Relato corto
Recordar es la única manera de detener
el tiempo. (Jaroslav Seifert)
Hoy un reguero de hojas
amarillas y rojas anuncia, por fin, la llegada del otoño. Ha llegado noviembre
y en el silencio de la tarde en calma he recordado a Rosario Ferrer, mi
bisabuela, que quedó viuda a los 25 años al morir Fernando Martín, y que tuvo que luchar contra todo y contra todos desde una fuerte y apacible resistencia. Se apañaba con la disposición de lo posible, con la dignidad de lo mínimo. Mis hermanos y yo la conocimos. Era muy pequeña, pésima cocinera,
una “anti-bulli”[1],
fumaba con estilo y se sentaba en el patio en una silla baja al final de las
pilas de lavar, vecinas al pozo, en un lugar estratégico al que llegaba un
rayito de sol.
La bisabuela era trianera[2] y cada mañana desde el pequeño embarcadero, situado a la altura del número 68 de la calle Betis, en una barquichuela pequeña como un suspiro cruzaba el Guadalquivir hasta la otra orilla del río para llegar a la fábrica de tabacos donde trabajaba. Allí acudí yo después, a
veces, como alumno universitario cuando el edificio se convirtió en la Universidad
de Sevilla.
Libre nací y en
libertad me fundo, decía. Cojeaba un poco, se había roto la pierna cuando llegaba
a los setenta y los médicos optaron por no corregir la fractura; ¡para lo
que va a durar la pobre!, dijeron. Vivió treinta años más.
La bisabuela tenía temple heroico. Fue la única que se quedó
en la casa cuando las tropas franquistas entraron en Arahal. Conversó y fumó
toda la noche con los republicanos huidos que buscaron el refugio momentáneo en
nuestra casa. Arrojaron las armas al pozo y poco a poco desaparecieron
enfundados de noche. Veinte años después cuando limpiaron el pozo afloraron
balas, mosquetones, pistolas, machetes…El
´limpiapozos´, que unía oficio y mote en su pequeña figura, entraba y salía una
y otra vez como si fuera un santo, rodeada su cabeza por una corona volante de
mosquitos, hasta que todo quedó depositado en el patio. La aterradora cosecha
venía cubierta de óxido y llanto. Luego el abuelo llevó al cuartel de la
Guardia Civil varios sacos con el armamento tal como le ordenaron.
Rosario Ferrer hablaba poco y no se quejaba nunca. Era
fuerte como indicaba su apellido[3].Sólo era rebelde al llegar noviembre, cuando el frío reinaba en el estrecho corredor
donde se amontonaban las cajas de tortas. Entonces aseguraba que estaba enferma
y se refugiaba en la blanca alcoba.
Mi madre le hablaba intentando convencerla:
- Abuela, ¿ya estamos como siempre?
- Me acuesto porque en noviembre los
pájaros tosen, no pían; y sufro el mismo pánico que sienten en este tiempo las hojas sobre los árboles...
Actuaba
legítimamente en defensa propia. Se acostaba, se levantaba de madrugada y
palpaba los platos que mi madre dejaba encima de la cómoda. Luego comía en la
cama.
Aunque mantenía que veía mejor con las manos, a veces el
tacto la engañaba y se perdía en la noche. Era mi madre la que socorría el
navío perdido de Rosario y la depositaba en el puerto seguro de su cama, pegada
a la pared, en la que se veía un cuadro de las almas del purgatorio en plena
quemazón, pinchadas por encabronados demonios y presididas por Pedro Botero,
terrorífico calvo en primer plano.
El sádico cuadro anunciador del final de la pobre Rosario
Ferrer a ella no le decía nada, no le producía ni frío ni calor. Siempre
presidió la habitación y colgaba su eterna barbacoa de almas encima de su cama,
a la que ´terremoteaban´ mis hermanos metiéndose debajo y empujando con sus
espaldas hacia arriba. Otras veces la tableteaban moviéndole el cabecero de
madera. La bisabuela encendía sus ojillos como metidos en cuévanos y acusaba: “Anita,
ya está aquí este sinvergüensa´”.
Frente a la cama, una cómoda de caoba era la delicia de los
niños que guardábamos en el secreter superior los juguetes pequeños más
valiosos. La cómoda, presa de la maldición de Pedro Botero acabó quemada en un
terrible incendio muchos años después. Ocupaba el rincón un baúl, escondite de
Servando cuando aparecía el practicante o cuando hacía alguna faena[4].
La bisabuela acusaba: “ahí dentro está ese ´sinvergüensa´”. Mi hermano nacía entonces
de la oscuridad del baúl con las piernas arañadas por el latón que bordeaba el
refugio de madera. No era así con mi hermano Rafael que encontraba puerto
seguro en sus huidas acostándose con ella y tapándose la cabeza.
Siempre sospeché que la bisabuela tenía algo de oso polar, una
rebelde inclinada a la inevitable hibernación. Al llegar noviembre se acostaba
y solo salía de la cueva cálida cuando los primeros rayos de abril iluminaban
el rincón de las pilas. Entonces aparecía con semblante apacible, tan girocha como siempre, tan campante, amable, con
un rodete bien peinado en la cabeza y un cigarrillo consumidor de tiempo entre
los dedos. Entonces repetía la frase ritual de cada año: ´Ya me escapé otra vez´,
y cantaba muy bajito el lema de la revuelta de las cigarreras sevillanas en 1896: "Que piden con justicia nadie lo duda, el pan quiere ganarse la que lo suda". Luego sonreía con una sonrisa leve y pequeña. Aprender a ser libre es aprender a
sonreír.
Abril era su mes preferido. Venía el cura y confesaba, bueno
es un decir. Los niños no nos perdíamos la confesión de la bisabuela:
amontonábamos sillas hasta llegar a un alto ventanuco desde el que se veía su
habitación. Al final, antes de irse el cura, la penitente lo piropeaba: ´hijo,
eres muy guapo´.
Al día siguiente le daban la comunión en el
saloncito situado detrás del portón, pasado el zaguán, en el que destacaba un
chinero acristalado. La bisabuela, bien perfumada, presidía en el centro de la
habitación como una reina, rodeada de flores y de colchas estampadas. Luego todos
desayunábamos un rico chocolate con bizcochos
que preparaba mi madre.
Y pasó el tiempo y pasamos todos, porque el tiempo es la
sustancia de la que estamos hechos. Y nos cambiamos de casa a piso, pensando
que era bueno, y a mí me llevaron a un
internado a Osuna, pensando que era bueno, y la bisabuela quedó ignorada hasta que un fin de semana
murió tal como habían anunciado las vecinas: “cuando cambias de casa los viejos
se mueren”. Toda vida es un proceso de demolición. Yo estaba allí y vi que vino Don Joaquín el cura, anunciado
por un monaguillo que tocaba frenético una campanilla, y le dio la
extremaunción mientras mis hermanos recorrían de rodillas la habitación y
sonreían. En la confusión, las vecinas estaban `a todo zarrapique´, andaban por todas partes. Fue la primera vez que vimos la cara deshilachada de la muerte.
Mi
bisabuela tenía entonces 97 años. Su hijo, mi abuelo, solemnemente dijo: “Ya
sabía yo que más pronto o más tarde el tabaco acabaría con ella”, y se fue a
pedir el certificado de defunción antes de que muriera. Luego llamó a su
hermano Miguel, que vino de Sevilla cuando pudo. Miguel, el hijo mayor, era la
referencia que manejábamos en la familia para saber la edad de la bisabuela. Cuando
se le preguntaba la edad: ¿Abuela, usted qué edad tiene?, siempre respondía:
“De veinte años tuve a mi hijo Miguel”. Este debía tener ya 77 años; mi abuelo,
76.
Recuerdo que mi madre los atendió y les
preparó una buena comida. Se me acercó y me dijo en voz baja: “¡No veas cómo
comen los huerfanitos!”.
Cuando
se llevaron a Rosario Ferrer, la bisabuela trianera, me fijé en el almanaque
que colgaba en la cocina. Acababan de arrancar octubre y noviembre presidía la
fría habitación. Se fue lentamente, sin quejarse, con la caída inevitable de
las hojas de otoño. Ella hacía mucho tiempo que sabía que tenía que ser así.
Granada, 1 de noviembre
del año 2016.
Jacinto S. Martín
[1] El Bulli
fue un restaurante de reconocimiento internacional situado en Roses (Girona).
Bajo la dirección de Ferrán Adriá , consiguió una tercera estrella Michelín en
1997.
[2] Vecina
del barrio de Triana en Sevilla.
[3] Ferrer,
derivado de ferrum ´hierro´.
[4] Faena está
usado como sinónimo de trastada, travesura.
Jacinto como siempre conmovedor y cercano.
ResponderEliminarGirocha es un andalucismo que significa 'orondo, ufano,campante'
ResponderEliminarAcababan de arrancar octubre y noviembre presidía la fría habitación. Se fue lentamente, sin quejarse, con la caída inevitable de las hojas de otoño. Ella hacía mucho tiempo que sabía que tenía que ser así.
ResponderEliminarUn retrato entrañable Jacinto ,un abrazo
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