LLÓRAME UN
RÍO (CRY ME A RIVER)
«La sabiduría me persigue, pero yo soy más rápido». [Dicho popular]
Ayer, jueves, tuve un mal día.
Comencé la fase cefálica de la didáctica en la ducha. Luego estuve en el
instituto, respirando alumnina, de canto de gallo a canto de grillo.
Hoy viernes, para cambiar, he
decidido ir a la Fuente. Me he tomado un té y un Espidifén con agua,
agitado, no mezclado. Paso por la plaza de la Trinidad. Los estorninos tiritan
en las ramas. Me acompaña la música de Mike Hammer. Quiero creer que me
enfrento a un capítulo de novela negra. Llevo la prisa tonta de siempre,
olvidando que nunca se llega a ningún sitio. Me cruzo con un amigo al que hace
tiempo que no veo. No nos saludamos porque no hace falta. Ya hablo a diario con
él por facebook.
Pretendo saber las fechas de nacimiento y
muerte de Isabel García Rodríguez, la tía de Federico García Lorca que le enseñó a tocar la guitarra. Se ha encontrado un libro manuscrito por ella y necesito comprobar algunos datos. Voy al Juzgado de Paz.
—Buenos días.
—¿Qué quiere usted?
Quien habla es una rubia de edad indefinida entre veinte y sesenta años. En un rótulo figura su nombre: María Dolores del Fuego Ayuso. Teclea el ordenador con la parsimonia de la señora que acaricia a un gato. Sobre la rubia se desmelena el sueño y una cierta neblina. El espaciador se mueve despacio. En la mesa del despacho, a la izquierda, tiene una bolsa de pipas. Las pipas apagan el fuego del aburrimiento. Luego escupe las cáscaras que se depositan «pipa iacta est» por todos los rincones de la pequeña habitación.
— ¡Cry me a river!
—Eso que usted pide va a ser difícil. ¡Con la
cantidad de papeles que tengo yo aquí: papeles, papeles, papeles, aquí no hay
más que papeles! Claro que si usted me dice cuándo nació y cuándo murió, yo se
lo hago en un momento en el «ordenata».
—¿Decía?
—No, nada. Veo
que un libro cercano marcaba «nacidos desde 1890 hasta 1900». La funcionaria se
ha levantado. Se mueve por el cuchitril, con una pachorra inmensa, en pequeños
círculos. Los zapatos de tacón verde marcan la esperanza en mágicos mandalas.
La «reluqueo» y no sé cómo definirla. Loli está dentro de su voluntario encierro como una cometa dentro de un huracán.
—¿Podría usted mirar en el libro que tiene a
la derecha?
—Bueno, pero
no me gusta la gente que curiosea la vida de los otros. No sé si me entiende,
lo que se puede comprender es muy difícil de explicar. Además, no coma usted
ansias. Tiempo al tiempo.
—Busque usted por la Gar…
—Creo que no va a estar.
Se ensaliva el dedo gordo y pasa las hojas
con la seguridad de quien no va a encontrar nada. Pienso que Umberto Eco se
inspiró en ésta para construir El nombre de la rosa.
—Venga usted otro día, con más tiempo, y cuando pueda le hago un hueco. La gente cree que una está aquí «atofor»,
pero aquí hay trabajo para siete.
—¡Por Dios
santo, si son las doce y cuarto y no hay nadie! Desde que se inventaron las
excusas, se acabaron los culpables.
¿Y no se le
ocurre a usted alguna solución?
—¡Siiií
Gasparín! Gasparín sabe todo lo que pasa en el pueblo.
—¿Dónde puedo encontrar a Gasparín? La
indefinida se levanta, me acompaña a la puerta y me indica: «¿Ve usted allí al
final de la plaza a un chorro de viejos jugando al dominó? Allí está nuestro
hombre.»
Dejo a María
Dolores del Fuego en su trabajo. A mis espaldas oigo el crack de las pipas, que
como las hojas al caer vuelven a la raíz. Como un nuevo Guillermo de
Baskerville, voy hasta los jugadores de dominó, que chillan, tiran las gorras
al suelo, maldicen, mientras las fichas dan saltos jabonados sobre la mesa de
mármol.
—Buenos días. ¿Está Gasparín?
—¡No! Acaba de
irse. Dijo que iba a comer algo y a dormir la siesta. Vive ahí, en la casa
grande, la del escudo de piedra. ¡Aquí estamos todos bajo la misma tormenta,
pero no en el mismo barco! Mire usted, si no fuera por el dominó y el charlar
el vino, no habría forma de aguantar el miserable «suicidio de desempleo» de
trescientos euros. ¡Es para matarse! ¡ El pueblo está ortigado de tantas
injusticias!
—Es un abuso…
Nos están falseando hasta las falsedades.
—¿Quién le ha
dicho que estaba aquí?
—La chica del
juzgado.
—Ah, la Loli,
una muchacha muy buena, muy formal y muy buena cocinera: te hace unas torrijas
que te cambian la vida. Manolo, otro de los «dominantes», que acababa de cerrar
un ojo y gritaba poseído: «dominó p´al tuerto», me dijo: —Es buena, para los
papeles es única, pero tiene poca conversación. Te ve en primavera y: ¡Qué
alergia más mala, chiquillo, va a acabar con nosotros! En verano: ¡Qué calor
más insoportable, vengo asfixiadita! Cuando llega el invierno cambia el chip:
¡Qué humedad más grande, me duelen todos los huesos, hasta los de las aceitunas
que me acabo de comer! En otoño, da más pena: ¡Yo estoy más tristona
últimamente! ¿Será este tiempo, Manolo? Ahora, eso sí, para los papeles es única.
—¿Se va usted
a ir ya? Vaya usted donde Gasparín.
Pienso que puedo encontrar el dato que estoy buscando. Es una tontería cruzar un desierto y quedarse a dos minutos del oasis. Así que me vuelvo al juzgado.
Hay dos momentos sagrados en la vida de una persona: uno, dormir la siesta. Vuelvo a ver a la Loli. Veo que en la mesa hay un bombón «Mon chéri» y una desmayada flor de papel. ¡Cuánto yerra delfín que sigue en agua corza en tierra!
—Loli,
Gasparín se ha ido a dormir la siesta, pero ¿quién es Gasparín?
—Gasparín es
el juez. Por aquí viene poco. ¡Si no fuera por una! Pero lo que es menester es
lo que es menester, eso es lo que es menester.
—Loli, dejaste que el camello montara al
beduino.
—No sé lo que
me está contando. La gente de gafas como usted dice cosas muy raras; pero mi
jefe trabaja en lo suyo y es fuerte como un tsunami.
Para estar en
forma, el lunes, nada; el martes, nada; el miércoles, nada; el jueves, nada y
el viernes va a la piscina. Además, como era de gente pudiente, aprendió a
tocar el violín. Le queda un tic de aquella época cuando corta jamón. ¡Qué
arte!
—¿Y no se le ocurre, Loli, otra solución? Lo
digo para no molestar a ese hombre que tiene que estar reventado.
—¡Siiií vaya
usted al cementerio!
—¡Ojú! ¿Sabrá
ésta que tengo el colesterol alto? Desde luego cada vez bombardean más cerca.
Oigo que ha muerto Taylor, la gata sobre el tejado de cinc caliente, que tanto
ayudó a Tennessee a justificarse. Aunque todos sabemos que el destino del cristal es romperse, me preocupa la orden de mi amiga Loli.
Me armo con el escudo de la paciencia. Loli es
ya como de la familia. ¿Sabe usted, Loli, que la muerte es analfabeta y coloca
a un Rodríguez al lado de un Berruezo y a un Salas lo acerca a un Canales? Así
no hay forma de encontrar a nadie. La muerte, Loli, nunca se educó. Eso explica su falta de consideración,
su incultura y su desprecio por todo.
—¡La muerte tenía que morirse! Bueno, usted vaya. Donde menos se espera, salta la liebre. Se le nota a usted mucho que es poeta porque es muy pesado.
—Un poeta,
Loli, es un ingeniero del alma.
—Pero muy pesado.
Voy, veo que
está cerrado. Se acerca un hombre: «Hasta hace nada han estado ahí. Pero si
necesita algo, hay un hombre en el pueblo que tiene las llaves. Es alto, viudo,
calvo, poco gastado, tiene yesca. Se llama Eduardo, pero todos lo conocemos por
Gasparín».
En vista de
que la investigación ha sido un éxito, decido irme. Vuelvo al instituto, no sé
si por querencia o por necesidad. Voy a los servicios. Era más por necesidad,
supongo. Entro en la Sala de Profesores. Me encuentro a seis compañeros en standby,
deseosos de soltar sobre los desprevenidos alumnos la carga didáctica. Hablo
con mis compañeros de guardia. ¡Error!
Cuando el timbre rojo de la sala, imitador del
de los bomberos, cierra el paréntesis de
la mañana, intento salir. Abandono toda esperanza. Una estampida se me viene
encima. Yumanyi se impone, salpicado de gritos largos: ¡Martaaaaaaaaaaaaaaaa!
¡Alejandrooooooooooooo! ¡Quién dijo que el español no tenía vocales largas!
En la chillona confusión, perfectamente desorganizada, oigo:
— ¿Qué te ha preguntado doña Maribel en Matemáticas?
— Una cosa muy rara: que si sabía quiénes eran los primos de los números o algo así. ¡Y yo que sé, tía!
¡Cry me a river!
Granada, un
dia de febrero del año 2000
Jacinto S.
Martín
El destino del cristal es romperse.
ResponderEliminar—¡La muerte tenía que morirse! Bueno, usted vaya. Donde menos se espera, salta la liebre. Se le nota a usted mucho que es poeta porque es muy pesado.
ResponderEliminar—Un poeta, Loli, es un ingeniero del alma.
—Pero muy pesado.