A mi prima Amalia
Aranda que sabe que todo lo que se cuenta es cierto.
«Creo que nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven.» [José Saramago]
En la celebérrima, muy noble y leal ciudad de
Arahal, la tarde de noviembre cada vez se inquietaba más. Llegaban puntuales
casi todos los examinandos. Se trataba de buscar trabajo en la ONCE entre
personas con un por lo menos setenta y cinco por ciento de incapacidad.
Aspiraban al puesto: El Tubería,
que hablaba con sonidos sordos guturales como un desagüe; Tolocasco, chivato
siempre activo; el Enano, gigantón algo alelado, que «combebía» con todo el que
se presentara; Pepe Voz de Vaca, que olía a hierba y casi mugía al hablar; el
Vitaminas, flaco y débil como su nombre indicaba; el Hincha, gordo inflado que
despreciaba el fútbol; el Tornillo, envuelto en sí mismo como una tuerca o una
pasta hélice; el Mantecas, que hasta su desgracia había sido carnicero; el
Pirata que enrollaba la pierna izquierda en una vieja muleta costrosa y había
perdido un ojo que mal disimulaba con una cortinilla negra; Juana la Petanca
aficionada a los hombres y al juego; El Contra, bizco de nacimiento, del que
decían que tenía un ojo contra el Gobierno, y Pepe el León que, aunque manco del brazo
izquierdo y retraído, era más capaz que el mismo delegado «oncero». Inteligente
y memorioso, no olvidaba jamás lo que leía. Pudo ejercer de maestro, pero Pepe
afirmaba, equivocadamente, que ser maestro es una de las cosas más tristes que
puede ser un hombre.
Aunque todos sabían que de la
fortuna no se puede esperar gran cosa sino traición, paseaban nerviosos delante
de la puerta de la oficinilla. El Contra intentaba tranquilizar a la tropa: «No
os pongáis nerviosos, la vida es corta y aburrida; nos la pasamos siempre
deseando. Así que si no sale esto, ya desearemos otra cosa»
Los gritos de don Francisco el delegado se
oían por toda la placita redonda y cubierta de albero, como ruedo sin espectadores, en la que se situaba la
estrecha oficina. Sólo el viento en las jacarandas simulaba un extraño y
violáceo pasodoble. A don Francisco, corpulento y grasiento, le habían enviado
de Madrid las normas a las que se tenían que ajustar las pruebas de los futuros
vendedores de esperanza, el gran estorbo de vivir.
No conseguía leerlas. Pasaba una
y otra vez las hinchadas manos sobre el punzante papel en braille, sin adivinar
qué querían decirle. Se raspaba las manos en un sinsentido extraño, se le
abultaba el belfo de la boca, hasta que descubrió la broma: uno de los
empleados de la oficina había conseguido colocar dentro del sobre oficial,
perfectamente recortado con las medidas exactas del documento, un papel de lija
de imposible adivinación. Esa era la causa de las maldiciones que retumbaban
por la pequeña oficina y transmitía el eco por la placita de albero: «Leche
puta, ¿esto qué es? ¡Me cago en “to” lo que se mueva! ¡Como descubra al
zorromorro que hizo la gracia, se entera!»
Por fin abrieron el auténtico
sobre que venía de Madrid con la prueba. Aun así seguía gritando, pero por
motivo distinto: la pava que preparaban para matar en Navidades, para la que
faltaban pocos días, había caído al pozo de la casa después de un torpe vuelo
al intentar cogerla y la criada se había quemado la mano con la plancha. El
ciego, a quien la naturaleza crió inclinado a la tierra, siervo de su vientre,
gritaba: «que dejen a la Loli (la muchacha) y se ocupen de la pava.»
Así se hizo. Cuando lograron
sacarla del pozo en una cesta que sustituyó al viejo cubo, la cubrieron con una
manta pues el animal tiritaba de frío. Don Francisco el ciego ordenó que le
dieran una botella de coñac antes de que se muriera. La pava cogió una cogorza
que la movía de una a otra parte del corral como papel en callejón un día de
viento. Era casi un borracho franquista cuando las penas se aliviaban con litro
y medio. El ciego sostenía que, como se había cargado entera la botella del
501, la carne estaría más tierna y tendría mejor sabor. En la cima de la desesperación gritaba: "Que la metan un rato en el horno de la panadería de la calle Pozo Dulce antes de que palme".
Loli estuvo desocupada todo el día, pues las
quemaduras habían sido de cierta importancia. Olía a vinagre con el que había
empapado su mano y lloraba en el corral junto a la pava tambaleante.
Por fin, una hora después de lo
previsto se empezó el ejercicio. Don Francisco, que era libre como el viento,
tiró a la papelera la prueba madrileña, un dictado extraño que en letras
mayúsculas decía: «BERNABÉ ERA UN JOVEN CALAVERA EMPONZOÑADO DE WHISKY».
A continuación les entregó un
lápiz a los pobres examinandos y dictó rápidamente en vista del escaso tiempo
que les quedaba después del incidente del papel de lija, de la desgracia pavera
y de la quemadura de la Loli. Se alinearon en dos grupos, uno de cinco y otro
de seis, once, en los pupitres de un colegio cercano junto a la iglesia de la
Magdalena, que se alzaba soberbia sobre las casas pequeñas y encaladas, y
acompañado de Federico, su fiel secretario, tronó el dictado. Corto y genial a
un tiempo. Por las blanqueadas paredes del aula resonó la voz del ciego: «Veo
muchas caras y pocos destinos» y luego: «¡Atiendan, sólo lo repetiré una vez!
¡Ah, no se les olvide que deben escribir en letras mayúsculas!».
Don Francisco tronó: «VICKS VAPORUB».
Ese fue el dictado. Cuando terminó la prueba,
extraña y veloz como un rayo, Federico,el secretario, corrigió el tremendo desaguisado:
Bis baporú, escribió uno de ellos. Otro: 'Visva porús'. Un tercero: 'Yo vi vapor y
tú?' El cuarto de la fila de la izquierda dejó en el papel: 'Bisbasposrus'. Estaba
orgulloso porque sabía que viniendo de Madrid tenía que escribirse con muchas
eses. El siguiente, pensando que aquello venía del Régimen, escribió Biba
Franco y biba tú. Viki va porú, dijo otro de los ínclitos. Se amontonaban las
genialidades: 'Yolobiyaytú'; 'Biclimú'; (Yo creo que me ha salido bien, decía
éste); 'Bibatú', y debajo, Pa don Francisco; 'Vi bapó uf', dijo el décimo.
Pepe el León escribió Vicks Vaporub y explicó que era un ungüento descubierto por un farmacéutico
de Carolina del Norte y que Vicks era el nombre de su cuñado. Lo sé de muy
buena tinta, decía Pepe el León que hacía honor a su nombre. Este fue el
primero que rechazaron. «Tíralo a la papelera, que “pa” vender “iguales” no
hace falta saber tanto», dijo don Francisco, soberbio, con el belfo brillante de
saliva.
No comprendo cómo con un dictado tan fácil se
puede hacer tan mal, decía el ciego, indignado. Por fin, el jurado consular –
don Francisco y Federico - y Pepita la
administrativa, que solo creía en Dios y en el Corte Inglés, se retiraron a
deliberar.
Federico, Federico, vamos a
quedarnos con el que habla de Franco que luego «to» se sabe, dijo astutamente
don Francisco. Federico, Federico, mira: 'cuando se convoque otra plaza llamamos al otro
pelota'.
Era ya adulto el invierno. La tarde se había
puesto roja con unas nubes bajas amenazantes con sabor a fresa. Las jacarandas
habían manchado el suelo con su pegamento violeta. Cuando los humillados y
vencidos examinados cruzaron la plazuela, una ráfaga de viento oscuro los ocultó.
Arahal, 30 de noviembre de 1968.
Jacinto S. Martín
Era ya adulto el invierno. La tarde se había puesto roja con unas nubes bajas amenazantes con sabor a fresa. Las jacarandas habían manchado el suelo con su pegamento violeta. Cuando los humillados y vencidos examinandos cruzaron la plazuela, una ráfaga de viento oscuro los ocultó.
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