LA ÚLTIMA CENA
Un día antes de aquel en que los judíos celebraban la PASCUA, en recuerdo de la salida de Egipto del pueblo hebreo, Jesús cenó con sus discípulos por última vez para recordar el “paso” del Mar Rojo. Los judíos preparaban el viernes los alimentos que iban a consumir el “sabbat”, pues durante el sábado debía cesar cualquier actividad. El viernes anterior a la fiesta de la Pascua se conoce por esta razón con el nombre de viernes de parasceve (palabra griega que significa preparación).
Para la cena del 'pesah' o 'pascua' se preparaba el 'kharóset': se cocían almendras, nueces, higos, dátiles y cidras con canela y vinagre, hasta que todo se fraguaba tomando la forma y el color rojo del ladrillo que recordaba los trabajos de Egipto. El pan ázimo se untaba con la salsa de estas frutas cocidas. Se asaba un cordero y se comía al mismo tiempo que una ensalada amarga, el 'merorin', hecha con coriandro, endibia, lechuga, achicoria, cardo y mamibio, según indica la ley de Moisés. El pan se hacía sin levadura, mezclando las harinas de trigo candeal, la espelta, la avena, el sekale y la cebada. Antes de la cena se recorría toda la casa para buscar semillas, levadura y pan fermentado, que había que quemar después en el huerto. El vino rojo de Judea, que se bebía en copas de dos asas, acompañaba al cocido de frutas, a la ensalada amarga, al cordero asado y al pan sin levadura.
Antes de la cena Jesús lavó los
pies a los discípulos, pues era costumbre
entre los pueblos del desierto: era un
obsequio que se prestaba a los huéspedes al llegar a casa fatigados de caminar
a pie y con calzado que protegía poco del
polvo del camino.
Después de la cena
se recitaba el Hagada del Deuteronomio: Alleluya!... Salió Israel de Egipto;
salió la casa de Jacob de un pueblo bárbaro'.
La noche de la última cena,
la luna roja de la Parasceve resbalaba
como una inmensa moneda por el falso cartón de las montañas, la aulaga amarilla
se alumbraba con su dolor fragante y su olor breve. Se enjambraban
ganados y hombres en las calles de Jerusalén. El aire olía a primavera
anticipada, a viña verde,
a sembrado maduro, a granadas, a dátiles de Jericó, a
naranjos en fior. El cielo se cuajaba de estrellas. En la sala alta, grande y
alfombrada, que habían prestado a Jesús, olía a pan
recién horneado en la tahona cálida y a vino rojo sacado de las sombras de las bodegas de
Judea; mientras, EL MAESTRO sellaba de nuevo la alianza con el hombre y le
devolvía el antiguo arco-iris de la nueva esperanza; en Jerusalén, cizañera y extraña,
se preparaba el perro del rencor: era preciso
que un hombre muriera por un pueblo.
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