El bulle-bulle de Iloveny
«Cuando son las tres de la tarde en Nueva York, todavía es 1938 en Londres.» [Bette Midler]
Atardecía cuando el profesor subió las escaleras, recorrió los pasillos teñidos por el azafrán de la última luz del día, entró en el aula y comenzó a pasar lista en un tono alto. Así evitaba tener que imponer el molesto ¡silencio! Era una especie de letanía sin respuesta. De vez en cuando alguien levantaba una mano o respondía en voz baja: «aquí».
De pronto, aparecieron un nombre y unos apellidos admirables: Iloveny de Blanco y Sánchez-Pérez. El profesor se sorprendió y preguntó a la joven por qué «De Blanco y Sánchez-Pérez» y ella dijo que a su madre le gustaban los apellidos aristocráticamente largos y que en el destino de una persona una «de», una «y» y un guioncillo entre dos apellidos ilustres te marcan para ocupar un cargo importante y procurarte una vida feliz.
Aunque la sorpresa mayor estaba en el nombre, el profesor esperó para hacerle la pregunta una semana después. Y otro atardecer con el pasillo vestido con la túnica amarillenta, después de recrearse en el apellido, se dirigió a la aristocrática joven: ¿Iloveny?
Ella le dijo: «Profesor, hacía tiempo que lo estaba esperando. Mire, usted, profesor, le voy a contar lo que me contó mi madre. Al volver del viaje de novios y después de sentirse molesta, Manuela —mi madre— fue a ver a don José, el médico, un sabio, mire usted. Y cuenta mi madre que don José después de subirla al borriquete y taparle las piernas con una sábana, estuvo reconociéndola más de media hora. Llevaba una linterna en la frente como quien baja a una mina.
Mira, niña, decía mi madre, don José era como un retratista de feria y al final —digo yo— encontró lo que buscaba: fotografiar la vida, y vio que eras tú. Don José que era un sabio como te he dicho me dijo: «Usted va a tener una niña, que ha sido concebida en Nueva York. Trae unas letras en la nalga derecha que con el tiempo se irán borrando: “Made in New York”».
Mi madre decía que no ha visto a nadie tan sabio como don José. Muy contenta salió de la consulta y se lo dijo a mi padre. Luego le indicó cuál era mi nombre: «¿Te acuerdas, Pepe, de nuestra noche de novios en Nueva York?».
—Sí, quién nos iba a decir a nosotros que íbamos a ir a Nueva York. Tuvimos suerte con el sorteo del viaje. Nos tocó a nosotros. Sólo así pudimos ver la «quinta manzana», ¡qué grande era!
—Pues aquella noche después del mordisco a la manzana, se empezó a formar la niña. Así que se llama Iloveny como decía el letrero de las camisetas que compramos.
—Mira, Manuela, pregúntale a alguien que sepa inglés, qué significa.
Y fue mi madre y le preguntó a Rafael, el vecino, que sabía inglés, francés, alemán, sueco, finés y ruso, y que —en sus ratos libres— había hecho Ingeniería, Arquitectura, Farmacia y Medicina, y que llevaba cinco años en paro, y Rafael le dijo que I era Yo, que love era quiero y que la N era Nueva y la Y griega era York. Y mi madre se admiró de que aquel joven supiera tanto y de que trabajara tan poco.
Así que ya lo sabe, profesor.
Iloveny era puntual, asistía siempre y sonreía por todo. Era alta, de mejillas sonrosadas como las musas de Garcilaso, y rubia (de bote, pero no se notaba). Trabajaba siempre. Era generosa y de una bondad inmensa como «la quinta manzana». Así que llamó la atención de un joven y un día (14 de febrero) nos sorprendió a todos una llamada al aula y la presencia de un mensajero que traía un ramo de rosas rojas que se reflejaron en el espejo de las mejillas de Iloveny.
«Taloviu, Iloveny», decía la tarjeta que acompañaba al ramo de rosas. Venía firmada: de García.
—Después de aquello, García me escribió: Conservar algo que me ayude a recordarte sería admitir que te puedo olvidar. Y eso, profesor, enternece. Sólo más tarde, mientras tomaba un café, supe que era Shakespeare quien me había conquistado: venía impreso en el sobrecillo del azúcar.
Al poco tiempo el joven García e Iloveny fueron novios. Faltaban tres meses para terminar el curso (el curso es un pesado embarazo que a veces resulta).
A todos nos sorprendió la ausencia de la señorita de Blanco y Sánchez-Pérez, pero esta institución es «jarripotiana» y a veces ocurren prodigios: hay profesores que están, pero no están; otros no están, pero están; un piano se transforma en pianola de la noche a la mañana; desaparece un herbario o se esfuma una cosechadora tan grande como el museo de Ciencias, en donde estaba aparcada.
Así que visto lo visto, que Iloveny no asistiera no nos llamó mucho la atención. Pasados dos meses, Iloveny apareció sonriente y amable como siempre. El profesor se alegró por recuperar a una persona bondadosa y pacífica.
—¿Qué te ha ocurrido, Iloveny?
—Mire, usted, profesor, usted sabe que García y yo nos fuimos a vivir juntos, un «matrinovio», sabe usted. Nos casamos por lo militar.
Y al principio la danza del fuego se apoderó de nuestras vidas. Falla por la mañana, Falla por la tarde, Falla por la noche. Luego, al poco tiempo, a García y a mí nos dio por la Literatura y empezamos a leer la "Mazurca para dos muertos" de Cela.
Y un buen día dijo García que la juventud y la vejez nacen entre las piernas, y luego se fue. Aunque el recuerdo falsifica el pasado, yo creo que García no era malo. Aún recuerdo los poemas que me dedicaba. Y esas cosas, profesor, le ponen a una los «pelos de gallina». Pero, aunque García no era malo, mire usted, profesor, me quedé muy mal. El comportamiento de García me dejó rota. A eso le achaqué los trastornos que tenía.
Mire usted, profesor, tenía siempre como un «bullebulle» en el vientre, que yo achacaba a la melancolía. Y un buen día me puse tan 'malica', que me llevaron al hospital y tuve un hijo.
—Yo no sabía nada, Iloveny. Yo no sabía que usted había tenido un hijo.
—¡Mire usted, profesor, si yo tampoco sabía nada! ¡Fue de repente!
Granada, curso de 1990/ 1991
Jacinto S. Martín
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