LA MANO DE AIXA
Hace ya mucho tiempo, no sé
cuánto,
sólo sé que me duelen más
los huesos
y que Aixa aprende ya la
question tag,
la música de Falla, el cisma
de Aviñón
y a medir versos...
Hace ya mucho tiempo,
durante muchos días,
cuando el rosa manchaba la
mejilla del alba,
yo acompañé al colegio a una
mano pequeña,
de largos dedos, blanca.
Llenábamos de libros la
cartera,
ilustrada joroba de camello,
condena de los niños de ese
tiempo.
Después comprábamos un
donut,
ilusionado círculo de
chocolate negro.
Íbamos los tres bajo el frío
de enero:
mi cansancio, mi hija y yo;
perdón, yo, mi hija y mi
cansancio,
(el burro va primero).
Subíamos deprisa la escalera
horizontal
de los pasos de cebra
y aparecíamos en el patio
del “cole”
bajo la espesa niebla.
La fuente congelada jugaba a
ser espejo.
Luego, unos labios pequeños,
aún almohadados por el
sueño,
me ofrecían el regalo de un
beso;
yo besaba también la frente
de mi hija
y la dejaba delgaducha y
sonriente
detrás de una gran reja, metáfora
de encierro.
Volvíamos los dos.
Pensábamos que Aixa
aprendería
que el mundo era redondo
y tan dulce como un
caramelo,
que Dios tenía lápices de
colores
y que gastó el azul para
pintar el cielo,
que jugaría después
arrullada de palomas
al salir al recreo,
y que luego, más tarde,
quedaría
colgada boca abajo,
“uniformado murciélago”,
en los laberintos de un
columpio de acero.
Hace ya mucho tiempo, no sé
cuánto,
imperceptiblemente,
pues casi nunca
se nos rompen de repente los sueños,
perdí el viejo
cansancio
y la mano de
largos dedos, blanca,
pequeño lazarillo
con quien cruzaba el alba
cuando el árbol
sin hojas del semáforo marcaba
intermitente la
esperanza.
Granada, octubre
de 1994.
Jacinto S.
Martín
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