miércoles, 25 de noviembre de 2020

La mano de Aixa

 



LA MANO DE AIXA




Hace ya mucho tiempo, no sé cuánto,

sólo sé que me duelen más los huesos

y que Aixa aprende ya la question tag,

la música de Falla, el cisma de Aviñón

y a medir versos...

 

Hace ya mucho tiempo, durante muchos días,

cuando el rosa manchaba la mejilla del alba,

yo acompañé al colegio a una mano pequeña,

de largos dedos, blanca.

 

Llenábamos de libros la cartera,

ilustrada joroba de camello,

condena de los niños de ese tiempo.

Después comprábamos un donut,

ilusionado círculo de chocolate negro.

 

Íbamos los tres bajo el frío de enero:

mi cansancio, mi hija y yo;

perdón, yo, mi hija y mi cansancio,

(el burro va primero).

 

Subíamos deprisa la escalera horizontal

de los pasos de cebra

y aparecíamos en el patio del “cole”

bajo la espesa niebla.

La fuente congelada jugaba a ser espejo.

 

Luego, unos labios pequeños,

aún almohadados por el sueño,

me ofrecían el regalo de un beso;

yo besaba también la frente de mi hija

y la dejaba delgaducha y sonriente

detrás de una gran reja, metáfora de encierro.

 

 

Volvíamos los dos.

Pensábamos que Aixa aprendería

que el mundo era redondo

y tan dulce como un caramelo,

que Dios tenía lápices de colores

y que gastó el azul para pintar el cielo,

que jugaría después arrullada de palomas

al salir al recreo,

y que luego, más tarde, quedaría

colgada boca abajo,

“uniformado murciélago”,

en los laberintos de un columpio de acero.

 

Hace ya mucho tiempo, no sé cuánto,

imperceptiblemente,

pues casi nunca se nos rompen de repente los sueños,

perdí el viejo cansancio

y la mano de largos dedos, blanca,

pequeño lazarillo con quien cruzaba el alba

cuando el árbol sin hojas del semáforo marcaba

intermitente la esperanza.

 

Granada, octubre de 1994.

 

Jacinto S. Martín

 

 




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