sábado, 26 de septiembre de 2020

Moscú - capítulo 1

 Este relato cierto, dividido en tres capítulos para su mejor lectura, está dedicado con toda justicia a  Juan Cerdera Sola  y a  María Vargas Martínez con quienes compartimos nuestro amor por nuestro nieto Víctor. 




 «Las ideologías nos separan, los sueños y la angustia nos unen.» [Eugène Ionesco]

 Aún no se distinguía el hilo blanco del hilo negro, cuando abrigado de soledad, un hombre, enfundado en un mono azul bajo un chaquetón de paño, se dirigía por la acera del puerto hasta la vieja estación del tren. Iba perfumado de olor a café de cebada y a pan tostado y a colonia barata con la que curó el arañazo que le dejó el afeitado. En su cara, tres papelillos de fumar confirmaban la pelea diaria con la cuchilla de las tres letras. Un barco mercante bostezaba en el puerto y su bocinazo hacía temblar las verjas oxidadas. En media hora, el hombre del mono azul confundía la claridad del humo blanco de la locomotora con su propio vaho. Una espesa niebla hacía de Cádiz un Londres misterioso. La roja estrellita del cigarro iluminaba la bocanada de humo sobre las manos encallecidas. Cuatro nubes para una misma confusión de sombras.

Una imprecisa línea de luz quería romper la noche, cuando otro hombre, también enfundado en un mono azul, cruzaba la avenida entre el ruido húmedo de los primeros coches en el asfalto mojado. El hombre alzaba el cuello de una pelliza vieja, para no ser guillotinado por el viento marero. Iba perfumado de café y llevaba un libro pequeño en el bolsillo izquierdo. A veces un libro puede abrigarte el corazón. El mar sonaba tan cerca que amenazaba con empaparlo todo de sonidos azules. Un respirar cansino, acompasado, anunciaba la entrada en la estación de un viejo tren. Se arrastraban los huesos del expreso por la igualdad matemática de los raíles. Las luces de la estación se esforzaban por romper la niebla. Ángel entró en la cantina y el chuuuufff de la cafetera le hizo girar la cabeza. Olía a colillas y a «fli».

 En un rincón del mostrador, acodado en la barra estaba Pepe.

 —Pepe, buenos días. ¿Qué hay?

—¿Qué va a haber? ¡Lo normal... nada de nada! ¡Vamos, Angelito, que se hace tarde!

 En el reloj de la estación, el minutero había derrapado al tomar la curva del seis. Las cinco y media pasadas. El que levanta a un hombre a estas horas no es un hombre, es un criminal, farfulló Pepe. Ángel se había adelantado y de un salto subió a la máquina. Esperó un poco a que su compañero cebase el fogón con varias paletadas de carbón. La máquina cogió presión. Las seis.

 —¡Vamos!

—¿A Málaga?

 —Sí, a Málaga. Quince vagones, como siempre.

 Ángel movió la manilla y la máquina empezó a moverse lentamente. La locomotora, una Mikado que arrastraba una composición de mercancías,  arrancó orgullosa, silbando, jadeando, envuelta en humo. Pararon en la tercera aguada y llenaron el ténder. Luego se encontraron en la estéril libertad del istmo. El viento de levante disparaba perdigonazos de arena, que repicaban sobre la placa en la que destacaba el nombre de la máquina: «Virgen de la Soledad». Se sentían acosados por los dientes de espuma del Atlántico. Amanecía. Escoltado de azules, el mercancías cortaba el tejido del océano que se quejaba con un chillar de gaviotas. Por fin, las pirámides de sal de San Fernando blanquearon el nuevo día.

 —¡Que seáis como el fuego, el agua y la sal! 

—Angelito, ya empezamos. ¡Te sale el cura que llevas dentro!

—¿Y tú?

—Yo sólo creo que nos muerden las conciencias.

—Y eso, ¿quién lo dice?

—¡Eso lo ha dicho MOSCÚ!

 Por las tierras albarizas de Jerez, la «Soledad», una vieja locomotora bronquítica, arrastraba su carga lentamente. Aunque era octubre,  aún estaban aserpiando las viñas, alumbrándolas para hacer frente a las lluvias de invierno. El aire bodeguero traía olor a fino, a pedrojiménez, a oloroso... Jerez de la Frontera, donde unos pocos tienen un mucho y muchos, muchos, tienen muy poco. Los pocos del mucho se levantan a las doce, sea de día o no sea, y se perfuman el pañuelo con Real Tesoro; los muchos del poco se levantan tan temprano, que parece que van a quemar avisperos.

—Sabes, Angelito, que una vez me examiné para entrar en Correos y me preguntaron cuáles eran las tres ciudades más importantes del mundo, y yo «que estaba un poco “indispuesto”» contesté: Jerez, El Puerto y Sanlúcar. Puede retirarse, me dijo el 'tolucamen' que presidía el tribunal. Yo salí, pero agregué, con un lento 'semiladrao': "Po-si-ble-men-te no lo se-an, pe-rooo te-ní-an que ser-lo".

—Andar siempre con la cartera de cuero a cuestas, te habría rebajado los hombros.

—¡No hay que rebajarse ni ante nada, ni ante nadie!

—¡Bueno, pero la Geografía tenías que sabértela! Hay que saber dónde se está de pie. No podemos ir por el mundo como un bulto sin etiquetas.

—¿La Geografía es tan importante? ¿Qué me importa a mí dónde está Sada o Medinaceli o Niebla? La verdad es que a mí me importan pocas cosas. Con un poco de pan, un poco de vino y una cama tengo más que de sobra.

 —¡El vino no tan poco, que nos conocemos!

 —¡A lo que no tiene remedio... litro y medio!

La «Soledad» había quedado parada en la estación en el tercer andén, ajeno al principal en donde se mezclaba la vida: un cóctel de gentes con prisa, sonidos de campanas, pregones de dulces o de billetes de lotería, mozos de estación...

 —¿Aquí cuánto tiempo nos va a tener ahora, el 'pepóyica' del jefe de estación?

—Y a ti, ¿ qué más te da? ¿Tú no querías cuando eras  niño que los Reyes te regalaran un tren para jugar con él todo el día?, pues ya lo tienes. Seguro que los hijos de los ricos, que siempre tuvieron enchufe con los Magos, han perdido el tren que les regalaron... hasta en su memoria. Tú llevas treinta años jugando con el tren que nunca te echaron. Además, Pepe, los últimos serán los primeros...

—Mira, Angelito, Jesucristo me cae bien, pero con el resto de la Biblia no puedo. Es cosa de locos, ver a cien personas en una iglesia repitiendo: ¡Que se me pegue la lengua en el paladar, si me olvido tu nombre, Dios mío! ¡Ni que estuviéramos en Estepa comiendo mantecados en el mes de agosto!

 —¡Deja que cada uno haga lo que quiera!

 —No, si yo los dejo... Está visto que esta vida es un saco de caracoles y cada uno saca los cuernos por donde puede. Ángel bajó a comprar el periódico. La portada traía la fotografía de Baroja. El pie de foto decía: «Ayer 30 de octubre, falleció en Madrid Pío Baroja. Esta mañana se celebró el sepelio del escritor. Presidió el ministro de Educación Nacional».

—Y este Pío, ¿ qué tipo de pájaro era? ¡Seguro, que era un rico! Ningún escritor de éstos viene a redimirnos. Se llenan las cabezas de tonterías para matar el tiempo.

 —Estos que escriben son ricos en tiempo; nosotros sólo tenemos jornales de minutos. Nuestro tiempo está malcomido y apenas digerido; por eso, un día, de pronto, nos damos cuenta de que ya tenemos cincuenta años, como si se nos hubiera caído encima la estantería de los días al pretender agarrarnos a la biblioteca de los recuerdos.

—A veces parece que piensas por ti mismo. Pero, ¿ cómo era este hombre?

—Pues más o menos como tú, pero sabía leer y escribir. Don Pío era médico, periodista y escritor. Estaba tan preocupado como tú por los de abajo. Le gustaba la literatura rusa y leía también a Nietzsche

—Entonces este tío no era ni meapilas, ni comehostias, ¿no?

 —¡No! Era un tío que no creía en nadie, ni en nada: ni en Dios, ni en hombres, ni en mujeres. Lo han enterrado en el Cementerio Civil de Madrid.

—Que sepas, Angelito, que la religión es el suspiro de los débiles, el corazón de un mundo sin corazón, el espíritu de los tiempos privados de espíritu. La religión es el opio del pueblo. 

Ángel se asombró de la retahíla de pensamientos, perfectamente memorizados, que Pepe enhebró sin titubeos y, extrañado, le preguntó:

 —¿Y a ti quién te ha dicho eso?

 —¡Eso lo ha dicho MOSCÚ! 

Ésta era siempre la respuesta final de Pepe, su último argumento, de manera que todos acabaron conociéndolo más que por su nombre, por su mote: MOSCÚ.

 

 

 

2 comentarios:

  1. Ésta era siempre la respuesta final de Pepe, su último argumento, de manera que todos acabaron conociéndolo más que por su nombre, por su mote: MOSCÚ.

    ResponderEliminar
  2. Aserpiar o alumbrar es la tarea realizada en las viñas después de la vendimia y antes de las primeras lluvias para aprovechar el agua y evitar las escorrentías.

    ResponderEliminar