UN CITROËN NEGRO RUMBO A CÁDIZ (SEGUNDA PARTE)
El pasado no pasa nunca. Si hay algo que no pasa es el pasado. Está siempre. Somos memoria de nosotros mismos. Somos la memoria que tenemos. (José Saramago)
UN CITROËN NEGRO RUMBO A CÁDIZ (SEGUNDA PARTE)
A la memoria de mis padres y a mis hermanos Servando, Rafael y Amparo
Se oía lejana la conversación de los cuatro hombres: el
capitán Crispín, mi padre, Vera y el cabo, al que el capitán, al entrar, le
ordenó cortante un ‘destóquese’. El atribulado cabo saludó todo lo marcial que
pudo, entrechocando los talones de tal forma que se hizo daño en los tobillos.
Luego se quitó el tricornio. Un círculo rojo rodeaba su cabeza. Cabo, parece
usted San Antonio, dijo el capitán.
Las palabras entrecortadas que venían de la comandancia
chocaban con un eco metálico - como en un sueño - contra la chapa del Citroën, en el que
esperaba toda la tropa de niños y mujeres, inquieta y acalorada. Un blablablá
ininteligible llegaba hasta el coche trufado por la risa de mi padre que en la
cima fugaz de la felicidad trataba al capitán como si hubiera sido amigo de
toda la vida.
Un tal que estar, tal que estar, tal que estar, nos llevó más
de hora y media. Por fin llegó el trío: mi padre, Vera y el cabo, que habían
sido recibidos amablemente, pero ‘a palo seco’.
Entró primero Manolo y se sentó frente al volante, enorme
como una rueda de churros; luego, mi padre dejó pasar al cabo con un “pase
usted, Eulogio”. El cabo reaccionó con un cierto malhumor: “¡Mi nombre es
Demetrio Rodríguez Riaño, para servir a Dios y a España!”.
- Usted dirá lo que
quiera que para eso somos libres, pero usted, mi cabo, tiene cara de llamarse
Eulogio - dijo mi padre y comenzó a fumar un “Caldo de Gallina”.
El cabo Demetrio, algo humillado por la visita al capitán
Crispín, se reafirmó en que su nombre era ese, y malhumorado dijo: “Hay días en
que uno querría ser de vino y beberse y desaparecer”…
Y mi padre: “Usted perdone, Eulogio”, y siguió fumando.
Inmediatamente mi padre le ordenó a Manolo que nos llevara a
la ciudad de las bodegas, a la ciudad en donde hasta la sombra de las callejas
sabe a vino.
-
¡Despacito
y buena letra! ¡No hay prisa! ¡No hay prisa!
-
¿No
hay prisa?, comentó en voz baja mi madre, y luego: ‘Jacinto, los niños tendrán
que comer algo’.
-
Ahora,
ahora en Jerez. Dale mientras los filetes empanados que llevas ahí en la cesta.
El Citroën negro destacaba – piano, piano – como un cuervo
rodante por las tierras albarizas de Jerez de la Frontera. Los racimos de los
viñedos lucían esplendorosos a la espera de un futuro líquido inmejorable.
Todos comíamos. Mi madre comentaba con Manola, mientras
devoraba con rapidez tres filetes empanados: “Esta es mi enfermedad, hija”,
necesito comer con demasiada frecuencia. Los tres niños jugaban con la comida
y se arrastraban por las alfombrillas de
la “voiture”. Hubo un momento en que el movimiento de los labios de todos era
tan acompasado que el coche parecía una granja de conejos.
-
Manolo,
pásate por San Fernando, para que todos vean el paisaje faraónico de las
pirámides de sal y los esteros rezumando azul de mar.
El Citroën negro, lento como una cofradía sevillana,
destacaba entre la espiritual blancura de las salinas como en un ajedrezado
paisaje: un solitario rey negro acosado
por un ejército blanco entre los escaques de los esteros.
Y por fin… Jerez de la Frontera, cuna del vino. Entramos por
la amplia avenida con la que la ciudad de las bodegas recibe a todos los
viajeros.
-
Vamos
al centro y comemos algo, ordenó mi padre, y Manolo Vera nos aparcó junto a un
lujoso restaurante.
Nada más entrar, mi padre se acercó a uno de los camareros y
le dio un billete de 100 pesetas con la cara de Falla, para allanar el
servicio.
Cada uno pidió lo que quiso: Eulogio-Demetrio un codillo con
patatas, Manolo, su hermana y Manola,
una fritura variada con lechugas. Mi padre se entretenía con una cigala con
mayonesa y una ensalada de tomates. Mi madre acabó con rapidez con un filete de
ternera, un plato de patatas fritas y unas gambitas al ajillo. Yo comí lo mismo
que mi madre. Mis hermanos comieron un filete con patatas; los niños un
platillo de patatas con huevo.
A mediados de la comida, mi padre, libre como el viento e
imprevisible siempre, se levantó con el plato de tomates, rodeó la mesa que
parecía haber sido colocada por Leonardo da Vinci (éramos 13 y la mesa
alargada), y se lo echó con su tenedor al
plato de Manolo Vera. Después le quitó las lechugas del plato. Me voy a llevar yo
la lechuga. Quédate tú con los tomates, que yo no soy un grillo. Vera se
sonrió.
Cuando a mi padre le pareció llamó al camarero del “Falla” y
le pidió amable que trajese tres botellas de Tío Pepe y tres platos de jamón.
Le comentó al camarero: ‘De jamón y de vino bueno, no se ha muerto nadie’. Y
luego, después de una inútil lucha con
la cigala, le dijo:
-
¡Maestro,
péleme usted el bicho!
Ya estábamos todos casi acabando cuando mi madre, con prisas
siempre:
-
Jacinto,
¿cuándo vas a terminar?
-
Espérate,
mujer. ¡Qué prisa hay! Aquí estoy dándole coba al bicho.
Por fin, después de hora y media, tomamos el postre. Mi padre
pagó, nos levantamos y nos fuimos de nuevo al Citroën negro.
Mi madre comentó cuando salíamos del restaurante:
-
Con
el tiempo de viaje que llevamos, ya podríamos haber llegado a Nueva York.
-
Mira
que esta mujer, dijo mi padre. ¡Qué prisa hay! Además donde esté Cádiz que se
quite Nueva York. La playa de Santa María vale más que Manhattan.
- Y partimos rumbo a Cadiz, la estrella de los mares, el paraíso del Sur.
Granada, 25 de marzo del año 2024.
Jacinto S. Martín.
La playa de Santa María vale más que Manhattan.
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