores de la ciudad sentían miedo.  Una locura que imponía silencio mientras silbaba estrellándose contra las paredes de las bodegas, dormidas en la oscuridad olorosa del vino.

 

      Todos guardábamos silencio. Sólo Manola – recordando su niñez y juventud junto a sus padres en la tacita de plata– susurró un profundo ¡Cádiz de mi alma! cuando se vio escoltada por los dos azules que enmarcaban el istmo azotado por el rojo latigazo del viento.

      El sol, balón redondo que ya nos anunciaba el próximo Trofeo Carranza, se zambulló en el salado horizonte entre un arcoíris de rojos, anaranjados, amarillos, verdes, azules, añiles  y desvaídos violetas.

     Aunque todavía quedaba un punto de luz en la cúpula amarillenta de la catedral, estaba cayendo la tarde. Entonces el levante aplacó su ira y se echó como perro dócil velazqueño ante la belleza ‘menina’ de la novia del mar.

     Con dificultad Vera nos llevó hasta la explanada de la catedral, cerca del espigón de cubos picassianos. Allí se despidió el cabo, ángel de  la guarda de la expedición. Lo vimos alejarse por el barrio de Santa María hasta desaparecer ya para siempre, salvo en el rescoldo de la memoria.

      Luego fuimos hasta el número 18 de la calle Antonio López, y mis padres, mi tía Carmela, mis hermanos y yo bajamos del Citroën, para avisar a Georgina de nuestra llegada. Se amontonaban las maletas a la puerta de la casa mientras los coches se impacientaban y comenzaban a pitar. Tenían prisa. ¡Qué arte para llegar deprisa a ninguna parte!

     Georgina, amable y gorda como un pollo de  gaviota, nos recibió con su salada voz aguda: - Otra vez, Jacinto, te presentas sin avisar… siempre igual. Vamos a ver si te buscamos algo por la casa en donde podáis quedaros.

      Ya Manolo Vera, Manola, Manolito y Rafael y la enigmática y oscura tía de los niños se habían ido hasta la casa alquilada a doña Carmen, una mujer amable, arrugada la cara como una pasa, falta de recursos, que cubría su escasez alquilando una parte de la casa de la calle Manuel Rancés, muy cerca de Antonio López. Situada la “jarca”, Manolo aparcó la voiture en la plaza de San Francisco y volvió con su familia.

      Con un regusto amargo, después de doce horas de cansino viaje, por fin llegábamos a la ciudad soñada, la de la salada claridad, la estrella de los mares.

     Granada, otoño del año 2024.

     Jacinto S.Martín


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