Al llegar a Osuna escampó. Un
sol, blando y misericordioso, dejó caer sobre el viejo mercancías una última
limosna de luz. Olía a alpechín. En la estación, en soledad, un niño de unos catorce años
esperaba el tren. Llevaba una maleta y un libro.
—¡De Osuna, ni la luna...!
Después del grito, Pepe bajó de un salto y fue a ver al jefe. Ángel maniobró
hasta detener la máquina, que resopló como un animal cansado que se echa a tus
pies. El camarada volvió comiéndose una sardina-arenque. Se olía desde la
cabina. El arenque aplastado se lo estaba comiendo a cara de perro.
—¡Pepe, que todos somos hermanos de Dios!
—¡Hermanos de Dios, pero de la
torta, no! Luego sacó otro pedazo de pan y otra sardina. Toma, come... y
sonrió. Hacía viento, hacía mucho viento. En Osuna siempre reza el viento. Un
viento que se enreda en las pitas, en las chumberas y que amenaza con llevarse
la alta colegiata y el instituto, que vigilan el pueblo desde una colina.
De repente, un fuerte ruido les
hizo volver la cabeza. El tren de Granada venía envuelto en una nube de polvo y
apedreaba la estación con los guijarros que levantaba. Fueron rápidos a ver qué
ocurría. Cuando la máquina se detuvo y se asentó el polvo, vieron que traía
bajo las ruedas un triste acordeón de chapas. Un coche no respetó el paso a
nivel y el tren lo arrolló. Bajaron, con el susto en el cuerpo, todos los
viajeros. Al principio se lamentaban de la suerte de quien conducía el
vehículo. Los lamentos y algunas oraciones adivinadas en los gestos duraron
poco. Luego los comentarios se hicieron hostiles: «¡qué falta de prudencia!»,
«¡la gente no se entera!», «¿hasta cuándo nos van a tener aquí?»...
Fueron a ayudar al jefe de
estación, que estaba blanco como un pajuelo. Lo acompañaron hasta donde estaba
el cadáver del desafortunado y lo taparon con una manta. Pidieron a los
curiosos que se fueran. Quedaron en silencio. La muerte siempre te recompensa con
silencios.
—¿Qué es morirse, Angelito?
—Si nacer es salir de Cádiz, morirse es...
llegar a Málaga. Posiblemente en Málaga te den la buena noticia de que te
acompaña el hombre de Nazareth.
—Si es más fácil... Mira: morirse es dejar de
fumar, dejar de beber y dejar de darle cuerda al reloj. Somos un papel dando
vueltas en un callejón, cuando, de pronto, se echa el viento. ¡Nada más!
—Yo estudié en Osuna. Un buen día
decidieron que me viniera aquí. Recuerdo que aquella tarde después de un
partido de fútbol cuando el sol repitió su simulacro de incendio tras los
árboles, yo quedé con el balón redondo de las tristezas bajo el brazo, imitando
el ocaso. De un balonazo se me había ido el niño que llevaba dentro. ¡Esto
también es morirse!
—Ajó, ajó, ¡qué bien lo
pensaron!, ¡qué mal te salió!
Yo, sin embargo, aprendí a leer y
a escribir en la calle, pero siempre he tenido más libertad que tú. En la
cocina de mi casa estaba siempre el gato echado y el aire bamboleaba la talega
del pan, pero éramos libres.
—Pepe, la esclavitud y la
libertad nos igualan, como a los raíles, como a los cables de la luz desde
donde nos miran los mochuelos. A los dos sólo nos permiten el usufructo de la
miseria.
—¡FAI, FAI, eso es lo que hay!
—De la esclavitud y de la muerte
sólo nos salva el chispazo eléctrico de enamorarse. La mujer es la sal en la
sopa sosa del mundo, la mágica bebida que te aumenta la sed. Es muy importante
que no se cumpla del todo el deseo.
—Lo malo de querer algo es que te
lo den.
—Uno se enamora un día, porque la
química te lo exige.
—Todos sentimos un chispazo alguna vez. Puede
ser cualquiera la que te dé el lambreazo. Luego la persigues como un cazador.
—Pepe, decía un escritor, pobre
como nosotros, que «no todas las hermosuras enamoran; que algunas alegran la
vista, pero no rinden la voluntad». En esto estaban «tal que estar, tal que
estar» cuando el jefe de estación les dijo que la vía estaba libre. Y salieron
de Osuna con un regusto amargo de tragedia.
Cruzaron los campos rojos de Pedrera. Cuando
llegaron a Antequera, apenas se distinguía el boceto a carboncillo de la Peña
de los Enamorados.
—Angelito, voy a tener que dejar
esto. ¡Tú no sabes cómo me duele la espalda! Un día de éstos me voy a quedar
«doblao» como un langostino.
—¡No, hombre, tú estás fuerte!
¡Dios siempre te echará una mano!
—Para llamar a Dios hay que poner
el grito en el cielo. Y luego... este trabajo es tan penoso, tan triste, que
hace llorar a los cochinos.
—¡Hombre, eso no es así!
—¡Pues si no es así, será «asao»!
La vida es una faena. De la dehesa feliz de la niñez te llevan al ruedo del
miedo y se te echan encima todas las fechorías: te dan los primeros capotazos,
te aplacan la ira con banderillas y te pican desde el caballo ciego de la
suerte. Luego, cuando por fin te rindes, los demás te pagan con la moneda de la
indiferencia. Si aguantas en el ruedo del tiempo, se quejan de tu tardanza en
irte, y te dan el primer aviso, el de la soledad, el segundo del desamor y el
tercero del desprecio. ¡No hay que pasarse del cuarto de hora fijado para la
faena! A este pulpo —dijo señalándose el pecho con el índice—, ya le han «dao»
los tres sustos. Les dieron la salida.
Málaga, ya cercana, marcaba el final de una
jornada de trabajo de más de catorce horas. La oscuridad los hermanó aún más en
la conversación.
—Ir a Málaga es resucitar en la
explosión de la luz después de morir lentamente en los túneles. Málaga es el
paraíso desplomándose lento en el mar, la playa mordida por las olas..., la
libertad.
—Angelito, eso que acabas de
decir es lo que les tienen inculcado a los que leen.
Cuando entraron en Málaga, la «Soledad» se
cubrió con el jersey negro de la noche y se remansó en el quinto andén de la
estación. Pepe desenganchó los vagones de la máquina y los dejó en la vía de lomo de asno de la estación para que fueran dirigidos a las vías correspondientes. Luego bajaron de la vieja 040-2204 y, cansados, entraron en los barracones.
Cogieron los charnaques de madera y los colchones de borra y se echaron en
ellos con las manos en la nuca.
Entró Vega, uno de los
maquinistas que acababa de llegar de Madrid y saludó:
—¡Hombre, don Ángel Martín Sidi!, ¿qué hay?
—¡Lo normal... nada de nada!
—Y a ti, Pepe, ¿cómo te va la vida?
—¡Vega, la vida es una mierda!
— ¿Y eso quién lo ha dicho?
—¡Eso lo ha dicho MOSCÚ!
Epílogo:
Pepe Rojo Cabañas, MOSCÚ, murió en Utrera diez
años después. Tenía sesenta años. Había trabajado como fogonero en el «Virgen
de la Soledad» durante cuarenta y no había agotado aún los tres avisos de la
faena. Ángel fue a su casa e intentó convencerlo para que se pusiera a bien con
Dios. Se acercó a la cabecera de la cama y le dijo:
—Pepe, ¿quieres que llame a don José el cura?
¡Mira que si luego hay algo, te vas a llevar un chasco!
El cura, que ya estaba allí, se acercó y le
dijo al oído: «Hijo mío, ¿quieres confesarte de algo que creas que no has hecho
bien?»
El último hilo de voz de MOSCÚ resonó en la alcoba:
«¡Gracias, padre, estoy “servío”!»
Jacinto S. Martín
Bravo, Jacinto
ResponderEliminarQué bien cuentas los recuerdos!
Con ellos nos haces volver a tiempos en que teníamos lo mejor "la juventud".Un fuerte aplauso.
Jacinto, co qué gracia escribes. Te sigo siempre que puedo.
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