lunes, 9 de noviembre de 2020

Toda la noche se oyeron pasar pájaros - Capítulo 1









 Toda la noche se oyeron pasar pájaros

«Tuvieron la mar como el río de Sevilla; gracias a Dios, dice el Almirante. Los aires muy dulces como en abril en Sevilla, que es placer estar a ellos: tan olorosos son. Toda la noche oyeron pasar pájaros.» [Diario de a bordo de Cristóbal Colón]

 La alegría del verano volaba en las alas de los vencejos. Fernando estaba preocupado porque lo había llamado el jefe.

    ¿Da usted su permiso, don Bruno?

    Pase usted, Fernando.

    Usted dirá, don Bruno.

La mañana era cálida. Una pasmosa tranquilidad anunciaba el levante. Empezaron a levantarse pequeños remolinos de polvo. En la pecera, desde la que don Bruno vigilaba la aserradora, uno se sentía incómodo. Olía a tabaco y a coñac. El suelo crujía amenazante, temblaba al pisarlo, como si la humillación de sentirse pisado fuera a cobrarse una inminente venganza. La luz artificial iluminaba con la misma falsedad que se respiraba en el ambiente. No había ventanas para oler el aire que venía de Cádiz. No se oía la algarabía de los pájaros en el almez gigantesco que dominaba el ancho patio empedrado. Don Bruno estaba encerrado en un frasco de formol.

    Dígame usted, don Bruno, volvió a repetir Fernando, que estaba neblinoso de serrín oliendo a madera.

    ¡Ah, sí, perdone! La empresa se ve obligada a reajustar la plantilla y hemos considerado que su trabajo es lento. Ya sé que lleva usted con nosotros más de treinta años. Lo sé. Y que no ha faltado a esta casa ni un solo día, también lo sé. Que no ha planteado jamás ningún problema. ¡Claro que lo sé! Yo lo he visto crecer como a un hijo..., gordo, saludable, viendo cómo iba cambiando el pelo por la bola de billar con la que ahora tapa sus neuronas, cómo sus andares se iban enlenteciendo, cómo su barriga cervecera se destacaba cada día más. Yo pensaba, amigo Fernando, que esa barriga y esa calva pertenecían a la empresa. Mi dinero las había hecho posibles. Pero, amigo Fernando, ¡el dinero no tiene corazón!, ¡qué se le va a hacer!

     ¿Entonces?

    Entonces, Fernando, que usted ya está viejo y que ya no tiene la fuerza de los veinte años cuando entró aquí y que con su trabajo «si acaso» cambiábamos el dinero. Y eso no podemos consentirlo. Usted, Fernando, para la empresa no es más que un guillame. Hay muchas familias que dependen de mí y prefiero que usted nos deje amistosamente, comprendiendo que no es un sacrificio inútil, pues muchas personas seguirán comiendo de mi inversión.

    ¡Bueno, lo que usted diga, don Bruno!

    Pase usted a que el gerente le dé alguna cosilla.

 Fernando salió con las manos en los bolsillos, inflando joroba de humillado, convertido en el cierre de un paréntesis de toda una vida de esfuerzo. A pesar de la derrota, se volvió y enfrentó su cabeza calva a la cabeza poblada y perfumada del jefe.

    Solo le pido una cosa, don Bruno, que me deje venir a darle de comer a los pájaros.

    ¡Bien, bien!  

Fernando salió a la calle. El levante le soplaba veinte mil historias con su voz de viento rebelde y le empujaba por la espalda arrojándolo de la aserradora. Crujían las hojas de los plátanos «craqueando» por los adoquines de las calles. Una tolvanera casi le arranca la chaqueta, que únicamente se ponía cuando iba a ver a don Bruno. El pobre hombre, arrastrado por el viento, se preguntaba qué haría a partir de ese momento. De pronto todos los días se habían teñido de rojo como los domingos, cuando iba a la playa y llenaba con aire puro los pulmones llenos de serrín y miraba un horizonte más lejano y más azul y veía a las gaviotas más cerca de Dios y cambiaba el chirriante chillar de la cortadora por el relajante rumor del mar.

¿Qué hago yo viviendo siempre en domingo?, se preguntaba nuestro hombre. Bueno, me dijo don Bruno que podía ir todos los días a acariciar la madera del árbol, a oler el patio empedrado que sabe a vino y a darle de comer a los pájaros.

Fernando decía que un pájaro era como un ángel, la materialización mínima de un ángel. El pájaro es más puro que el hombre, porque arrastra menos materia, pensaba. Cuando resucitaba el día, Fernando Salinas veía cómo levantaban el vuelo, llenos de sol, de luz, de vida.

Luego, cuando —entre dos luces— volvían, Fernando los veía nerviosos, desviando su vuelo, apresurados como si la oscuridad fuera a acabar con ellos. Primero llegaban los gorriones, una hora después las grajillas. Traían prisa, se descolocaban, remontaban la caída de la rama con un pequeño vuelo. La chillería era sorprendente, aterradora. Los pájaros freían su nerviosismo en la sartén oscura del miedo.

 Asustados, telegrafiaban el pánico picoteándose, saltaban de rama en rama, chillaban, temblaban en el árbol como el niño que empieza a andar y se lanza desesperado en los últimos pasos a los brazos de su madre.

 Cuando ya el árbol los arropaba con el silencio oscuro y sucio de la noche, Fernando acariciaba la corteza rugosa del árbol y se iba. Para entonces, ya el patio se había entoldado con decenas de golondrinas que se sostenían en los alambres de la vela.

 Al día siguiente, Salinas fue a ver a sus pájaros. Llevaba migas de pan y hasta un saquillo con almecinas, que hacía dos días había recogido del árbol. La semilla dulce, negra y amarilla, hacía que los gorriones bajaran a comer de su mano. Cuando llegó a las puertas de la serrería, Juanito, el machacante, le dijo que allí no se entraba, que don Bruno se lo había prohibido.

«Tonterías  las precisas», le dijo el machacante que le había dicho el jefe. Fernando no dijo nada. Estrechó la mano de Juanito y se fue. Una oscuridad se metió entonces en su pecho, como una sombra, como un malestar impreciso. Sentía miedo de estar en la calle, se mareaba. Iba sentándose por los sardineles de las casas, respirando el frescor de los zaguanes. Lentamente llegó al piso que compartía con su hermana.

                                                      *


Granada, 9 de noviembre del año 2020.

Jacinto S. Martín


1 comentario:

  1. Fernando salió con las manos en los bolsillos, inflando joroba de humillado, convertido en el cierre de un paréntesis de toda una vida de esfuerzo.

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