lunes, 5 de octubre de 2020

El dictado del ciego



                             A mi prima Amalia Aranda que sabe que todo lo que se cuenta es cierto.

«Creo que nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven.» [José Saramago]

 En la celebérrima, muy noble y leal ciudad de Arahal, la tarde de noviembre cada vez se inquietaba más. Llegaban puntuales casi todos los examinandos. Se trataba de buscar trabajo en la ONCE entre personas con un por lo menos setenta y cinco por ciento de incapacidad.

Aspiraban al puesto: El Tubería, que hablaba con sonidos sordos guturales como un desagüe; Tolocasco, chivato siempre activo; el Enano, gigantón algo alelado, que «combebía» con todo el que se presentara; Pepe Voz de Vaca, que olía a hierba y casi mugía al hablar; el Vitaminas, flaco y débil como su nombre indicaba; el Hincha, gordo inflado que despreciaba el fútbol; el Tornillo, envuelto en sí mismo como una tuerca o una pasta hélice; el Mantecas, que hasta su desgracia había sido carnicero; el Pirata que enrollaba la pierna izquierda en una vieja muleta costrosa y había perdido un ojo que mal disimulaba con una cortinilla negra; Juana la Petanca aficionada a los hombres y al juego; El Contra, bizco de nacimiento, del que decían que tenía un ojo contra el Gobierno,  y Pepe el León que, aunque manco del brazo izquierdo y retraído, era más capaz que el mismo delegado «oncero». Inteligente y memorioso, no olvidaba jamás lo que leía. Pudo ejercer de maestro, pero Pepe afirmaba, equivocadamente, que ser maestro es una de las cosas más tristes que puede ser un hombre.

Aunque todos sabían que de la fortuna no se puede esperar gran cosa sino traición, paseaban nerviosos delante de la puerta de la oficinilla. El Contra intentaba tranquilizar a la tropa: «No os pongáis nerviosos, la vida es corta y aburrida; nos la pasamos siempre deseando. Así que si no sale esto, ya desearemos otra cosa»

 Los gritos de don Francisco el delegado se oían por toda la placita redonda y cubierta de albero, como ruedo  sin espectadores, en la que se situaba la estrecha oficina. Sólo el viento en las jacarandas simulaba un extraño y violáceo pasodoble. A don Francisco, corpulento y grasiento, le habían enviado de Madrid las normas a las que se tenían que ajustar las pruebas de los futuros vendedores de esperanza, el gran estorbo de vivir.

No conseguía leerlas. Pasaba una y otra vez las hinchadas manos sobre el punzante papel en braille, sin adivinar qué querían decirle. Se raspaba las manos en un sinsentido extraño, se le abultaba el belfo de la boca, hasta que descubrió la broma: uno de los empleados de la oficina había conseguido colocar dentro del sobre oficial, perfectamente recortado con las medidas exactas del documento, un papel de lija de imposible adivinación. Esa era la causa de las maldiciones que retumbaban por la pequeña oficina y transmitía el eco por la placita de albero: «Leche puta, ¿esto qué es? ¡Me cago en “to” lo que se mueva! ¡Como descubra al zorromorro que hizo la gracia, se entera!»

Por fin abrieron el auténtico sobre que venía de Madrid con la prueba. Aun así seguía gritando, pero por motivo distinto: la pava que preparaban para matar en Navidades, para la que faltaban pocos días, había caído al pozo de la casa después de un torpe vuelo al intentar cogerla y la criada se había quemado la mano con la plancha. El ciego, a quien la naturaleza crió inclinado a la tierra, siervo de su vientre, gritaba: «que dejen a la Loli (la muchacha) y se ocupen de la pava.»

Así se hizo. Cuando lograron sacarla del pozo en una cesta que sustituyó al viejo cubo, la cubrieron con una manta pues el animal tiritaba de frío. Don Francisco el ciego ordenó que le dieran una botella de coñac antes de que se muriera. La pava cogió una cogorza que la movía de una a otra parte del corral como papel en callejón un día de viento. Era casi un borracho franquista cuando las penas se aliviaban con litro y medio. El ciego sostenía que, como se había cargado entera la botella del 501, la carne estaría más tierna y tendría mejor sabor. En la cima de la desesperación gritaba: "Que la metan un rato en el horno de la panadería de la calle Pozo Dulce antes de que palme".

 Loli estuvo desocupada todo el día, pues las quemaduras habían sido de cierta importancia. Olía a vinagre con el que había empapado su mano y lloraba en el corral junto a la pava tambaleante.

Por fin, una hora después de lo previsto se empezó el ejercicio. Don Francisco, que era libre como el viento, tiró a la papelera la prueba madrileña, un dictado extraño que en letras mayúsculas decía: «BERNABÉ ERA UN JOVEN CALAVERA EMPONZOÑADO DE WHISKY».

A continuación les entregó un lápiz a los pobres examinandos y dictó rápidamente en vista del escaso tiempo que les quedaba después del incidente del papel de lija, de la desgracia pavera y de la quemadura de la Loli. Se alinearon en dos grupos, uno de cinco y otro de seis, once, en los pupitres de un colegio cercano junto a la iglesia de la Magdalena, que se alzaba soberbia sobre las casas pequeñas y encaladas, y acompañado de Federico, su fiel secretario, tronó el dictado. Corto y genial a un tiempo. Por las blanqueadas paredes del aula resonó la voz del ciego: «Veo muchas caras y pocos destinos» y luego: «¡Atiendan, sólo lo repetiré una vez! ¡Ah, no se les olvide que deben escribir en letras mayúsculas!».

Don Francisco tronó: «VICKS VAPORUB».

 Ese fue el dictado. Cuando terminó la prueba, extraña y veloz como un rayo, Federico,el secretario, corrigió el tremendo desaguisado: Bis baporú, escribió uno de ellos. Otro: 'Visva porús'. Un tercero: 'Yo vi vapor y tú?' El cuarto de la fila de la izquierda dejó en el papel: 'Bisbasposrus'. Estaba orgulloso porque sabía que viniendo de Madrid tenía que escribirse con muchas eses. El siguiente, pensando que aquello venía del Régimen, escribió Biba Franco y biba tú. Viki va porú, dijo otro de los ínclitos. Se amontonaban las genialidades: 'Yolobiyaytú'; 'Biclimú'; (Yo creo que me ha salido bien, decía éste); 'Bibatú', y debajo, Pa don Francisco; 'Vi bapó uf', dijo el décimo.

 Pepe el León escribió Vicks Vaporub y explicó  que era un ungüento descubierto por un farmacéutico de Carolina del Norte y que Vicks era el nombre de su cuñado. Lo sé de muy buena tinta, decía Pepe el León que hacía honor a su nombre. Este fue el primero que rechazaron. «Tíralo a la papelera, que “pa” vender “iguales” no hace falta saber tanto», dijo don Francisco, soberbio, con el belfo brillante de saliva.

 No comprendo cómo con un dictado tan fácil se puede hacer tan mal, decía el ciego, indignado. Por fin, el jurado consular – don Francisco y Federico -  y Pepita la administrativa, que solo creía en Dios y en el Corte Inglés, se retiraron a deliberar.

Federico, Federico, vamos a quedarnos con el que habla de Franco que luego «to» se sabe, dijo astutamente don Francisco. Federico, Federico, mira: 'cuando se convoque otra plaza llamamos al otro pelota'.

 Era ya adulto el invierno. La tarde se había puesto roja con unas nubes bajas amenazantes con sabor a fresa. Las jacarandas habían manchado el suelo con su pegamento violeta. Cuando los humillados y vencidos examinados cruzaron la plazuela, una ráfaga de viento oscuro los ocultó.

Arahal, 30 de noviembre de 1968.

Jacinto S. Martín


1 comentario:

  1. Era ya adulto el invierno. La tarde se había puesto roja con unas nubes bajas amenazantes con sabor a fresa. Las jacarandas habían manchado el suelo con su pegamento violeta. Cuando los humillados y vencidos examinandos cruzaron la plazuela, una ráfaga de viento oscuro los ocultó.

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