Vae victis ´Ay de los vencidos´ (Breno, jefe galo vencedor de Roma en el 390 a.C.)
Estoy sentado bajo el ficus del caucho en el parque del
Majuelo cuando ya se deshoja el verano en lágrimas de luz. Las doce en el
reloj. Ayer vi a Falú. Llevaba unas zapatillas deportivas con luces
intermitentes en las suelas. Iba contento. Correteaba por el paseo cercano a la
playa. Viene de un doble viaje desde la nada: desde el vientre amable y desde
la enemistad azul de las olas. Viene del lado oscuro, de la delgada frontera entre la vida y la nada. Esa nada ha causado muchos llantos. Nunca esa nada vino a ser muerte de tantos. Ha tenido que atravesar, sin él saberlo,
el líquido amniótico de ‘Fatema’ y el del mar. Está feliz bajo la mirada atenta de
su madre que desde lejos contempla los cien metros lisos del récord mundial de la
alegría. La senegalesa retiene en sus ojos un ocaso de sol entre las acacias y un largo lamento de siglos. Alta, fuerte, tranquila, teje unas trenzas complicadas
a una rubita pacientemente sentada en un taburete junto a una palmera de
abanico y a una platanera. La tarde-noche se va hermanando con su piel hasta
enmascararla en sombras.
Su padre está
mostrando toda la caricatura consumista en una manta: zapatillas deportivas,
cedés, DVDs, falsos
bolsos de marca tan falsos como los auténticos, relojes marcadores de horas y
de tiempos, transistores, camisetas del Madrid y del Barça, zapatillas
deportivas, algunos juguetes. Está todo dispuesto para salir corriendo y
ocultarse en la playa cuando aparezca la policía municipal en visita rutinaria
y chulesca. Cuando llega el coche de la sirena azul, con un movimiento rápido
pliega el lienzo repleto de baratijas, algunas caen al suelo, unas mujeres
recogen la perseguida mercancía y van tras ellos para devolvérselas en la arena
oscura de la playa, en la que se funden en negro con la noche. Hay un acuerdo
tácito: no se persigue a quien espera resignado en la playa hasta que se marche
la furgoneta de la sirena azul. Policías, clase media comedora de pizzas y
pobres africanos montan cada noche una triste comedia que provoca la amarga risa blanca
de la espuma de las olas cercanas.
Es la tercera vez que veo al niño. La
primera vez iba dormido en la espalda de Fátima, su madre. Me ofreció una
pulsera que yo compré a cambio de preguntarle el nombre del rebozo en el que
llevaba a su hijo. Ella nunca supo que yo sólo le compré una palabra. En el
rebozo del “botu” recorría tranquilo las mesas que habían dispuesto en la
pizzería alumbrada en la playa con potentes farolas quebrando sombras, un
cuadrado bajo la cubierta de las estrellas y de la luna enfrentada a la cruz
iluminada del peñón cercano. Un cantante alquilado, con piano y todo, por un
restaurante cercano repetía la canción del verano:´Si te vas, yo también me
voy; si me das, yo también te doy mi amor. Bailamos hasta las diez hasta que
duelan los pies´… No se esforzó mucho el poeta en la rima, pero el ritmo era
muy agradable. Se entrecruzaban las conversaciones en las mesas con la habilidad de las pobres camareras, delgadas y ágiles, explotadas por poco dinero. La
mujer de Lot se habría vuelto loca de curiosidad por no poder enterarse de todo
lo que se decía. Nunca supe si la delgada constitución de las camareras era de
nacimiento o la habían pulido con el atosigante y mal pagado trabajo de sonrisa
impuesta. El presunto cantante seguía interpretando viejos temas junto a las
barcas de la pesca de bajura que descansaban en el pequeñísimo astillero al final de la
playa.
Bajo la sombra
del ficus del caucho hago memoria, en silencio, del reestreno cada noche de
esta triste e injusta comedia. La aparente persecución y mantenimiento del
orden, la venta de productos falsificados en la estantería del suelo del paseo
marítimo a escasos metros de la playa, los acomodaticios y “felices”
representantes de la desclasada clase media comiendo pizzas, la blanca, ruidosa
y triste sonrisa del mar y la compasión por los africanos que ya conocen el precio del espanto, que marcan a
carboncillo su pobreza, que cruzaron el oro falso del desierto y que se
atrevieron a embarcar en pateras miserables para cruzar los azules del mar
huyendo del fantasma del paro, del mastín del hambre y del lobo de la guerra.
Alcanzaron, piensan, el paraíso que se les negó en Mali, Costa de Marfil,
Senegal, Congo, Sudán, Gambia… Ahora, interrumpidas todas las esperanzas, viven hacinados en pisos pequeños en donde
tienen agua en “grifos de plata”. Toman al amanecer un sorbo amargo del primer
té. Luego, siguiendo el viejo rito, toman el segundo vaso, el del amor aromado
de yerbabuena. Por último saborean el té suave de la muerte, que te espera en cualquiera de las esquinas del tiempo. Beben los tres vasitos de té cada mañana antes de cargar con su casi siempre poco apreciada mercancía de cedés y de películas en DVD. Con el calor del trópico recorren la
ciudad costera, sin reproche alguno, en un valiente acto de voluntad
inquebrantable. Nunca esperan nada después de su ofrecimiento a los clientes de
los bares, si acaso un leve movimiento de cabeza para decirles no.
Bajo la fresca sombra del ficus del
caucho, que ha contemplado lustros de injusticias, se quiebra el silencio con
el golpe seco de una hoja que golpea el suelo. Fuera de la cúpula verde del
árbol, hace un calor húmedo que enlentece tus movimientos. Mientras bebo algo y
como unas patatas que crujen como las hojas pisoteadas del otoño, maldigo a
todos los responsables de haber enlutado el Mar Mediterráneo hasta convertirlo
en un nuevo y doloroso Mar Negro, maldigo a quienes manchan con la injusticia
de la muerte la piel azul del mar y pienso en todos los valientes derrotados
que ahora se quejan con un graznido de gaviotas, sonámbulos de sombras, en el
fondo del mar.
Almuñécar, agosto del año 2016
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