TODA LA NOCHE SE OYERON PASAR PÁJAROS. (Capítulo 2)
A mi hermana Amparo y a mi cuñado Rafael, testigos de la historia.
Fernando volvió al día
siguiente y fue a ver a don Bruno. Este pensó que era otra persona la que
entraba y se aguantó. Delgado, alto, estaba de espaldas contemplando el trabajo
de la aserradora. Tenía abiertas las piernas, arqueadas, como si le faltara el
caballo. Con una fusta en la mano golpeaba la mesa.
—¿Qué quieres, alma de Dios?
—Quiero que me deje cuidar a los pájaros, entrar al patio y
oler el vino que perfuma el árbol.
—Eso, Fernandito, ya no puede ser, y le dio la espalda. En la
oficina encristalada olía a coñac y a puro y a colonia y al cuero del sillón
inglés. En el muro exterior de la fábrica, destacaba una pintada en rojo: BRUNO, CABRÓN. Era reciente y el rojo chorreaba sobre
el muro blanco. Fernando se cruzó con el «agradaó» que iba a darle conversación
al baranda.
—¿Has visto cómo
insultan a don Bruno?
—No lo han insultado, lo han definido. El invisible cuchillo
del silencio cortó un momento la conversación.
—Y tú, ¿cómo estás?
—No estoy bueno,
apenas como y no puedo dormir ninguna noche...
El agradaó, la
quintaesencia del pelota, sonriendo le dijo:
—Cuando no puedas dormir, te coges un avión y se te pasa la noche
volando.
—¡Vuela tú, cabrón!
Fernando se puso serio y por una vez en su vida se plantó ante semejante
idiota: —Un carpintero no puede viajar en un avión, porque se le desencola el
alma. Además, los hombres no deben alejarse más de veinticuatro horas del lugar
en donde viven. Tú vete arriba a contarle cuchufletas al bilorio ese, que
estará tramando las gatufas de siempre.
El verano caliente pasaba con Fernando en la cama y con su
hermana en el instituto. Era diecisiete de julio. Aquel día Fernando decidió
levantarse y la querencia lo llevó de nuevo a la aserradora. Desde el cancel
vio el patio empedrado que olía a vino. A la izquierda, en la jaula del canario
vio una pelotita de tenis inmóvil cerca del bebedero vacío. Luego miró hacia el
árbol que tenía quemadas las hojas.
Algunos pájaros revoloteaban por encima. Estaban formando una
uve. Chillaban. Se quejaban. Fernando lanzó un beso al interior del patio.
Antes cuando Fernando entraba al patio era como la llovizna sobre la hierba.
Ahora, sin su prohibida presencia, todo era el anticipo de la soledad y del
abandono. Sólo acudió a la reja un mirlo, elegante de frac con su pico amarillo
indio. Luego se fue, dando saltitos hasta que levantó el vuelo.
La sombra negra de la «pascua» de la depresión dominaba a nuestro hombre. La solución podría ser la cama azul del mar. El azul borraría la amarga oscuridad. Cuando llegó a la casa, su hermana ya estaba allí.
—Mira, Fernando, no te pongas así. Sabes lo que te pasa. Yo te lo voy a contar: Dios nos da cada mañana una hogaza de pan, que corta con el primer rayo del amanecer, y tú tienes que saber cómo rellenar el bocadillo. A eso la gente que sabe más que nosotros le llama libertad.
Tú tienes que levantar el vuelo como tus pájaros. En ese momento, entre las ocho y las nueve de la noche, una chillería ensordecedora se extendió por todas partes. Los pájaros, todos los pájaros, pasaron cerca de la casa de Fernando y en perfecto orden de partida comenzaron a abandonar la ciudad.
Una ciudad sin alma no se merece el vuelo de un pájaro. Llevaban forma de V. No era aún tiempo de migraciones, pero el cielo se ennegreció de nubarrones de pájaros, miles de pájaros gritando: iiiiiiiiiiiiiiiiiinnnnn, iiiiiiiiiiiiiiiiiiinnnnn, iiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiinnnnn. Los chirridos agudos dieron paso a terroríficos sonidos oscuros: juuuuuuuus, juuuuuuuuus, juuuuuuuuus. En el parque cercano centenares de cigüeñas hacían un irritante gazpacho con sus picos de madera de sándalo: ti-ti-ti-ti-ti-ti-titi-ti-ti-ti.
Unos «alcachoferos» aparecieron por la tele local y levantaban los micrófonos al cielo para que la gente oyera el ruido de los cuervos que en el centro de la ciudad volaban en círculo, haciendo sonar su queja: cada aletazo, una sílaba: cia-cia, cia-cia, cia-cia, cia-cia, cia-cia .
Se oía el grito ronco de los pájaros entre la niebla. Para vestir la noche, se unieron todas las oscuridades sombrías de las bodegas La gente cerró las ventanas y las puertas de las casas. El miedo se apoderó de toda la ciudad.
Aquella noche, Amparo y Rafael fueron a ver a Fernando. Les abrió la Juani, que pasaba los dedos por la comisura de los labios.
—Pasad, no os quedéis ahí de pie. Entrad que vais a ver mi casa. Aquí en el comedor tengo un sofá y dos «sofanes». Y to mu limpio.
—Fernando, anímate, hombre. Tú vas a hacer caso del mamarracho ese. Mira, como no hace más que ir a misa y beber hasta perder el conocimiento, cualquier día se va a ir con Dios. Pero tú eres joven, vives en la bahía de Cádiz, que es un paraíso, estás sin Eva y además no tienes que ir a trabajar... ¿Qué más quieres, Adán?
—Amparito, bonita, muchas gracias; pero para mí, desde que me echaron, los días son dos trozos de pan llenos de nada.
—Bueno, pues tú le untas lo que sea. Que te lo dé tu hermana, que nos ha dicho que tú antes comías como una lima sorda.
—Amparo, mi Fernando no comía; engullía. La Juani, a los pies de la cama, movía la cabeza como un perrito de los que ponen en los coches. Estaba sonrosada y guapetona: llevaba una moña de jazmines pinchada en el rodete.
Me han dicho, dijo Amparito, que en la serrería se agrió todo el vino, que se está secando el almez y que no quedan pájaros. Dicen que hasta Pepito, el canario, se ha muerto. El único pájaro que queda es don Bruno, que está metido en el bote de formol del despacho. ¡Qué asco de hombre! Fernando sonrió.
- Amparito, yo era feliz en mi trabajo y tú eras allí mi mejor amiga. Pero ahora... lo que tengo es... Tengo toneladas de tizne en el alma.
En ese momento
una grajilla rozó con el ala el cristal del dormitorio. Era «Solera», dijo
Fernando, que tenía bautizado a todos los pájaros del árbol. Luego miles de
pájaros se pusieron en marcha. El vuelo alto, majestuoso en forma de UVE lo
dirigía «Solera», la grajilla. Un ruido ensordecedor acalló todos los ruidos de
la ciudad. Parecía que en la sartén oscura de la noche se freía el miedo. Fue
una noche larga de graznidos. "Toda la noche se oyeron pasar pájaros"
Granada, 10 de noviembre del año 2020.
Jacinto S. Martín
Machacante. Soldado destinado al servicio de un superior. Sin.: asistente. Por extensión, cualquier persona destinada al servicio de un jefe para que realice lo que este le indique.
ResponderEliminarAgradaó. Andalucismo de 'agradador' definido en el DRAE como la persona que procura agradar. El 'agradaó', pelota supremo del jefe, se dedicaba a hacerle la vida agradable al superior. Ese era su único trabajo.
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