EL CONTADOR DE SOMBRAS
«Tú no
ves lo que eres, sino su sombra.» (Rabindranath Tagore)
Amanece que no es poco. Sigo en Granada. Bajo y
abro el buzón. Veo que «el profesor no tiene quien le escriba». Tengo tiempo
para ir despacio al ilustre establecimiento. Es el Rosh Hashaná, el comienzo
del año judío, un buen día para hablar de Sefarad. Da la lección inaugural el
profesor Requena.
Todavía no han coincidido las castañeras y el
tiempo. Supongo que éste acabará rindiéndose ante la sartén agujereada. Una de
las vendedoras ocupa la esquina de la calle Tablas. Perfecta se despliega en
blanco la mesa petitoria del otoño. Petra Botero no se despega del purgatorio
rojo. El marido pregona: «Señoras y señores, he aquí la castaña», y su grito se
acompasa con la música de violín que alguien «rascapica» en Puentezuelas.
Petra está quieta; su marido se mueve
continuamente: la actividad vence al frío; la quietud al calor. Me acerco para
comprar un cucurucho de palabras. Él cree que me las vende asadas.
— ¿Cómo va esto?
—La cosa está mala desde que pasó lo que pasó con
Lheman Brothers. Mire usted, quien gobierna el mundo es Goldman Sachs.
—¡Ojú! A pesar de su aspecto «poligonero» y de su
oreja taladrada por una argolla, Casto me confirmó que había estudiado Derecho,
que le dijeron que tenía muchas salidas, tantas como las de la sartén.
Me despido del vendedor. Sin mirarme sigue avivando
el fuego con el soplillo. La gente pasa con la indiferencia del verano.
La plaza
de la Trinidad huele a estornino. La de la Universidad presenta a Carlos V,
manco y pintado. Cuando anochezca, pienso, los pájaros del castaño de Indias de
la plaza te apedrearán —a castañazo limpio— con el erizo y su fruto. Ando
despacio al ritmo de un tabor de Regulares, ya sabéis que padezco del cóndilo,
así que estoy obligado a pasear. Frente al Colegio Mayor de San Bartolomé y
Santiago, los leones de la fuentecilla arquean una desganada lengua de agua.
Entrelazan sus ramas un ginkgo y un naranjo. Oriente y Occidente se comprenden en la esclavitud de dos arriates cercanos.
Llego a la altura del conservatorio, que escupe a la calle, en desconcierto,
una música lejana de piano. Ya mismo nos cambiarán la hora: nos desorientan
como a los girasoles ciegos de Méndez. Vivimos de espaldas al sol. Advierto que
nos están maniatando: el lazo del tiempo del reloj nos aprisionó la muñeca
izquierda, el móvil nos muerde la oreja y nos inmoviliza la mano derecha, y el
libro, que llevas bajo el brazo, lo haces carne de tu carne —nueva Eva— junto a
las costillas.
Las columnas salomónicas del Colegio Notarial dan
fe de un pasado glorioso. Frente a San Juan de Dios un incienso dulce, anticipo
«semanasantero», inunda la calle. Se advierte en el vendedor de hornos
cartujanos, en donde arde la resina, una evidente piedad y veneración… por el
dinero, ¡claro!
Cruzo y entro en la iglesia, más por cansancio
que por devoción. Suena solemne, casi religioso, un deathrock de «Sopor
Aeternus», inspirado en «las flores del mal». Seguramente se lo han regalado a
la institución y como da el pego... Un fraile pone el contrapunto a la música
gótica funcionariando el rosario. Está echado sobre el ambón con un resto de
noche en las pestañas. Yo creo que no cree, que está en la segunda inocencia
machadiana. Estoy en la iglesia cerca del confesonario. El abejorreo de la
letanía casi me duerme.
De pronto, veo que un hombre se acerca al lavadero de conciencias. Me extraña que se confiese por el lateral, ajedrezando sus culpas. Va nervioso, tanto que al sacar el pañuelo para secarse el sudor se le ha caído el DNI. Lo cojo del suelo. Inocencio Mata Coucrouche. Al terminar, se lo daré. No quiero interrumpir.
—¡Padre,
pequé, perdón! La autoinculpación resonó en toda la iglesia. Incliné la oreja y
hasta la abociné con la mano. El serial será magnífico, pensé. Me ayuda mi fino
oído de tísico.
—Padre,
vengo porque mato mucho.
—¡Un momento! Yo dirijo la confesión. Cada uno
sabe lo que sabe. ¿Viene con contrición?
—No, vengo
solo.
—¡Animal de bellota! Bueno, haré el catálogo
pecaminoso, se oyó en un tono menor, y tú, hijo, sólo tienes que responder sí o
no. Luego cumplirás la penitencia, todo paraíso tiene su infierno.
—¿Has cometido pecado de soberbia? SI SÍ, tres
padrenuestros.
—No, padre.
—Bien, hay que ser humildes. Fíjate, hijo, que a
mí a humilde no hay quien me gane.
—Padre, es
que yo vengo porque mato mucho.
—Bueno, al quinto ya llegaremos cuando a mí me
parezca. Yo dirijo la confesión. De lujuria, ¿cómo andamos?
—Algo hay.
—¡Algo hay, no! ¿Sí o no?
—Digamos que sí.
—SI SÍ, comerás espinacas los miércoles. Además
darás limosna a esta institución.
—¿De gula?
—Lo poco que como lo hago con apetito.
—¿Entonces sí?
—¡Bueno, sí!
—SI SÍ, estarás a pan y agua una semana.
Era
interesante la penitencia tarifada, que resultaba sorprendentemente novedosa.
Era rigurosa, objetiva, seria, no «customizada», no hay que adaptarse nunca al
gusto del cliente-pecador. Miro el reloj. Falta una hora todavía. Tengo tiempo
para llegar al instituto. Decido quedarme en calidad de Martín Bond.
—Pero, padre, yo he venido aquí porque mato
mucho.
—¡Silencio! Continuamos. ¿Es usted envidioso?
—Soy español, padre.
—SI SÍ,
comerás habas durante quince días.
—¿Con un poco de jamón, quizás?
—¡Solas!
El pecador era alto. Tenía la cara como el que
nada debajo del agua. Estaba de rodillas y llegaba casi al pináculo del
confesonario. De vez en cuando, como sorprendido, echaba tres veces la cabeza
hacia atrás como si diera un pésame inverso con rebote. Luego se reponía y
volvía a repetirse:
—Pero, padre, yo he venido aquí porque mato
mucho.
—¡Ya
estamos!
— Hijo, ¿eres avaricioso?
—Lo normal en un pobre.
—Entonces quedamos en que sí, ¿no? SI SÍ, durante
un mes sólo comerás garbanzos cocidos con aceite. Van muy bien para la
avaricia.
—Y la ira, ¿cómo la llevamos? En ese momento, la
irritación sorda de Inocencio —así decía el DNI que se llamaba el pecador— se
transmitió a la mano que golpeó violentamente el «refugio pecatorum». Don
Tranquilino, el cura, sin inmutarse, siguió rellenando el cuestionario.
—SI SÍ,
comerás lentejas todos los jueves del año. Van muy bien para esto.
—¿Y la pereza?
—Toda. La pereza es el estado natural del hombre.
El trabajo, padre, nos violenta. En ese momento don Tranquilino bostezó. De la
boca del cura, oscura bodega de santidad, llegaba un olor a coñac Barbadillo
Gran Reserva.
—¿Pero mucha?
—«Muncha», pero «muncha, muncha, muncha».
—Entonces, dormirás un día sí y otro no.
—Padre, ¿y la siesta?
—Calle, hombre de Dios.
Nada de siesta. ¡En pie, como un hombre!
Bueno, hijo mío, vamos a lo que te interesa.
—¿Has matado alguna vez?
—Sí, claro. Por eso vengo.
—¿Por qué?
—Necesito matar para no morirme. Me pagan el
aguijón del odio.
—¿Es usted médico o torero? El cura había
cambiado el tratamiento. Siempre hubo clases.
—No, padre. Yo soy un sicario.
—¿Siqué?
—Sicario. Soy contratado para matar. Asfixio,
pisoteo, aplasto, apaleo. Busco los lugares más oscuros, sucios y neblinosos.
Padre, para mí la vida no es más que un viaje hacia la muerte. Me oriento como
un murciélago por el inframundo: aparcamientos subterráneos, bodegas, sótanos.
—Por cierto, hijo, ¿tú no quieres a nadie?
—Padre, lo mío es «amor de sumisión» a quien me
paga treinta euros al día.
—¡La paga de Judas! ¡Siga!
—Empecé por las morenas, españolas escurridizas,
de piernas ágiles. Más tarde, cuando llegaron las alemanas con esto del
turismo, las exterminé con rapidez.
—Lo suyo va a ser grave, dijo don Tranquilino.
Pero, monstruo, ¿cómo estás libre?
—¡Ya ve usted!
—¿No tienes, hijo, sentimiento de culpa?
—No, padre, ya me gustaría: el cristiano
sentimiento de culpa redobla el placer de pecar. «Además, la supervivencia del ADN
me impulsa. En un universo de genes egoístas, no hay rastro alguno de justicia,
ni mal, ni bien; sobrenada por encima de todo una indiferencia despiadada y
cruel. El ADN no se preocupa nada más que de sí mismo. Todos bailamos al son
del ADN».
—Eso del ADN, ¿dónde lo aprendiste?
—Del maestro,
el único día que fui a la escuela. Me lo sé de memoria. Es el único saber que
ocupa mi cabeza.
—Bueno,
siga, criatura de Dios.
—Padre, luego, después de la faena, las cuento.
Soy un contador de sombras. Esto es de familia, ¿sabe? Mi tío Frasco, que está
en la flor de la vida, acaba de cumplir noventa y siete años, todavía hace el
inventario de las sombras que abandonan el estuche del cuerpo. Lleva la
contabilidad por parroquias, diariamente. Son dignos de ver los cuadernos
forrados con hule negro. Así lleva desde que le pusieron un marcapasos, hace
más de veinte años.
—¡Siga! No
me interesan ni su tío ni su marcasombras.
—Según el último recuento, llevo más alemanas que españolas.
—¿Y ahora?
—Ahora estoy acabando con las americanas. Me dan
más trabajo. Son más corpulentas y más rápidas, ¿sabe?
Don Tranquilino se fue acelerando —poniéndose
rojo intermitente como coche en atasco— de tal forma, que, levantándose del
confesonario, irritado, amenazó a gritos: ¡Ahora mismo llamo al 091, cabrón!
Al oír la amenaza, Inocencio Mata salió corriendo de la iglesia. Lo seguí con la curiosidad de una mosca verde, para devolverle el DNI y para verlo de cerca.
Llevaba un mono azul. Corría que se las pelaba por San Juan de Dios arriba. Tuve la suerte de que tropezara con un acordeonista argentino, que en esos momentos interpretaba «El río de la luna», y me acerqué.
Cuando llegué a su
altura, pude leer en la espalda de Inocencio: DESINFECCIÓN Y DESINSECTACIÓN "EL FLAUTISTA DE HAMELÍN" (ESPECIALISTA EN ELIMINAR CUALQUIER TIPO DE CUCARACHAS-GRANADA).
Granada, Comienzo de curso del año 2012.
Jacinto S. Martín
Perfecta se despliega en blanco la mesa petitoria del otoño. Petra Botero no se despega del purgatorio rojo. El marido pregona: «Señoras y señores, he aquí la castaña», y su grito se acompasa con la música de violín que alguien «rascapica» en Puentezuelas.
ResponderEliminarFinal sorprendente. Es curioso, tengo un cuento parecido que se titula El matador. ¡Vaya! Un abrazo, Jacinto
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