A
mis hermanos Servando, Rafael y Amparo a quienes les he repetido varias veces
la historia que contaba nuestro padre.
‘La gente con el alma pequeña siempre trata de empequeñecer a los demás’. (Carlos Ruiz Zafón)
A Manolillo,
hombre íntegro, formal, trabajador, que centraba su permanente puesto de
trabajo en el CU (Casino Universal), lo llamaban con frecuencia desde el
Ayuntamiento para diferentes servicios. Su taxi siempre estaba dispuesto para
lo que le ordenaran.
Uno de los frecuentes
viajes era el de Sevilla - Arahal, Arahal – Sevilla (una forma cómoda de lo que entonces llamaban
‘un día y güerta’) para traer de visita pastoral a nuestro pueblo al cardenal y llevarlo de nuevo al palacio arzobispal, cuando la visita terminaba.
De madrugada salía
hasta la ciudad de la Giralda y su coche escoltado por los eucaliptos de la
carretera general, piano-piano, se desplazaba entre la niebla. Respetuoso
siempre, aparcaba en cualquier lado del triángulo entre la Catedral, el Alcázar
y el Archivo de Indias, el mejor cahíz de la Tierra según Antonio Burgos, y
recogía a Don José para llegar a las puertas del Ayuntamiento sobre las
doce, doce y media, una.
Esto fue así hasta que
el cardenal se compró un mercedes negro. Entonces don José, con la humildad de la entrada en Jerusalén un Domingo de
Ramos, pasaba lento bajo las palmeras ‘en contra mano’ hasta la misma puerta del ayuntamiento.
Antes de la llegada de la alta autoridad eclesiástica, ya se había preparado el aperitivo en la cocina del casino: calamares
a la riojana, filetitos de cerdo, platos de jamón, un plato de gambas, unas
tapitas de melva, huevas con mayonesa…, que no sólo de pan vive el hombre.
Posiblemente esta era una de las razones por las que el cardenal nos visitaba con frecuencia.
En una de las
ocasiones, año 1959, Don Ramón, el médico-alcalde, tuvo que ausentarse para
atender a una mujer que iba a dar a luz. Antes de irse le advirtió al teniente
de alcalde, que fuera muy amable con don José. Antonio era alto, delgado,
trabajador infatigable en el campo y siempre dispuesto a ayudar. Tenía las
hechuras de un cowboy del Oeste americano. Fue deprisa a su casa, se vistió de
limpio, ‘se sulfató’ con Varón Dandy y se puso el terno de las solemnidades.
Cuando llegó el santo varón, hombre inteligente, servicial, risueño, amable, señorial y bueno, fue el teniente de alcalde quien lo recibió.
Nada más bajar, Antonio quiso mostrarse amable después de abrirle las puertas del coche antes de que lo
hiciera Manolillo y le dijo con una perfecta concordancia gramatical y de la
forma más natural del mundo:
- Veo que su eminencia está cada día más gruesa.
El cardenal guardó un
señorial silencio y subió hasta el despacho del alcalde que estaba en el primer
piso. Le seguía Antonio:
- Tenga usted cuidado don José, no
vaya a pisarse los faldones y vayamos a tener un disgusto…
Ya instalados
cómodamente en el despacho, empezaron a tomar el piscolabis casinero sin
esperar a don Ramón, el médico-alcalde. Por darle conversación a la alta autoridad eclesiástica, Antonio, entre tapa y tapa, se dirigió al prudente don José :
-
¿Su padre de usted también era cura?
El cardenal guardó un
respetuoso silencio, después de apurar la copita de manzanilla y pinchar una tapa
de huevas con mayonesa.
Y el tiempo pasó y
Manolillo dejó de recoger a don José, pero lo seguían llamando para pequeños viajes hasta que, cuando ya se
acercaba el verano, lo llamaron para prestar un servicio especial.
-
Mire, usted, Manolo, ha venido este
señor enviado por la Delegación de Sevilla para inspeccionar el funcionamiento
de los molinos aceiteros y la calidad de los aceites que se producen en la
zona, pero no la conoce.
-
Bien, ¿qué necesita?
El reloj de la
Corredera repitió las ocho campanadas, dieciséis golpes que ahuyentaron por un
momento a las cigüeñas, que dieron un saltito de bailarinas en la torre.
-
Necesita que usted lo lleve por las almazaras de Arahal, Paradas, Marchena, Osuna y Écija.
-
Bien, bien. Vámonos cuando usted quiera,
le dijo al señor inspector.
Sin decir ni pío, el
inspector, se acomodó detrás en la amplitud del sillón trasero.
Fueron al molino
cercano de la calle Pacho, al de Antonio Moreno, al del chileno, con una mínima
conversación cortante, desprovista de amenidad:
-
¡Pare, usted ahí!
-
Bien, bien, bien.
-
¡Vámonos!
-
Bien, bien.
-
¡Pare, usted ahí!
-
Bien.
Manolillo tenía hambre.
En la soledad del taxi, comió un bocadillo de atún que le había preparado su
mujer. Al del aceite lo agasajaban, lo invitaban a desayunar un café con leche
y una tostada de pan blanco con el mejor aceite del molino. Las muelas del inspector trituraban más y con más rapidez que las muelas redondas de los molinos aceiteros que visitamos. El tío, decía,
Manolillo, desayunó tres veces y me hizo que le abriera el maletero del coche
para cargar tres garrafas del mejor aceite que se producía en cada molino. Todo
esto sin decir ni pío. Luego se acomodaba en el sillón trasero y somnoliento
ordenaba:
-
Vamos a Paradas, al molino de Bienvenido.
-
Bien, bien.
Viajábamos tan separados como el agua y el aceite, en un silencio que sólo rompía el motor del coche. Silencio… Un silencio espeso,
desagradable, ‘esaborío’, ‘malaje’, como el de las novelas de Yasunari Kawavata,
el nobel japonés que acabó suicidándose.
-
En Paradas lo invitaron de nuevo. El tío
era un tragaldabas. Yo aguantaba en silencio con el bocata de atún, contaba
Manolillo.
-
Meta usted esto en el maletero, y una
nueva garrafa de aceite ampliaba la cosecha.
-
Vámonos a Marchena.
-
Bien, bien, bien.
En Marchena lo
invitaron a unas cervezas con tapas de jamón de pata negra. Yo aparcaba el
hambre en el taxi esperando al tirano. Sólo abandoné el coche para desbeber en
los servicios del bar, mientras él reía las gracias del molinero ‘pagano’.
-
Vamos a Osuna.
-
Lo que usted mande.
En Osuna, lo invitaron
a comer en el casino después de la visita aceitera.
Yo aparcaba el hambre
en el taxi esperando al tirano. Me comí un plátano. Yo siempre llevo un plátano
como último recurso, aclaraba Manuel.
Atardecía y un rojo
fresa manchaba el cielo de la ciudad del duque donde siempre reza el viento.
-
Vamos a Écija, dijo el tirano.
-
Bien, bien.
Después de visitar los
molinos astigitanos, lo invitaron a merendar en uno de los mejores bares de la
ciudad. Vino con una nueva garrafa de aceite y tres cajas de yemas.
-
Meta usted, Antonio, esto en el maletero.
Después de aguantarlo
más de doce horas, ahora va el tío y me llama Antonio.
-
Mire, usted, don Fernando, me llamo
Manuel.
Silencio, un silencio
espeso, malaje, ‘esaborío, desagradable, nos acompañaba.
Por fin, a las diez de
la noche llegamos al ayuntamiento de Arahal. Catorce horas aguantando al 'artista'. Aún estaba en el despacho el alcalde. Junto al alcalde se situó el
tirano, que me preguntó cuánto le iba a cobrar por mi trabajo. Y yo multipliqué
por cuatro el precio:
-
El servicio vale 400 pesetas, le dije
Y el alcalde, serio,
complaciente con el tirano, se dirigió a mí y echándome la mano en el hombro,
me dijo:
-
Pero, hombre, Manolillo, tenga usted en
cuenta que este señor es el inspector del aceite.
Yo zanjé la
conversación, después de tanto tiempo perdido, de tanto hartazgo, de tanto desprecio, de tanta
humillación:
-
¡Como si fuera el del vinagre!
Granada, 27 de marzo
del año 2021
Jacinto S. Martín
Pero, hombre, Manolillo, tenga usted en cuenta que este señor es el inspector del aceite.
ResponderEliminarYo zanjé la conversación, después de tanto hartazgo, de tanto desprecio, de tanta humillación:
- ¡Como si fuera el del vinagre!
Respetuoso siempre, aparcaba en cualquier lado del triángulo entre la Catedral, el Alcázar y el Archivo de Indias, el mejor cahíz de la Tierra según Antonio Burgos.
ResponderEliminarSilencio… Un silencio espeso, desagradable, ‘esaborío’, ‘malaje’, como el de las novelas de Yasunari Kawavata, el nobel japonés que acabó suicidándose.
ResponderEliminar