«La valía de un hombre se mide por la cuantía de soledad que le es posible soportar.» [Friedrich Nietzsche]
Amanecía. En el patio del convento, el lucero del alba alumbraba escasamente la blancura pequeña del jazmín. Lázaro se apresuró y entró en la capilla. Sus ojos se quedaron fijos en la leyenda que cubría la parte superior de la pileta de mármol de la sacristía: Da, Domine, virtutem manibus meis, ad abstercendam omnem maculam ut sine polutione mentis et corporis valeam tibi servire. Mientras leía, traducía moviendo levemente los labios: Da, Señor, valor a mis manos para lavar toda mancha y para que limpio de mente y de cuerpo pueda servirte.
Limpias sus manos y purificado su espíritu, Lázaro recordó a Jesús —su amigo— en la Misa. Después del «Salve Regina», la mañana fría se arropó de silencios, rotos por el agudo silbido de los tordos. Por la alta galería de la iglesia, las monjas cortaban la soledad con el cuchillo negro de sus tocas.
Al salir del convento, el sacerdote Torralba saludó a Inmaculada que, envuelta en la monotonía gris de lo cotidiano, dejaba cada día el convento limpio como una patena. La joven interpretaba cada amanecer su particular letanía, en la redondez del cubo, apoyada en la fregona: bastón de pobres, sostén de la desgracia, lanza sin gloria ... ora pro nobis.
Cuando Lázaro salía para ir al «Padre Suárez», vio a sor Tránsito que cruzaba en diagonal el ajedrezado patio con la rapidez de un alfil. La ciudad se abrió entonces como una granada de luz a la altura de Carril del Picón. Un octubre cálido enmarcaba el comienzo de curso.
Lázaro, ayudado por Josefina, se preparó para la Misa de Espíritu Santo. Siempre es bueno pedir ayuda al Espíritu Santo cuando se trata de emprender una tarea de espíritu. Hoy, la Misa del Espíritu —que formaba parte del protocolo de apertura de curso— ha sido suprimida. La misa de la sumisión, Lázaro. Así son las vicisitudes de los tiempos.
Lázaro, más bien alto, serio, solitario siempre a lo Gary Cooper, se sentía feliz cuando entonaba el Veni, Creator Spiritus acompañado de las mejores voces de la casa: José Enrique, Reyes, doña Carmen, Mercedes, Juan de Dios Miranda ...
Al día siguiente, cuando nos veíamos en la sala de profesores, repetía con una extraña alegría infantil: Prima non datur, ultima dispensatur. Yo continuaba: Y las de en medio poco «ratu». Lázaro daba «picotazos didácticos»: entraba en clase y «solo ante el peligro» se imponía a la tropa con el algodón del «cállense» y pinchaba tan rápido que lastimaba escasamente. Luego volvía a la sala de profesores y solo acompañado del cigarrillo que llegó a enguantarle de amarillo las manos, meditaba en silencio con la soledad de Humphrey Bogart: el humo casi le cerraba un ojo. Apenas hablaba. Cuando no fumaba, se encajaba la barbilla en el cáliz de las manos y permanecía en silencio.
Solo seguía ciertas bromas que yo le gastaba:
—Lázaro, mejor vida te llevas que el Papa, le decía recordando la conversación del clérigo de Maqueda y del Lazarillo. Y él, que no sabía bien de qué iba, respondía:
—¡Cómo lo sabes!
Yo que siempre quise bien a Lázaro, le decía:
—No fumes, hombre, que te vas a ir con el Jefe antes de tiempo.
—Mira, yo cuando noto que me molesta el 'bisho', le echo humo y lo atonto varios días. Además, los viejos de esta casa ya somos el olvido que seremos.
La conversación continuaba mientras tomábamos un té:
—Lazarovich, están los dineros más escasos que los arzobispos en la vega.
—Mira, a los pobres como a los ahorcados sólo nos queda el derecho al pataleo.
—¿Y el personal cómo anda?
—Aquí todo es mentira menos la hora de entrar, además esto no funcionará nunca, porque aquí todos estamos de acuerdo en casi nada.
—Mandan a los chiquillos con las primeras luces, con una 'mijica' de leche, mareados en el autobús, y nos los dejan aquí toda la mañana.¡ Demasiado bien se portan!
—Yo algunas mañanas hago un pacto con los de la primera hora. Sí, hombre, «el pacto de dormición». Llego y como son inteligentes, les digo: «Si estáis en silencio, cerramos las contraventanas y nos dormimos un poco hasta que toquen a segunda hora». A esto en mi pueblo le llaman «el sueño del potrito». Dicho y hecho, todos fritos.
Mi amigo reía con ganas en éstas y en otras conversaciones menos contables:
—¿Sabes que los políticos van a mandar a los institutos a «curas moros»?, ¿tú te imaginas cuando llegue el Mohammed y te diga: «Mera, mera, Lásssaro, hay qui cumpartir el siminario, lus librus y los ninios».
—Además, como éstos son imanes, dicen que los atraen a sus clases como el flautista de Hamelin y te vas a quedar más solo que la una.
—Mira, el día que yo vea entrar a un tío con una chilaba por esa puerta, me voy de aquí y no me ven más el pelo. Lázaro, que era de una familia campesina de Navas de San Juan, seguía pensando en voz alta: «No me gusta el trote que está pillando la mula». ¡Si vieras, Lázaro, por dónde va ya la mula!
Otras veces, la sabiduría del campo —que nunca olvidaba a pesar de su doble doctorado, que lo llevó a la Fiscalía de la Curia de Granada y al Departamento de Derecho Canónico de la Facultad— aparecía siempre. El pasado es siempre otro lugar. Y así en los días de frío: «¡Hoy como no encuentre un terrón la totovía, malo!», o bien, cuando algún enterado «discurseaba»: «¡No hace falta saber tanto!».
—Mira, yo vengo a aprender lo que ya sé.
—Sí, pero vamos a clase que ha tocado.
—¡Tranquilo, tú no sabes que la capacidad de un funcionario es inversamente proporcional a la velocidad con la que recorre el pasillo! También hablábamos de quinielas y de un diácono ayudante del que decía: «¿Y este? Cobra lo mismo que yo y encima encima».
—Lázaro, si eso son cuatro cosas y siempre las mismas, más o menos.
—Sí, pero... ¡qué ganas tengo de no tener ganas de lo que tengo ganas! Lázaro estaba toda la mañana en la sala de profesores del instituto. Solo abandonaba el barco en ocasiones contadas: cuando la autoridad —por distintas razones— se ausentaba. Hoy no hay «goberno», decía; o bien, cuando estimaba que su horario no era mínimamente justo y afirmaba con serena seguridad: «Esta hora peligra», y peligraba, ¡claro está! Después, muy serio, me decía: «tú no vayas a levantar la liebre». La culpa la tiene el jefe de estudios que está que pega pellizcos a los cristales y no quiere ver el surco.
Cuando ya abandonaba la «casa», serpenteaba por la Calle San Juan de Dios, bajaba solemne hasta Gran Capitán, entraba por San Jerónimo y volvía a su apartamento de la calle Arriola. En la esquina pedía un tinto y su tapa, otro tinto y su tapa, otra tapa y su tinto... y así encadenaba tintos y tapas, tapas y tintos hasta que la tarde se emborronaba con la oscuridad sucia de las ciudades, cuando los pájaros anuncian con algarabía la llegada de la noche.
Luego, solemne siempre, lento como el Gary Cooper que él veía en cinemascope en su pueblo, se dirigía a su pequeño apartamento alquilado. El viento era su único compañero hasta su casa, el viento que cimbreaba las ventanas, que purificaba Granada, el viento que sacudía las sábanas blancas y las blusas sin senos en los terrados, el viento con su silbido ritual, el viento, siempre el viento. «Siempre es bueno saber de dónde viene el viento», pensaba el bueno de Lázaro.
Abría la puerta de su casa, entraba en su habitación y se acostaba. Rezaba, antes de quedarse dormido: "Dios te salve, María, llena eres de gracia. El Señor está contigo. Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es Jesús, el fruto bendito de tu vientre".
En la cabecera de la cama se destacaba, ¡ay!, un cuadro con la Virgen de la Soledad.
* Desde Arahal, cuando el otoño ha puesto sobre el reloj de sol su sombra y al amanecer se ordeñan amorosamente los olivos, un abrazo, Lázaro.
Arahal, otoño del año 2012
Jacinto S. Martín
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