viernes, 23 de abril de 2021

Rebeldes sin causa




«Lo más importante que aprendí después de los cuarenta años fue a decir no cuando es no.» [García Márquez]

Aquella mañana de mediados de diciembre, la muchachada se había levantado jodona y molestosa. Olía a mantecado envuelto en la gasa de la niebla. Aunque habían pactado que la «pastorada» sería mínimamente irrespetuosa el día determinado por las autoridades del establecimiento, lo incumplieron. El director, que andaba caviloso, predijo como vidente ciego que no ocurría nada. En su posterior nerviosismo repetía: «vamos, esto es una cosa quequequequeque.»

 Pero diez días antes del descanso oficial, que interrumpía las perpetuas vacaciones de muchos de ellos, el colectivo decidió la bronca. Era lo acostumbrado al aproximarse las vacaciones de Navidad: abandonar las aulas, ocupar los pasillos y huir de la sabiduría hasta el mes de enero. Luego intentaron salir de la pecera en que la vieja institución se había convertido desde que instalaron el molesto cierre de cristal que daba acceso a la casa. No estaban dispuestos a hacer buena la sentencia de García Márquez: "Nacemos parados entre la identidad y el olvido". Hoy aún tenían la identidad del colectivo, el olvido vendría después.

En años anteriores se habían limitado a romper los armarios, que aparcaron en los pasillos, rompieron cerraduras, grafitearon las puertas de las aulas, insultaron a los profesores que encontraron por los pasillos, volcaron papeleras o interrumpieron una representación teatral. ¡Poca cosa!

Se sobresaltaron las autoridades del establecimiento. La simbólica revuelta frente a la desechada acumulación de cultura, viejo truco de la clase media española, se producía una sola vez al año. Ya la muchachada había ocupado las escaleras de mármol del palacete-instituto. Se aculaban en la misma por decenas, impidiendo el paso. Se movían inquietos como gallinas en corral a la hora del pienso, chillaban y cantaban cansinamente, a voz en grito:" 'abajaban' los pastores por el monte de Belén".

 Frente a la inútil obediencia solitaria,  habían elegido una forma solemne de inconducta, una juvenil indecencia en vez de una docencia-decencia acordada. El fuerte sudor de revuelta perfumaba toda la casa. Ante ellos, tres actores, el director, el vicedirector del mismo y el «silenciero», se empeñaban en vano en restablecer el orden. 

El colectivo seguía las instrucciones precisas de un pequeño grupo de cabecillas que, sin propósito fijo como matadores de brújulas, vagaban por la institución seguidos de la indisciplinada y al mismo tiempo disciplinada tropa. Una informe masa de alumnos, una «alumnosa», y el triunvirato directivo mantenían la vieja dialéctica del imán y las limaduras, ataque y defensa, pelota y pared.

 La muchachada irrespetuosa demostró el fracaso educativo mentando a gritos a las mamás de los miembros de la junta directiva. Los maleducados educandos lo hacían acompasados en cinco sílabas como los hinchas en un campo de fútbol, auténtica barra brava. La razón segrega a través del lenguaje una arquitectura satisfactoria, Se notaba que había sido notable la bebedera. 

Cuentan que el vicedirector corría detrás de los jefes de la revuelta, escaleras arriba, con una forma envidiable. Algunos en la carrera cayeron al suelo: un «alumnizaje» perfecto. Después de recibidos los insultos, desemantizados eso sí, la muchachada irresponsable y jodona pudo por fin salir a la calle, respirar el aire húmedo de la mañana y comprobar que la libertad siempre está acurrucada detrás de un grito.

 El profesorado contempló la jugada con la indiferencia hostil de quien no se siente compañero de aquel que sólo actúa como «sibwanista» de la Administración. Así que se convirtió en espectador de lujo de la pastorada. Aquello ya duraba más de lo que debería. Se había detenido el tiempo, un bicho que normalmente anda y anda y anda...

 En la sala de profesores, hacían memoria del profesor Gaztelu., alto, de cabeza plateada (un silver fox) que corría detrás de los «pastores» en los años anteriores a éste y que se enfrentaba a las masas, abriendo los brazos, impidiendo la salida, evitando la estampida del ganado, crucificado por los insultos y devolviéndolos en un perfecto y comprensible lenguaje de taberna.

 Después de la revuelta, encargaron al silenciero o jefe de estudios protocolizar los procesos contra los cabecillas de la misma. Su trabajo fue inmenso y su castigo terrible. Algunos fueron condenados a limpiar los cristales de las ventanas de los patios. Trabajo duro y educativo, cien por cien. 

El director de la institución proclamó en el claustro: «La disciplina, si se compara con la de otros centros, es buena dentro de lo que cabe». Los profesores no dijeron ni sí, ni no, sino todo lo contrario. En el fondo a la gente le gusta que la engañen. Como estaba sentado cerca de uno de los aspirantes a mejor vida, un futuro integrante de la clase pasiva, oí que decía: «Aquí lo único que anda mal es todo».

 El alegre compañero continuó pronosticando el tramo de silencio del futuro: «Pasado el tiempo estos jóvenes de la revuelta pastoril acabarán por terminar sus licenciaturas. Luego tendrán que emigrar y ocupar los puestos de trabajo que se les ofrezcan en Nueva York, Chicago, Pekín, Kuala Lumpur, Singapur,  Dubái, Hong-Kong... 

Recordarán la “pastorada” con lágrimas de nostalgia en los ojos, mientras cuelgan de un andamio a la altura del piso 77, limpiando los cristales de las oficinas, infames de luz de neón, de las lujosas avenidas.

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