domingo, 25 de abril de 2021

La lujuria, flor de verano

 





A mi hermano Rafael que me pidió que la contara

La increíble y extraña historia de Pepita del Río

 «La codicia arroja hondo y crece con raíces más perversas que la lujuria, flor de verano.» [W. Shakespeare]

 Estamos a la temperatura del frito. El olvidado pueblo del Sur, en su luminosa ardentía, es un inmenso hormiguero por donde se extiende un rumor cálido: a la nieta de la Corcheta se le ha quedado un condón dentro y Juan el panadero ha tenido un accidente con el «bemeuve» de su padre cuando iba a Antequera. 

Una flama insoportable, arrastrada por el solano, amenaza con incendiarlo todo, hasta los últimos escándalos. La luminosa presencia asfixia las almas, hierve en la cabeza, reverbera en los espejos blancos de cal de las paredes y salta de una casa a otra: todo se enrojece en este disimulado desierto que hace «caslear» la vida. 

 El perro del verano ruge, se agiganta, asola las calles, se instala en el albero de las plazas, muerde en las esquinas. La gente, que ha huido del flamígero ángel de la calina, busca el nuevo paraíso de la alcoba en sombra, la momentánea frescura de las sábanas limpias, el agua del búcaro, el frescor ascendente del suelo recién regado.

 Es la plaga de la pascua de fuego, que te romperá en mil fragmentos rojos si no cierras las puertas de la casa, si no adormeces en sombras el zaguán, si no silencias el aire, si no echas en el patio la vela, amenazada por el viento como en una tempestad marina, musicando metálicamente una lejana nostalgia azul. 

Esta latencia mínima de la vida nos convierte en supervivientes en obligada estivación. La mosca de la siesta reina en esta noche impuesta en donde todos somos virtuales alimentos a punto de ser cocidos. Este inmenso bostezo rojo, que seca las pitas, el maíz, el campo, todo, se perfuma con olor a café y se amiga con una leve conversación en la que se asusta a los niños de la casa con la llegada de los caniculares.

 Las dentelladas amarillentas del enemigo rojo no logran su objetivo y ceden lentamente al atardecer, hasta disolverse en anaranjados, verdes, tenues azules, difuminados violetas y desvaídos añiles. Se ansía la llegada de la luna llena, de la noche cruzada en blanco por la lechuza, de la brisa fresca que ponga bálsamo a la tierra cauterizada.

 En esta soledad impuesta se hace rojo el deseo. Pepita acaba de lavarse y ha terminado con la última caja de polvos de talco. En el pueblo, todo el mundo sabe que tiene la entrepierna estrecha y necesita una especial higiene con jabón de La Toja y muchos polvos. Luego los polvos le apaciguan el permanente hormigueo en las ingles. Todos lo saben menos don José, el cura, que le ha prohibido ir a comulgar por el centro de la iglesia, pues deja una estela blanca sobre la alfombra roja. 

Cubierto el cupo religioso, nuestra heroína ha bajado a la oficina, ha cuadrado la contabilidad hasta el último céntimo, ha puesto perejil al San Pancracio de la caja fuerte y se ha dirigido a la oficina de Correos. 

Lentamente, en la atardecida, sus pasos resuenan con fuerza. El pueblo blanco es un solitario paraíso en el que la mayoría de sus habitantes son millonarios en esperanza, porque nunca consiguieron nada: el campo duerme al raso. 

Frasco, uno de ellos, nos contó que, cuando chico, soñaba todas las noches con ser hucha del Domund, para que la gente se acercara y le echara monedas por la raja de la cabeza: ¡una cabeza de chino llena de euros! 

En este solitario Edén atado a la aceituna, el eco multiplicaba en los adoquines de granito los pasos de Pepita. Hacía tanto calor que la nominera tuvo que quitarse las gafas metálicas para no quemarse la nariz. Cruzó solitario un «mallete», con las manos atrás, y la saludó guturalmente con un ¡jaaay!

 El reloj dio las ocho. Las cigüeñas levantaron el vuelo. Empezaron a regar el albero de la plaza: un vapor caliente temblaba y ascendía como ofrenda al dios del sol. En ese momento, oliendo a Varón Dandy, Gaudencio, bisojo, negro como un tordo y más grande que un hastial, pasó por la plaza con lentitud y torpeza, dejando dos huellas en el albero que se llenaron de agua. Luego fue dejando las marcas amarillentas en la acera —como un Pulgarcito gigante— hasta su lugar de trabajo. A Gaudencio lo habían enchufado en Correos y hacia allí iba para ordenar las sacas de reparto del día siguiente. Como no era egoísta para el trabajo, se acercaba sin prisas y con desgana a su destino. Arrastraba la infinita tristeza de quien sabe que le faltan veinte reales para tener un duro. 

Cuando ya entraba, vio venir a lo lejos a Pepita, hermosa, limpia como la espalda de un violín, empolvada, con sus sesenta y cinco años bien llevados, tarareando el «te ofrecemos, Señor, nuestra juventud», que acababa de cantar en la misa de siete. 

Gaudencio no podía soportar el soplo ardiente del viento. Ordenó la mesa de don Rufino, que aún dormía, ¡para eso era el jefe!, trasteó en los cajones del mostrador y apiló las últimas cartas que quedaban en el buzón principal. Luego se asomó por el cierro y vio el primor de mujer que se acercaba, fresca como una rosa, chispeante de vida, segura, pisando fuerte... Gaudencio Puerto sentía la sensación adánica de la primera visión femenina. La vida es el deseo y el deseo es oscuro. Una rápida turbación de la poco cultivada conciencia le llevó a maquinar una estratagema de serpiente.

 Lo que tenga que ser, será —pensó—. Gaudencio Puerto Roca nunca lo supo, pero su destino se decidía en ese instante. Vio la saca en el suelo junto al metálico apartado 333 al que se dirigía Pepita. Dispuesto a todo, utilizó la mugrienta saca como banquillo y se subió encima, no sin dificultad, de manera que el bajo vientre —inflamado por la emoción— se situó justo enfrente del metálico contenedor. 

Pepita estaba ya sacando las llaves. Sólo unos centímetros separaban las almas y los cuerpos del cartero inflamado y de la nominera. Justo entonces, Gaudencio Puerto —   cada vez más turbado, más turbado, masturbado— se bajó los pantalones que le trabaron sus piernas, abrió desde cartería el tres-tres-tres y depositó ¡nunca lo hubiera hecho! la punta de la  barriga dentro de la metálica jaula, ahora ya con pájaro. 

 Nuestro hombre, al acecho, sintió primero el roce del papel de las cartas, luego la mano de Pepita que no acertaba a descifrar el misterio del extraño cilindro. Todo pasó rápidamente, como la sombra de una nube en la llanura. Luego... ¡un grito! Gaudencio, asustado, se cayó de la saca. Don Rufino bajó en pijama y contempló la escena: Pepita llorando, con la mano atrapadora en alto, como si hubiera sido mordida por serpiente; Gaudencio, con los pantalones bajos, estaba trabado como un mulo en la era...

 Don Rufino acompañó a Pepita al lavabo, para que el jabón limpiara la ofensa. Luego despidió a Roca (así se le conocía en Cartería), que —compungido— decía que él —que supiera— no había hecho nada. Al salir, con más mala leche que un bisturí de cuatro filos, insultó al jefe: «¡Que te roa la boca un cochino negro!». Después se fue. ¡Qué gran cartero se perdió en aquel tristísimo día!

 Hoy, 17 de agosto del año 2000, Pepita me ha recordado que hace ya diez años del suceso y que lo vive cada año, con pelos y señales, como si estuviera ocurriendo... «sinvergüensa», asqueroso, eso no se «hase»... En ese momento pasa la furgoneta de Gaudencio Puerto, que ahora lleva pintado en los laterales un nuevo y floreciente negocio : GAUS TRAVEL. Gaus, así lo llaman ahora, ha progresado, cobra al pumpún —aceitunita dentro, huesecito fuera— y es capaz de sacarte los calcetines con las botas puestas. 

 Ofrece excursiones por poco dinero —un viaje de «dia y güerta»— a Matalascañas, Punta Umbría, Cádiz, Valdelagrana, Zahara de los Atunes, Bolonia, Barbate, Torremolinos, Benalmádena, Marbella, Chiclana, Fuengirola... Cómodas excursiones de domingo, de seis de la mañana a once de la noche, que convierten a los pobres bañistas —¡ay, de los pobres!— en cangrejos recién cocidos. Gaudencio Puerto Roca —que desde entonces permanece enlatado en la furgona— un hombre hecho chapa, te organiza hasta viajes de novios a las Canarias y a Cancún. Pasa la furgona con los altavoces a toda pastilla y Pepita gira levemente la cabeza. Me ha parecido que «giocondamente» sonríe...

 Puebloblanco del Valle, 17 de agosto del año 2000.

Jacinto S. Martín

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