martes, 20 de abril de 2021

La taberna de las puertas verdes




La taberna de las puertas verdes o El teorema de Abel

Una historia cierta en  la Granada del siglo XX.



 «Solamente la existencia de Caín nos hace amar a Abel». [Séneca]

"Mientras dura el remordimiento dura la culpa". (Borges) 

 Abel meditó largamente para buscar una aceptable solución que salvara la ira cainita y cambiara la historia del primer homicidio. La propuso al Todopoderoso y éste aceptó. Mi amigo Enrique y yo volvíamos por la Carrera bajo el cielo gris. Entramos en una extraña «Alpargatería y bar». Las puertas te invitaban a un mundo distinto, ya perdido, de una imposible esperanza. Todo verdor perecerá, había anunciado la Biblia. 

Abel pensó que no y las pintó de verde. Como no nos interesaban las alpargatas, bebimos un fino. En una pizarra a la izquierda un lema pregonaba desde el silencio de la tiza: ¡Qué malos son los domingos!

 Caín Adánez, alto y desgarbado como desmejorado Quijote, y Abel Adánez, achaparrado, tranquilo, bondadoso y sanchopancesco, aparecían serios detrás del mostrador, bajo un paraíso comprimido de plantas medicinales. Por lo visto, hace falta mucha medicina para curar la vieja culpa original del edén del Génesis.

 Después de millones de años, el SUPREMO les daba una nueva oportunidad. Granada podría ser un nuevo paraíso. Todo está en nosotros, en los genes heredados, pero una segunda oportunidad puede cambiar, a veces, el terrible curso de los acontecimientos. Así que EL QUE TODO LO VE les proporcionó un bar. Vamos a corregir la historia bíblica, pensó desde el molesto pasado-presente-futuro en el que estaba instalado.

 Latía en EL SIN TIEMPO cierta mala conciencia por el premeditado desahucio de los padres de las criaturas, arrojados del Paraíso por un segurata de espada flamígera hacía millones de años. Y todo por una pequeñez, un pecado de desobediencia: comer una fruta de un árbol prohibido. San Agustín de Hipona, uno de los Padres de la Iglesia, un aficionado a la fruta prohibida, y eso que era santo, pensaba que lo que se castigó fue el ansia de amor de la pareja y su consumación, ese fue el auténtico pecado original.  Desde entonces nos marcan desde el nacimiento con el  inevitable chip, causante de tantas desgracias , decía el de Hipona . Lo realmente imperdonable es humillarnos en años, mantenía Caín Adánez. 

Adán no se lo explicaba, escondido detrás de la hoja de higuera, siempre la misma, y Eva nunca se lo planteó mientras se afanaba en coleccionar hojas para completar así su fondo de armario: hojas verdes para el común de los días y coloreadas hojas de otoño para los festivos. La serpiente, ahora muda, reptaba huidiza, temerosa de una posible barbacoa. 

No se puede ser tan quisquilloso decía Caín —a quien su madre le tiñó el pelo de rojo al lavarlo la primera vez con el agua de cocer la remolacha— mientras levantaba la cabeza y contemplaba el cielo. Tenía la mano izquierda en la barbilla, mientras pensaba que aquello no fue tan original: un hombre, una mujer y una serpiente alrededor de un árbol incumpliendo una orden. Un inocente ménage à trois.

 Si acaso la única originalidad estuvo en que la serpiente era un saco de palabras. Una especie de político en un mitin. El vótame, que ya te engañaré, se igualaba con el cómete ya la manzana. Mientras el hermano mayor hacía memoria de todo lo ocurrido, Abel se afanaba en la cocina preparando un guiso de cordero. Los dos hermanos bíblicos buscaban despiertos, serios, sonámbulos, su doble nocturno, para arrastrarlo fraternalmente de la mano algún día cuando la luz les aclarara por fin las puertas de la verdad. Más sabe el sueño que la vigilia. Pero los cromosomas insistían en marcar las distancias de millones de años. 

 Recordaban que su padre estaba entretenido motejando a los animales: tú, elefante; tú, ornitorrinco; tú, dromedario; tú, gorila; tú, rana; tú, jirafa. Luego se distrajo con la criatura azul y la llamó mar. Tampoco Eva Edén de Adán se preocupaba mucho de los niños. No había por qué sentir temor de que se hicieran daño pues todo estaba recién estrenado, a menos que se interesaran por una quijada de asno.

 Estando así las cosas, acordaron aceptar la oferta del INNOMBRABLE (una taberna de puertas verdes en Granada) sin nostalgia del muchísimo tiempo pasado, pero separando el mostrador de madera en dos partes, en las que destacaban servilletas azules y verdes distinguidoras de los dos negocios.

 Como un improvisado muro de Berlín, hecho de cajas de cervezas que arrastraban un polvo de siglos, el tabique casi llegaba al techo, de manera que el negocio era doble. Cada uno tenía sus clientes fijos y los ocasionales dependían del lugar de la barra en el que se situaran. Cuando alguien dudaba y no se sabía con certeza qué lugar ocupaba, una voz antigua, ronca, venida de un antediluviano grito de millones de años, inundaba el pasillo: ¿Caballero, a ver dónde se va a poner? 

Cuando pactaron partir el mostrador fue la única vez que hablaron. Luego, si acaso, gruñían un poco si se encontraban al abrir, entre dos luces, la alpargatería-taberna. Cada uno tenía su caja registradora (pesado e imponente artilugio de marca Continental), su hornillo para calentar las tapas, su máquina de escribir, su pan, sus barricas de madera, sus botellas antiguas, sus frascos de cristal, sus proveedores, su dinero, sus deudas. Era un negocio bífido, gruñía Abel Adánez cuando alguien se interesaba por esa extraña forma de convivencia y evocaba la doblez de la serpiente.

 Las tapas de éste eran mejores: costillas —que tanto le recordaban a su madre— filetes de cerdo, pechugas de pollo. Las de Caín Adánez Edén eran frutos secos, tomates, pipirrana, pimientos fritos, todo cubierto con una aromática mezcla de hierbas. Eran peores tapas, pero su vino de mejorana era inigualable, superior al de su hermano, mucho más sabroso cuando la copa venía con el dedo gordo dentro. 

 La implacable genética decide siempre. Se notaba en los hermanos la falta del cariño de sus abuelos. Nos desahuciaron sin tener abuelos y eso no se hace, decía Caín Adánez cuando contaba a sus clientes su vieja historia, perfectamente separados de los abelinos por las cajas empolvadas del mostrador.

 A veces la parte cainita  del mostrador estaba atestada de clientes, mientras la abelina estaba sola. El hermano menor entonces estaba cruzado de brazos. Otras veces ocurría lo contrario. ¡Ojo con que nadie cruzara de un lugar a otro! Abel Adánez cerró su parte antes que su hermano. El teorema había resultado y se evitó la vieja historia no del todo. Un banco en forma de serpiente lo aturdió con un preferente negocio, que acabó con sus ahorros y con su paciencia. Pero Abel era bondadoso y temeroso del Supremo —del Tribunal, digo— y no quemó el banco. Así que se retiró sin ningún tipo de explicación. 

Un día, al alba, sólo Caín abrió el negocio de las puertas verdes. Nunca más supo de su hermano. Caín Adánez, que bebía al ritmo de los clientes, continuó en él hasta los 78 años, trece más que el otro, al que tenía que «haberle dado» antes de irse —meditaba en silencio— porque el rencor de siglos anidaba en su genoma. 

Cuando alguien le preguntaba dónde estaba su hermano, respondía: No lo sé, ¿soy acaso el guardián de mi hermano? Cuentan que Abel Adánez, buda silencioso y paciente, se fue al blanco sur de Granada. Caín Adánez cuando traspasó el negocio se instaló al este del Edén. El tiempo le había dejado entre paréntesis la punta de la nariz y la boca y le había destacado la glabela de la frente. Dicen que todos los miércoles sube al pico más alto de la sierra blanca y apuntando con su vieja escopeta al cielo azul dispara tres tiros, por si hubiera suerte. Aún lleva en la frente una vieja marca que destaca entre las arrugas de la piel.

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