jueves, 15 de junio de 2017

Milesio el escribidor





Mi palabra favorita es ‘ultramarinos’. Tiene latín, historia, mar, tiene América, tiene el aroma de las viejas tiendas. (Arturo Pérez Reverte)

Dictaba por los años sesenta en España el general Franco. Como la gramática estaba rendida ante el personaje, se permitió el lujo de ser un general superlativo: Generalísimo. Hasta las palabras se pliegan ante un dictador. Las cuestiones no son gramaticales, la cuestión siempre es saber quién manda. Todavía los pájaros respiraban pólvora. Los suyos arbitraron dos medidas para sacar al país del subdesarrollo: recibir al turismo mundial y exportar mano de obra a Europa, sobre todo a Alemania y ocasionalmente a Francia para la vendimia. Así ejercíamos de más o menos amables camareros en nuestra casa y de menospreciados trabajadores fuera, sólo apreciados por nuestro trabajo, pero siempre despreciados por nuestro origen.

Manuel, un buen día, viendo que en su casa difícilmente salían adelante, firmó un contrato para trabajar en Hannover (“Janofa”, le dijeron) y en una maleta de cartón ventruda, amarrada con cuerdas, metió sus cosas y  llegó a Barcelona  junto con otros 59 desheredados de la suerte (la buena, claro) en un lento autobús. Luego en un tren, largo de incomprensiones, de injusticias  y de sombras, llegó a “Janofa” dos días después de salir del pueblo en el que quedaron sus padres. Allí los instalaron junto a la estación de ferrocarril en unos barracones de madera pintados de rojo en los que habían colocado unos charnaques de tablas con su colchón de gomaespuma y una taquilla para cada uno de ellos.

Rosario, su madre, le prometió escribirle todas las semanas una carta cuando recibiera las suyas. Como no sabía leer ni escribir, tuvo que acudir a Milesio, el tendero. Milesio leía bien y escribía con una caligrafía primorosa y tenía la información política de lo que ocurría en España gracias a la Pirenaica, la emisora que entre silbido y silbido, al anochecer, contaba la realidad española, que él recogía en una radio de galena. En el pueblo todos sabían que los hermanos Alvite eran republicanos, ellos creían que no.

En la tienda de ultramarinos que Milesio Alvite y su hermano Hernán atendían, sin alterarse demasiado, había sacos de fideos en una sola pieza enredada en mil vueltas, olorosas barricas de arenques procedentes del Báltico, ceretes de higos secos, cajones de madera sujetos en la pared a modo de expositores del hambre, con habicholones, arroces, azúcar, garbanzos, lentejas, habas secas, sal. En la parte derecha de la entrada de la alargada tienda, cinco botes grandes de cristal colocados en doble fila contenían dulces castañas peladas, duras y  sabrosas; peladillas, pasas de Málaga, bolas de anís, caramelos, bellotas, paloduz, nueces. Cinco lámparas mágicas para encender la ilusión del niño que llegaba a comprar, cumpliendo el mandado de la madre. En unas tiras alargadas, pringosas, colgadas del techo, se debatían entre el ser y el no ser decenas de moscas.

Milesio, raro como un gallopedro, vestía siempre un babi crudo color  garbanzo. Las mujeres decían, aunque nunca se averiguó, que no llevaba nada debajo del babi, que iba a culo pajarero. Se manejaba con dificultad detrás del estrecho corredor, cubierto con una plataforma de madera. En la madera gastada del mostrador, junto al gigantesco molinillo rojo de café y a la balanza blanca, se acodaban los clientes, mujeres  y niños. Los hombres nunca iban a la compra. Los representantes y viajantes, que ocupaban siempre la parte izquierda del mismo, ofrecían mercancías y precios al astuto comerciante que hacía cálculos infinitos hasta llegar  a aburrirlos tanto que en alguna ocasión algún viajante, enfadado, le dijo: ‘Amigo que no da y cuchillo que no corta… si se pierde, poco importa’, y se marchó.

-         Mire usted, Milesio, tengo que escribirle a mi Manuel, el que está en Alemania, que ya me ha escrito la primera carta, que cuándo puedo venir. El comerciante miraba la hora en un viejo reloj y respondía:

-         Niña, vente luego antes de que pardee el día.
-         Gracias, a eso de las ocho estoy aquí.
-         Tráete sobre y sello. Yo ya pongo todo lo demás.

    El tendero seguía a lo suyo lentamente, envolviendo con dificultad y perfecta maestría en papel de estraza los paquetes de garbanzos, alubias, azúcar, arroz, o partiendo el bacalao de Terranova con una guillotina, salada por el uso, que iba dejando pizcos de pescado  que entretenían la espera de los numerosos clientes. Sus dedos deformados por la artrosis aún mantenían la habilidad necesaria para liar primorosamente el pedido y para escribir con una perfecta caligrafía, la que le enseñaron los maestros republicanos a una  parte de la disciplinada generación de escolares anterior a la guerra civil.

     Entre el barullo, se oía la voz de una mujer que le entregaba una plancha para que se la arreglara.

-                Que quiero que me la gobierne, que cuándo vengo por ella.
-           Vente mañana, niña, a eso de las diez, diez y media, once, once y media, doce.

   A los niños, que estaban a la espera de la “garrubita”, era a los últimos a los que despachaba.

-Vamos a ver, niña, ¿te has traído el sobre y el sello que te dije?
-          Sí, Milesio, tome usted.

    En el cristal de la izquierda, el escribidor, que era un fiel cofrade de la hermandad del puño, había pegado la tarifa en la que se podía leer: 

                    
Cartas comerciales: 0.50 céntimos
Papeleo del Ayuntamiento: 0.50 céntimos.
Cartas a la familia en España: 0.75 céntimos.
Cartas a la familia en el extranjero: 1 peseta
Cartas de amor: 1.50

Decía Milesio que las cartas de amor costaban más porque  nunca tuvo correspondencia amorosa. Él, cuando veía una mano, sólo veía una mano; no un misterio, y así es muy difícil enamorarse. Era un mozo duro, un solterón, y en estas cartas tenía que fingir siempre un sentimiento que desconocía. Era un poeta de pago, un fingidor, sólo enamorado de las palabras a las que cuidaba como piedras preciosas. En un pequeño bloc de hojas amarillas guardaba las palabras más sonoras, extrañas y hermosas en un perfecto orden ´analfabético´: tahona, Nassau, arepa, Bucaramanga, almirez, escamondar, Bachimba, chilanco, anafre, almez, aljofifa, aulaga, meringote, aldaba, Macondo, antier, talco, alhucema…

 Bueno, niña, empezamos con lo tuyo. Entonces el tendero del babi crudo ponía sobre una tablilla un papel también crudo como el babi. Le ordenaba a Hernán, su hermano, que atendiera a la gente y él comenzaba su trabajo de copista.

-                 Bueno, Rosario, ¿qué le contamos a ese hombre?
-           No sé, Milesio, lo que usted vea bien que es el que sabe.
-         Yo sé cocinar, comprar, lavar, coser, fregar, planchar, recoger el agua para llenar las dos tinajas de la casa, pero me molesta lo negro y no sé escribir. Eso, usted. Lea usted lo que mi hijo me ha escrito y de acuerdo con eso usted inventa la retahíla de palabras, pero, eso sí, me las aliña con sentimiento.

-                ¿Tu niño sabe leer bien, niña?
-          Sí, Milesio. Recuerdo, como si fuera hoy, el día en que mi hijo vino del colegio con fiebre. Me asusté tanto que lo llevé a don Ramón, el médico, que me dijo que no era nada grave, que la fiebre era que iba a romper a leer. Desde entonces lee despacio, pero bien.
-         Bueno, niña, vamos a empezar. ¿Cómo se llama tu hijo?
-         Manuel.
-         ¿Dónde trabaja?
-         En la estación del tren en “Janofa”. Como es fuerte,  desata las cadenas de acero de los vagones que quedan a la espera, y las une a las máquinas que le indican y que llevan las mercancías a su destino. Él dice que es un trabajo fácil, pero que no hay horizontes: un cielo gris surcado por catenarias negras, un suelo rayado por raíles relucientes, vagones de madera y barracones rojos.

-         Tome, usted, Milesio, esta revista que me la ha mandado mi hijo para usted, que dice que a usted le gusta la literatura.

Milesio, dejó la revista aparte como quien no quiere la cosa, abrió un tintero grande con el gurruño de sus dedos, cogió la plumilla, la unió al palillero y empezó el trabajo. Mientras escribía con la mano derecha, con la izquierda se deshollinaba las fosas nasales.

Querido hijo Manuel:
Espero que a la llegada de esta estés bien; nosotros, bien gracias a Dios.
 Dice tu madre que si puedes que te traigas de “Janofa” un aparato para olvidar los malos recuerdos, que vuelvas pronto al sol y al sur y que dejes a esa gente que tendrán dinero, no digo yo que no, pero que están condenados a cubrir sus cabezas toda su vida con un cielo color de ceniza.
Me cuenta tu madre que desde que te fuiste todo se ha entristecido: que tu cama está hecha para la espera, y que  en el clavo de tu alcoba cuelgan sin vida tu macaco y tu capacha.
Me comenta Rosario, tu madre,  que a veces en la noche se pierde en un mismo camino que lleva al pasado, que ya sabes que las placas de la memoria siempre se revelan en la oscuridad, como pasaba en el laboratorio fotográfico de tu abuelo. Añade que no está segura de que sea buen cambio el de cobrar catorce pesetas por un marco, que el trabajo, la soledad y la distancia no se pagan con tan poco.
Tu padre sigue con el mismo malhumor de siempre, me sigue hablando tu madre; me dice que se levanta cada mañana con la jáquima al revés. Que hoy cuando salieron por la puerta falsa del corralón el mulo y él iban de malas. El animal- al ponerle el serón- a patadas ha derribado el muro de separación de los pesebres. De todas maneras tu madre piensa que, conociendo como conoce a tu padre, lleva todas las de perder el mulo.
Me cuenta tu madre que al abuelo, que cada vez tiene más cangrejeras en la piel como olivo viejo,  el gato negro de las sombras lo sigue a todas partes, rozándole los pantalones sigilosamente, pero sin decidirse a darle el zarpazo final.
Rosario me dice que hoy han filtrado y trasvasado el último aceite desde la tinaja a la barrica de loza, y  que la lengua luminosa con reflejos verdes del aceite alumbró la tarde.
Tu madre me pide que des cariñosos recuerdos a todos los paisanos y a todos tus amigos españoles y que tú, Manuel, recibas muchos besos y el afecto invariable de quien tanto te quiere.                                                          
Arahal, 19 de septiembre de 1961                                                                               
Postdata: Dice tu madre que tu padre también te echa mucho de menos, pero que, ya sabes cómo es él,  nunca quiere que asomen sus sentimientos y menos que queden fijos en los papeles.  



        - Milesio, he visto que ha puesto usted ' gracias a Dios', pero en el pueblo dicen que usted es ateo. Y Milesio: ' Mira, niña, yo no es que sea ateo, yo es que en la hora de la misa arreglo dos planchas.

         Al salir de la tienda de ultramarinos después de haber pagado a Milesio Alvite Rus una peseta por el laborioso trabajo, Rosario Lomelino Ferrer miró y remiró el sobre en el que destacaba la perfecta caligrafía del tendero. El escribidor había dejado su maestría de copista:

Beachtung - A la atención del
Sr. Don Manuel García Lomelino
Hauptbahnhof - Estación central de ferrocarril
Hannover (Deutschland)

     Cuando Rosario desapareció por el final de la calle, Milesio Alvite calculó el tiempo que le llevaría llegar ante el buzón de Correos en forma de cabeza de león. Imaginó a Rosario Lomelino repitiendo tres veces: ¡Janofa, Janofa, Janofa! – tal como le habían enseñado cuando era  niña- y santiguándose luego, asombrada ante la magia de las fauces del león que le iba a llevar sus sentimientos a su hijo.

      Sólo entonces, Milesio abrió el sobre que Rosario Lomelino Ferrer le había entregado. En su interior venía una revista con fotografías de una playa nudista. Milesio, con dificultad, salió a la puerta de la tienda, se colocó en  el sardinel de la misma y, rompiendo el silencio encalado, gritó la consigna para que la oyeran todos los hombres de la calle:

¡¡Que hay carne fresca!!


5 comentarios:

  1. - Milesio, he visto que ha puesto usted ' gracias a Dios', pero en el pueblo dicen que usted es ateo. Y Milesio: ' Mira, niña, yo no es que sea ateo, yo es que en la hora de la misa arreglo dos planchas.

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  2. me ha sentado de maravilla leer este relato, me hacia falta emocionalmente relacionarme con mi Arahal que dejé (por no decir abandoné) el dia 6 de junio de 1968.

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    1. Los lugares de nuestra niñez y juventud están siempre, igual que el amigo al que no vemos pero siempre, aun en ausencia, anclado en la amistad.

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  3. He visto que en ingles pone desconocido a mi comentario, me presento soy Miguel Antonio Soria Guillena. Creo que ya esta claro quien soy.

    Quiero decir que aunque la vida ha sido grata conmigo, cree una gran familia, gran esposa, dos hijas buenísimas y dos nietas y un nieto. Nos respeta afortunadamente la salud, pero cuando veo un nombre relacionado con mi Arahal o algún relato aunque sea corto donde aparezca Arahal se me ponen lo vellos de punta y mi corazón palpita fuertemente. Un abrazo


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    1. Las raíces nunca se olvidan. El tiempo pasa, pero el corazón manda.

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