Relato corto
La memoria es el centinela del cerebro. [W. Shakespeare]
Cuando
derribaron el edificio de la farmacia municipal, construyeron una biblioteca.
Mi padre entonces pasó a una de las dependencias del ayuntamiento. Ya nada fue
igual. Tardé mucho en entrar en la actual biblioteca. Todavía una rabia
contenida me hace apretar el puño cada vez que paso por delante. Era parte de
nuestra niñez la que habían derribado, cuando éramos felices porque ignorábamos
el tiempo.
Abríamos los cajones, nos escondíamos debajo de la gran mesa de
mármol y salíamos como si nos hubiera nevado algodón,
olíamos todos los botes —desde el bote de las valerianas hasta el del amoniaco—
jugábamos al baloncesto, al fútbol, a los dardos sobre una puerta pintada de
gris, hacíamos una especie de alpinismo desde el patio —ventana, ventanuco,
baranda— hasta llegar a la casa del vecino, escribíamos siguiendo un método en
una máquina «Hispano Olivetti», montábamos en bicicleta, contemplábamos
curiosos, hipnotizados, la belleza de las cápsulas de adormideras secas de uno
de los cajones. Entre las adormideras secas, terribles sonajeros de la muerte, una
ratonera montada por el tío Antonio cazaba a diario los ratones aficionados a
la morfina. ¡Ya cayó otro!, decía y volvía a colocarla con una corteza de
queso como reclamo.
A veces comíamos una especie de chocolate de bellotas que los
médicos mandaban para las diarreas. Metíamos las manos en la caja y lo comíamos
a puñados, dejando una mancha oscura en las camisas y un resto del mágico
polvillo en la boca.
Amparito, con sólo tres años —tan chica y tan guapa— mientras
comíamos el chocolate, se entretenía chupando todas las grageas de una caja de Optalidón: saboreaba
la dulce envoltura de sacarosa y escupía el resto de la pastilla. Por lo visto,
la propifenazona y la cafeína de la gragea no le gustaban. El ángel de la
guarda hizo posible que siguiera con vida.
Por todo esto en la nueva
biblioteca veo otra cosa. La memoria tiene su gris arquitectura insobornable. Y
así una nueva fachada no te nubla la imagen de la fachada vieja. Recordamos de
cada nueva casa su viejo lenguaje, el de la primera vez. Es distinto al que se
nos ofrece en el presente, es el lenguaje de otro tiempo, de la casa antes
vista, posiblemente la de la infancia, paraíso del que nos expulsaron con la
manzana mordida del reloj.
Estoy en Arahal, saboreo el aire nuevo (las personas necesitamos
mezclar aires distintos para sentirnos
bien). Paseo hasta llegar a la biblioteca. Voy a entregar unos libros para que
quede constancia de mí, pero la nueva biblioteca no existe. Está, pero no
existe. No hay puerta giratoria. En su lugar conservo la puerta de madera. Hay
un recuadro en una de las duelas para mirar a quien te está pidiendo gasas con
las que cerrar heridas (no hay gasas para las heridas del alma) o Primperán o
Farmapén o un balón de oxígeno (la vida nos impone la necesidad de respirar 12
veces por minuto, en una extraña fórmula que un químico explicaría sin poesía:
C6H12O6 + 6O2 → 6CO2 + 6 H2O + ENERGÍA
(ATP). Junto a la madera, en la pared, aún está la campana, reclamo para
urgencias y regocijo de los niños cuando pasan y tocan y se marchan corriendo.
Entro y no hay bibliotecaria; está mi padre, serio, formal,
trabajador, atento, pasando, con una caligrafía impecable, unas facturas que
hay que repartir. De vez en cuando se pasa la mano izquierda por el bigote. Sobre
los anaqueles no veo libros, veo botes con etiquetas mágicas, sonoras: goma
arábiga, benzoato de sosa, ácido bórico, citrato sódico, oxalato de hierro,
talco, bálsamo de Tolú.
Recorro la nueva biblioteca con los ojos de otros tiempos (con los
ojos de 1960): la autoclave impide la presencia de la mesa y del libro. Avanzo
por el pasillo y veo que mi padre prepara una fórmula con vaselina sobre un mármol
cuadrado. Una espátula grande, un peso de bronce —casi de juguete— y un
pildorero borran lápices y gomas y novelas y cuentos. Mientras espero, miro en
el meñique de mi mano derecha la señal de un cristal que se clavó en el dedo al
cerrarse una puerta persiguiendo a mi hermano. El recuerdo de la farmacia es
el de cristales hechos añicos, casi todos los días, que multiplicaban por cien
a mis hermanos y a mí, como en un viejo cuento.
Un día, después de acribillar la puerta gris, llenamos un vaso con
quina. Su aspecto era el de un rioja excelente. Lo llevamos a casa y lo dejamos
encima de la mesa. Sabíamos que el abuelo vendría a comer. Dejamos preparada la
costilla para cazar al pájaro. Llegó, vio, miró, bebió, apretó las mandíbulas y
enrojeció con el dulce trago de amargura. Luego fue al corral y escupió.
«Joputas niños», dijo.
Atravieso el almacén principal y veo la vieja bicicleta Orbea con
su transportín para llevar las cajas de tortas (a veces mordisqueadas por los
ratones, pero todos sabemos que «el ratón cosa limpia es») y la máquina de
escribir: asdfg, asdfg, asdfg, asdfg, ñlkjh, ñlkjh, ñlkjh, ñlkjh, poiuy, poiuy,
poiuy, poiuy, qwert, qwert, qwert, qwert.
Llego al almacén pequeño, lleno de cajas. Lo cruzo, abro la puerta
y paso al jardín. Está iluminado por el sol del mediodía y por todos los
amarillos de los árboles que reflejan sobre el muro blanco un penetrante olor a
limón. Mi hermano Servando «atagarra» (1) hasta llegar a todos los limones y dejar
pelado el árbol. Rafael y yo miramos la habilidad con la que cambia de ramas y
con la que nos echa los limones que colocamos en cajas. Después de la cosecha el patio quedó sin luz, se apagó.
Luego fue a venderlos a las vecinas de la calle. Fue su primer
negocio. Veo a mi padre, tocándose el bigote y ordenando que devolviera el
dinero de la colecta y trajese de nuevo los limones. Así se hizo. Los limones
se han apagado para siempre en el recuerdo. Los
limoneros tuvieron que esperar a la siguiente luna para cubrir de nuevo la
triste desnudez sin luz de las ramas.
Vuelvo del jardín y veo la cama, en la pequeña habitación, al
fondo, y aún resuena, no la voz de quien pregunta por un libro; sino la vieja
radio retransmitiendo un programa de toros, entrecortado por la publicidad de
un coñac. Yo dormía con mi padre en esa vieja y estrecha cama. Él apenas
dormía. Estaba de guardia. Como la luz se iba, dejaba preparado un quinqué.
Cada cierto tiempo un sobresalto de luz roja intermitente, que se acompañaba
con el sonido de una alarma, rompía el sueño. Al amanecer mi padre me peinaba,
con escasa habilidad, con la mano derecha (siempre llevaba un peinecillo con el
que se alisaba el remolino rebelde de la nuca), derramándome un bote de agua en
la cabeza y apretándome la cara con los dedos de la mano izquierda. Luego me
mandaba al colegio. Al cruzar la calle, yo oía cómo la radio se adueñaba de las
casas abiertas de par en par, en donde las mujeres «renegaban de su sino», se
emocionaban con los suspiros de la Piquer, soñaban con que alguien se tatuara
su nombre y repetían el ritmo pegadizo con el que Nat King Cole calmaba su
«Ansiedad». Ya no hay peinado ni sobresalto de timbre que cierre la jornada en
la nueva biblioteca, que para mí no existe.
Son las dos y cuarto. Entrego los libros y espero salir de la
botica y tomar una cerveza con mi padre y mis hermanos -STOP UNDERAGE DRINKING (2) - con altramuces y aceitunas en el colmado
de Joselito.
Hoy no estuve en la biblioteca, estuve bañado de nostalgias con mi
padre en la farmacia, porque todos acabamos siempre
interiorizando los espacios amados y porque la memoria tiene su indomable
arquitectura, su terrible, rebelde arquitectura de la que sólo queda el llavín,
que ahora tengo en las manos, el llavín que abría el paraíso de libertad de la
farmacia. No queda nada. Queda sólo la llave que acuno entre mis manos como
quien mima a un niño y que conserva un olor a hierro viejo. La coloco sobre un
folio a la izquierda del ordenador. El ojo del llavín me mira desde el folio y
pregunta por qué. Aparentemente el llavín de la farmacia no sirve para nada, pero no es verdad; sirve para abrir la hermosa casa de la memoria del tiempo en
el que fuimos más libres, más jóvenes y más felices. Por un momento en los
cristales de mis gafas he visto dos letreros, RECOGER y ENTREGAR, quebrados por
el rayo de un balón de cuero.
(1) Subir a un lugar alto y dificultoso con la ayuda de pies y manos. Sólo usado en las localidades sevillanas de Arahal, Paradas y, en menor grado, Marchena.
(2) Se prohíbe beber a los menores de edad.
(1) Subir a un lugar alto y dificultoso con la ayuda de pies y manos. Sólo usado en las localidades sevillanas de Arahal, Paradas y, en menor grado, Marchena.
(2) Se prohíbe beber a los menores de edad.
La vida nos impone la necesidad de respirar 12 veces por minuto.
ResponderEliminarStop underage drinking, despreciado al salir de la farmacia.
ResponderEliminarLa felicidad casi siempre pertenece al pasado.
ResponderEliminarAparentemente el llavín de la farmacia no sirve para nada, pero no es verdad; sirve para abrir la hermosa casa de la memoria del tiempo en el que fuimos más libres, más jóvenes y más felices.
ResponderEliminarEl niño es el padre del hombre. Holderlin.
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