lunes, 25 de marzo de 2024

UN CITROËN NEGRO RUMBO A CÁDIZ (SEGUNDA PARTE)

 



UN CITROËN NEGRO RUMBO A CÁDIZ (SEGUNDA PARTE)


El pasado no pasa nunca. Si hay algo que no pasa es el pasado. Está siempre. Somos memoria de nosotros mismos. Somos la memoria que tenemos. (José Saramago)



UN CITROËN NEGRO RUMBO A CÁDIZ (SEGUNDA PARTE)

A la memoria de mis padres y a mis hermanos Servando, Rafael y Amparo

Se oía lejana la conversación de los cuatro hombres: el capitán Crispín, mi padre, Vera y el cabo, al que el capitán, al entrar, le ordenó cortante un ‘destóquese’. El atribulado cabo saludó todo lo marcial que pudo, entrechocando los talones de tal forma que se hizo daño en los tobillos. Luego se quitó el tricornio. Un círculo rojo rodeaba su cabeza. Cabo, parece usted San Antonio, dijo el capitán.

Las palabras entrecortadas que venían de la comandancia chocaban con un eco metálico - como en un sueño -  contra la chapa del Citroën, en el que esperaba toda la tropa de niños y mujeres, inquieta y acalorada. Un blablablá ininteligible llegaba hasta el coche trufado por la risa de mi padre que en la cima fugaz de la felicidad trataba al capitán como si hubiera sido amigo de toda la vida.

Un tal que estar, tal que estar, tal que estar, nos llevó más de hora y media. Por fin llegó el trío: mi padre, Vera y el cabo, que habían sido recibidos amablemente, pero ‘a palo seco’.

Entró primero Manolo y se sentó frente al volante, enorme como una rueda de churros; luego, mi padre dejó pasar al cabo con un “pase usted, Eulogio”. El cabo reaccionó con un cierto malhumor: “¡Mi nombre es Demetrio Rodríguez Riaño, para servir a Dios y a España!”.

 - Usted dirá lo que quiera que para eso somos libres, pero usted, mi cabo, tiene cara de llamarse Eulogio - dijo mi padre y comenzó a fumar un “Caldo de Gallina”.

El cabo Demetrio, algo humillado por la visita al capitán Crispín, se reafirmó en que su nombre era ese, y malhumorado dijo: “Hay días en que uno querría ser de vino y beberse y desaparecer”…

Y mi padre: “Usted perdone, Eulogio”, y siguió fumando.

Inmediatamente mi padre le ordenó a Manolo que nos llevara a la ciudad de las bodegas, a la ciudad en donde hasta la sombra de las callejas sabe a vino.

-         ¡Despacito y buena letra! ¡No hay prisa! ¡No hay prisa!

-         ¿No hay prisa?, comentó en voz baja mi madre, y luego: ‘Jacinto, los niños tendrán que comer algo’.

-         Ahora, ahora en Jerez. Dale mientras los filetes empanados que llevas ahí en la cesta.

El Citroën negro destacaba – piano, piano – como un cuervo rodante por las tierras albarizas de Jerez de la Frontera. Los racimos de los viñedos lucían esplendorosos a la espera de un futuro líquido inmejorable.

Todos comíamos. Mi madre comentaba con Manola, mientras devoraba con rapidez tres filetes empanados: “Esta es mi enfermedad, hija”, necesito comer con demasiada frecuencia. Los tres niños jugaban con la comida y  se arrastraban por las alfombrillas de la “voiture”. Hubo un momento en que el movimiento de los labios de todos era tan acompasado que el coche parecía una granja de conejos.

-         Manolo, pásate por San Fernando, para que todos vean el paisaje faraónico de las pirámides de sal y los esteros rezumando azul de mar.

El Citroën negro, lento como una cofradía sevillana, destacaba entre la espiritual blancura de las salinas como en un ajedrezado paisaje: un solitario rey  negro acosado por un ejército blanco entre los escaques de los esteros.

Y por fin… Jerez de la Frontera, cuna del vino. Entramos por la amplia avenida con la que la ciudad de las bodegas recibe a todos los viajeros.

-         Vamos al centro y comemos algo, ordenó mi padre, y Manolo Vera nos aparcó junto a un lujoso restaurante.

Nada más entrar, mi padre se acercó a uno de los camareros y le dio un billete de 100 pesetas con la cara de Falla, para allanar el servicio.

Cada uno pidió lo que quiso: Eulogio-Demetrio un codillo con patatas, Manolo, su hermana  y Manola, una fritura variada con lechugas. Mi padre se entretenía con una cigala con mayonesa y una ensalada de tomates. Mi madre acabó con rapidez con un filete de ternera, un plato de patatas fritas y unas gambitas al ajillo. Yo comí lo mismo que mi madre. Mis hermanos comieron un filete con patatas; los niños un platillo de patatas con huevo.

A mediados de la comida, mi padre, libre como el viento e imprevisible siempre, se levantó con el plato de tomates, rodeó la mesa que parecía haber sido colocada por Leonardo da Vinci (éramos 13 y la mesa alargada), y se lo echó  con su tenedor al plato de Manolo Vera. Después le quitó las lechugas del plato. Me voy a llevar yo la lechuga. Quédate tú con los tomates, que yo no soy un grillo. Vera se sonrió.

Cuando a mi padre le pareció llamó al camarero del “Falla” y le pidió amable que trajese tres botellas de Tío Pepe y tres platos de jamón. Le comentó al camarero: ‘De jamón y de vino bueno, no se ha muerto nadie’. Y luego, después de una inútil lucha con  la cigala, le dijo:

-         ¡Maestro, péleme usted el bicho!

Ya estábamos todos casi acabando cuando mi madre, con prisas siempre:

-         Jacinto, ¿cuándo vas a terminar?

-         Espérate, mujer. ¡Qué prisa hay! Aquí estoy dándole coba al bicho.

Por fin, después de hora y media, tomamos el postre. Mi padre pagó, nos levantamos y nos fuimos de nuevo al Citroën negro.

Mi madre comentó cuando salíamos del restaurante:

-         Con el tiempo de viaje que llevamos, ya podríamos haber llegado a Nueva York.

-         Mira que esta mujer, dijo mi padre. ¡Qué prisa hay! Además donde esté Cádiz que se quite Nueva York. La playa de Santa María vale más que Manhattan.

-          Y partimos rumbo a Cadiz, la estrella de los mares, el paraíso del Sur.


Granada, 25 de marzo del año 2024.

Jacinto S. Martín.

 

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