Mi
palabra favorita es ‘ultramarinos’. Tiene latín, historia, mar, tiene América,
tiene el aroma de las viejas tiendas. (Arturo Pérez Reverte)
Dictaba por los años
sesenta en España el general Franco. Como la gramática estaba rendida ante el
personaje, se permitió el lujo de ser un general superlativo: Generalísimo.
Hasta las palabras se pliegan ante un dictador. Las cuestiones no son
gramaticales, la cuestión siempre es saber quién manda. Todavía los
pájaros respiraban pólvora. Los suyos arbitraron dos medidas para sacar al país
del subdesarrollo: recibir al turismo mundial y exportar mano de obra a Europa,
sobre todo a Alemania y ocasionalmente a Francia para la vendimia. Así
ejercíamos de más o menos amables camareros en nuestra casa y de menospreciados
trabajadores fuera, sólo apreciados por nuestro trabajo, pero siempre despreciados
por nuestro origen.
Manuel,
un buen día, viendo que en su casa difícilmente salían adelante, firmó un
contrato para trabajar en Hannover (“Janofa”, le dijeron) y en una maleta de
cartón ventruda, amarrada con cuerdas, metió sus cosas y llegó a Barcelona junto con otros 59 desheredados de la suerte (la buena,
claro) en un lento autobús. Luego en un tren, largo
de incomprensiones, de injusticias y de
sombras, llegó a “Janofa” dos días después de salir del pueblo en el que
quedaron sus padres. Allí los instalaron junto a la estación de ferrocarril en
unos barracones de madera pintados de rojo en los que habían colocado unos charnaques
de tablas con su colchón de gomaespuma y una taquilla para cada uno de ellos.
Rosario,
su madre, le prometió escribirle todas las semanas una carta cuando recibiera
las suyas. Como no sabía leer ni escribir, tuvo que acudir a Milesio, el
tendero. Milesio leía bien y escribía con una caligrafía primorosa y tenía la
información política de lo que ocurría en España gracias a la Pirenaica, la
emisora que entre silbido y silbido, al anochecer, contaba la realidad española, que él recogía en una radio de galena. En el pueblo todos sabían que los
hermanos Alvite eran republicanos, ellos creían que no.
En
la tienda de ultramarinos que Milesio Alvite y su hermano Hernán atendían, sin
alterarse demasiado, había sacos de fideos en una sola pieza enredada en mil
vueltas, olorosas barricas de arenques procedentes del Báltico, ceretes de
higos secos, cajones de madera sujetos en la pared a modo de expositores del
hambre, con habicholones, arroces, azúcar, garbanzos, lentejas, habas secas,
sal. En la parte derecha de la entrada de la alargada tienda, cinco botes
grandes de cristal colocados en doble fila contenían dulces castañas peladas,
duras y sabrosas; peladillas, pasas de
Málaga, bolas de anís, caramelos, bellotas, paloduz, nueces. Cinco lámparas
mágicas para encender la ilusión del niño que llegaba a comprar, cumpliendo el
mandado de la madre. En unas tiras alargadas, pringosas, colgadas del techo, se
debatían entre el ser y el no ser decenas de moscas.
Milesio,
raro como un gallopedro, vestía siempre un babi crudo color garbanzo. Las mujeres decían, aunque nunca se
averiguó, que no llevaba nada debajo del babi, que iba a culo pajarero. Se
manejaba con dificultad detrás del estrecho corredor, cubierto con una plataforma
de madera. En la madera gastada del mostrador, junto al gigantesco molinillo rojo
de café y a la balanza blanca, se acodaban los clientes, mujeres y niños. Los hombres nunca iban a la compra.
Los representantes y viajantes, que ocupaban siempre la parte izquierda del mismo,
ofrecían mercancías y precios al astuto comerciante que hacía cálculos infinitos
hasta llegar a aburrirlos tanto que en
alguna ocasión algún viajante, enfadado, le dijo: ‘Amigo que no da y cuchillo
que no corta… si se pierde, poco importa’, y se marchó.
-
Mire usted, Milesio, tengo que
escribirle a mi Manuel, el que está en Alemania, que ya me ha escrito la
primera carta, que cuándo puedo venir. El comerciante miraba la hora en un
viejo reloj y respondía:
-
Niña, vente luego antes de que pardee el
día.
-
Gracias, a eso de las ocho estoy aquí.
-
Tráete sobre y sello. Yo ya pongo todo
lo demás.
El tendero seguía a lo
suyo lentamente, envolviendo con dificultad y perfecta maestría en papel de
estraza los paquetes de garbanzos, alubias, azúcar, arroz, o partiendo el
bacalao de Terranova con una guillotina, salada por el
uso, que iba dejando pizcos de pescado que entretenían la espera de los numerosos
clientes. Sus dedos deformados por la artrosis aún mantenían la habilidad
necesaria para liar primorosamente el pedido y para escribir con una perfecta
caligrafía, la que le enseñaron los maestros republicanos a una parte de la disciplinada generación de
escolares anterior a la guerra civil.
Entre el barullo, se oía la voz de una mujer
que le entregaba una plancha para que se la arreglara.
- Que quiero que me la gobierne, que cuándo vengo por ella.
- Vente mañana, niña, a eso de las diez,
diez y media, once, once y media, doce.
A los niños, que estaban
a la espera de la “garrubita”, era a los últimos a los que despachaba.
-Vamos a ver, niña, ¿te
has traído el sobre y el sello que te dije?
- Sí, Milesio, tome usted.
En el cristal de la
izquierda, el escribidor, que era un fiel cofrade de la hermandad del puño,
había pegado la tarifa en la que se podía leer:
Cartas comerciales:
0.50 céntimos
Papeleo del
Ayuntamiento: 0.50 céntimos.
Cartas a la familia en
España: 0.75 céntimos.
Cartas a la familia en
el extranjero: 1 peseta
Cartas de amor: 1.50
Decía
Milesio que las cartas de amor costaban más porque nunca tuvo correspondencia amorosa. Él, cuando
veía una mano, sólo veía una mano; no un misterio, y así es muy difícil
enamorarse. Era un mozo duro, un solterón, y en estas cartas tenía que fingir
siempre un sentimiento que desconocía. Era un poeta de pago, un fingidor, sólo
enamorado de las palabras a las que cuidaba como piedras preciosas. En un
pequeño bloc de hojas amarillas guardaba las palabras más sonoras, extrañas y hermosas en un
perfecto orden ´analfabético´: tahona, Nassau, arepa, Bucaramanga, almirez, escamondar, Bachimba,
chilanco, anafre, almez, aljofifa, aulaga, meringote, aldaba, Macondo, antier, talco, alhucema…
Bueno, niña, empezamos con lo tuyo. Entonces
el tendero del babi crudo ponía sobre una tablilla un papel también crudo como
el babi. Le ordenaba a Hernán, su hermano, que atendiera a la gente y él
comenzaba su trabajo de copista.
- Bueno, Rosario, ¿qué le contamos a ese
hombre?
- No sé, Milesio, lo que usted vea bien
que es el que sabe.
-
Yo sé cocinar, comprar, lavar, coser,
fregar, planchar, recoger el agua para llenar las dos tinajas de la casa, pero me molesta lo negro y no sé escribir. Eso, usted. Lea usted lo que mi hijo me ha escrito y de acuerdo
con eso usted inventa la retahíla de palabras, pero, eso sí, me las aliña con sentimiento.
- ¿Tu niño sabe leer bien, niña?
-
Sí,
Milesio. Recuerdo, como si fuera hoy, el día en que mi hijo vino del colegio con
fiebre. Me asusté tanto que lo llevé a don Ramón, el médico, que me dijo que no
era nada grave, que la fiebre era que iba a romper a leer. Desde entonces lee
despacio, pero bien.
-
Bueno, niña, vamos a empezar. ¿Cómo se
llama tu hijo?
-
Manuel.
-
¿Dónde trabaja?
-
En la estación del tren en “Janofa”.
Como es fuerte, desata las cadenas de
acero de los vagones que quedan a la espera, y las une a las máquinas que le
indican y que llevan las mercancías a su destino. Él dice que es un trabajo
fácil, pero que no hay horizontes: un cielo gris surcado por catenarias negras,
un suelo rayado por raíles relucientes, vagones de madera y barracones rojos.
-
Tome, usted, Milesio, esta revista que me
la ha mandado mi hijo para usted, que dice que a usted le gusta la literatura.
Milesio, dejó la
revista aparte como quien no quiere la cosa, abrió un tintero grande con el gurruño de sus dedos, cogió la
plumilla, la unió al palillero y empezó el trabajo. Mientras escribía con la mano derecha, con la izquierda se deshollinaba las fosas nasales.
Querido
hijo Manuel:
Espero que a la llegada de esta estés
bien; nosotros, bien gracias a Dios.
Dice tu madre que si puedes que te traigas de “Janofa”
un aparato para olvidar los malos recuerdos, que vuelvas pronto al sol y al sur
y que dejes a esa gente que tendrán dinero, no digo yo que no, pero que están
condenados a cubrir sus cabezas toda su vida con un cielo color de ceniza.
Me
cuenta tu madre que desde que te fuiste todo se ha entristecido: que tu cama está
hecha para la espera, y que en el clavo
de tu alcoba cuelgan sin vida tu macaco y tu capacha.
Me
comenta Rosario, tu madre, que a veces
en la noche se pierde en un mismo camino que lleva al pasado, que ya
sabes que las placas de la memoria siempre se revelan en la oscuridad, como
pasaba en el laboratorio fotográfico de tu abuelo. Añade que no está segura de
que sea buen cambio el de cobrar catorce pesetas por un marco, que el trabajo, la
soledad y la distancia no se pagan con tan poco.
Tu
padre sigue con el mismo malhumor de siempre, me sigue hablando tu madre; me
dice que se levanta cada mañana con la jáquima al revés. Que hoy cuando
salieron por la puerta falsa del corralón el mulo y él iban de malas. El animal-
al ponerle el serón- a patadas ha derribado el muro de separación de los
pesebres. De todas maneras tu madre piensa que, conociendo como conoce a tu
padre, lleva todas las de perder el mulo.
Me
cuenta tu madre que al abuelo, que cada vez tiene más cangrejeras en la piel
como olivo viejo, el gato negro de las
sombras lo sigue a todas partes, rozándole los pantalones sigilosamente, pero
sin decidirse a darle el zarpazo final.
Rosario
me dice que hoy han filtrado y trasvasado el último aceite desde la tinaja a la
barrica de loza, y que la lengua
luminosa con reflejos verdes del aceite alumbró la tarde.
Tu
madre me pide que des cariñosos recuerdos a todos los paisanos y a todos tus
amigos españoles y que tú, Manuel, recibas muchos besos y el afecto invariable
de quien tanto te quiere.
Arahal,
19 de septiembre de 1961
Postdata:
Dice tu madre que tu padre también te echa mucho de menos, pero que, ya sabes
cómo es él, nunca quiere que asomen sus
sentimientos y menos que queden fijos en los papeles.
- Milesio, he visto que ha puesto usted ' gracias a Dios', pero en el pueblo dicen que usted es ateo. Y Milesio: ' Mira, niña, yo no es que sea ateo, yo es que en la hora de la misa arreglo dos planchas.
Al salir de la tienda de ultramarinos después de haber pagado a Milesio Alvite Rus una peseta por el laborioso trabajo, Rosario Lomelino Ferrer miró y remiró el sobre en el que destacaba la perfecta caligrafía del tendero. El escribidor había dejado su maestría de copista:
Beachtung
- A la atención del
Sr.
Don Manuel García Lomelino
Hauptbahnhof
- Estación central de ferrocarril
Hannover
(Deutschland)
Cuando Rosario
desapareció por el final de la calle, Milesio Alvite calculó el tiempo que le
llevaría llegar ante el buzón de Correos en forma de cabeza de león. Imaginó a
Rosario Lomelino repitiendo tres veces: ¡Janofa, Janofa, Janofa! – tal como le
habían enseñado cuando era niña- y
santiguándose luego, asombrada ante la magia de las fauces del león que le iba a
llevar sus sentimientos a su hijo.
Sólo entonces, Milesio abrió
el sobre que Rosario Lomelino Ferrer le había entregado. En su interior venía
una revista con fotografías de una playa nudista. Milesio, con dificultad,
salió a la puerta de la tienda, se colocó en
el sardinel de la misma y, rompiendo el silencio encalado, gritó la
consigna para que la oyeran todos los hombres de la calle:
¡¡Que hay carne fresca!!
- Milesio, he visto que ha puesto usted ' gracias a Dios', pero en el pueblo dicen que usted es ateo. Y Milesio: ' Mira, niña, yo no es que sea ateo, yo es que en la hora de la misa arreglo dos planchas.
ResponderEliminarme ha sentado de maravilla leer este relato, me hacia falta emocionalmente relacionarme con mi Arahal que dejé (por no decir abandoné) el dia 6 de junio de 1968.
ResponderEliminarLos lugares de nuestra niñez y juventud están siempre, igual que el amigo al que no vemos pero siempre, aun en ausencia, anclado en la amistad.
EliminarHe visto que en ingles pone desconocido a mi comentario, me presento soy Miguel Antonio Soria Guillena. Creo que ya esta claro quien soy.
ResponderEliminarQuiero decir que aunque la vida ha sido grata conmigo, cree una gran familia, gran esposa, dos hijas buenísimas y dos nietas y un nieto. Nos respeta afortunadamente la salud, pero cuando veo un nombre relacionado con mi Arahal o algún relato aunque sea corto donde aparezca Arahal se me ponen lo vellos de punta y mi corazón palpita fuertemente. Un abrazo
Las raíces nunca se olvidan. El tiempo pasa, pero el corazón manda.
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