A JUAN CERDERA SOLA Y A MARÍA VARGAS MARTÍNEZ CON QUIENES COMPARTIMOS NUESTRO CARIÑO POR VÍCTOR.
En ese momento, recordó Ángel la noche que fue a Utrera a visitar a Pepe y a
su familia. Llovía. La música miserable de las goteras, clincloneando en los
cubos de cinc y en las latas vacías de las conservas, ponía música de fondo a
su conversación. El Chopin de la lluvia, pobre, de andar por el barrio,
interpretaba un proletario preludio de la gota de agua.
Pepe lo llevó a su habitación y
levantando una sábana le dijo: ¡Ahí la tienes, mi amiga la radio! La enchufó.
Entre el silbido permanente de los pájaros de las interferencias, se oyó
levemente: «Aquí, Radio España Independiente, emisora de radio de onda corta».
La Pirenaica insistía en la injusticia de los beneficios de los grandes
monopolistas a costa del sudor de los obreros.
Después fue a su mesilla de noche
y sacó de entre los calcetines el carnet del P.C.E.: José Rojo Cabañas,
fogonero. ¿Sabes ya por qué sé lo que hay que saber?, le dijo. Desde ese
momento, Ángel supo cuáles eran los pocos conocimientos de su amigo; pocos, pero
inmutables.
—¡Angelito, que te duermes!
¡Vamos que ya nos han dado la salida!
—¿Ya nos vamos?
—¡Digo yo!
Un trapo verde ondeaba por encima
de la cabeza del jefe de estación. Los huesos del mercancías temblaron y
serpenteando, a poca velocidad, salieron de Jerez. La ciudad, bodeguera y
sombría, se fue quedando atrás como los sueños imposibles.
Vamos a Utrera, dijo Pepe y
cantiñeó bronco y mal. Luego añadió: «me voy atrás, que antes de llegar al
terraplén me esperan los niños, afloja lo que puedas que hoy van a tener un
saco de garbanzos, otro de fideos y una caja de gambas blancas». Cuando
llegaron al sitio indicado, Pepe arrojó con cuidado los bienes de
«intendencia». Tres niños se afanaban en recoger el envío. Luego, el camarada
Rojo Cabañas volvió a la cabina, echó tres paletadas de carbón y el fogón se
enfureció avivando la llama.
Como Ángel estaba en silencio,
Pepe se justificaba.
—¡Tú, cura arrepentido, que sepas que eso no
es robar, que eso es cobrarme las plusvalías de mi trabajo!
—¡Tú verás!
—¡Menos campanas y más yunques! Que sepas, Angelito, que es la realidad la que determina la conciencia, y no al revés como tú crees. Pepe era una tabla rasa apenas rayada y, sin embargo, sus pocas ideas tenían fuerza.
El sol del mediodía —redondo y dorado como un
mostachón— y el calor del fogón les obligaban a beber continuamente de un
botijo tiznado. La cara de Pepe estaba teñida de negro. A lo lejos un cielo
azul claro protegía las primeras casas de Utrera. Vamos a comer y a beber algo
que estamos ajustados a seco, dijo Pepe. Estuvieron parados más de dos horas.
Hasta les dio tiempo a comprar
lotería. Nunca se sabe, decía Pepe, hoy te puede dar a ti un «jamacuco» y
quedarte tieso y mañana me puede tocar a mí la lotería: ¡así es la vida! Les
llamó la atención la publicidad del lotero, que se movía a cambaladas como si
estuviera cambiando de vagón con el tren en marcha: ¡Lotería de Córdoba! ¡Esto
no tocó nunca! Además, ¿para qué queréis dinero? Si os toca algo, vais a tener
más preocupaciones. Yo... si queréis os la vendo. El viejo iba rodeado de
hombres que le pedían un décimo y acababa vendiendo toda su desafortunada
mercancía. Mientras comían, Pepe insistió en la pregunta de siempre:
—¿Y tú, por qué cojones ganas cuarenta duros
más que yo?, ¿se puede saber?
—Yo soy el maquinista y tú, el
fogonero.
—¿Y eso qué tiene que ver? Yo tengo seis hijos
y tú, uno. A cada uno según sus necesidades.
—Pero, Pepe, tú sólo sabes echar paletadas de carbón...
—De cada uno según sus capacidades.
—Roma locuta est, causa finita
est. Roma ha hablado, la cuestión ha terminado.
—¡No hace falta saber tanto! A mí
no me chulees con latinajos. Yo me meo en Roma y me sobra «meao». ¿Sabes lo que
te pasa? Que tú no crees en la igualdad y toda tu vida serás un cliente, pero
nunca un ciudadano.
—¿Y eso qué quiere decir?
—¡Yo me entiendo!
Al salir de la cantina, el
tiempo, el caprichoso cambiador, el que viste con ropajes confusos la quietud
de las cosas, lo había puesto todo triste, con una tristeza descuidada, plomiza
de tormenta. El mercancías, con calma y sin alma, esperaba reemprender la huida
hacia adelante, lenta y sin nostalgia.
«La Soledad» se puso en marcha.
Cruzaron El Viso, El Sorbito y El Empalme Morón. Luego vieron a lo lejos
Arahal, un Getsemaní de olivos. Cuando detuvieron el mercancías, Pepe Rojo dijo
en voz baja: «De enero a enero, en Arahal, puchero.»
Una tensa calma anunciaba el
llanto gris del aguacero. Eran casi las cuatro de la tarde. La mujer del jefe
de estación les preparó un café. ¿Queréis una copita de aguardiente? Gracias,
cuando pase un rato, dijo el camarada Rojo Cabañas e inmediatamente apostilló:
«ya pasó». Amparo, la jefa, sonrió.
Desde el pequeño salón de la casa
se veía el andén. Había gente que esperaba al tren que venía de Marchena.
Vieron que una niña colocó sobre el riel una peseta de las del 53 —las del
Franco de la cara gorda— para que al pasar la máquina la aplastara y así
recoger la peligrosa obra de arte.
Ángel quiso salir a echarle la
bronca a los padres, pero Pepe lo retuvo: «de alguna manera alguien tiene que
aplastarlo, ¿no?». Una hora después pasó la «cochinita», plateada y con el
retraso acostumbrado. Le agradecieron el café a la mujer y fueron a ver al
jefe. Todavía estaba rinringueando con el teléfono negro, cucaracha negra
gigante en la blancura de la pared, para avisar de la salida del «marchenero» a
los del Empalme. En un rincón destacaba la vieja estufa de leña. Bajo la chapa
que protegía el andén, una chillería de murciélagos rompía un silencio verde
que venía de los trigales.
—Yo viví aquí, dijo Ángel. Aquí conocí exactamente el lugar en donde anida el pájaro del pánico.
—¿Cuándo?
—Cuando a la gente que ya se
sabía todas las respuestas, los tiempos les cambiaron todas las preguntas. Los
que daban limosna a campanazos quedaron confusos.
—Angelito, la justicia debe ahogar a la
caridad. Los bienes, si no son comunicados, no son bienes; provocan males.
—Pero nunca puede justificarse la muerte de un hombre.
—Hace veinte años
aquí, como en toda España, mandaron los caínes.
—¿Qué se le puede
pedir a un salvaje? Lo derecho del arco es estarse torcido.
La «Soledad» avanzaba por la campiña en un silencio pactado.
Comenzó a llover. Muchas veces habíamos hecho este recorrido bajo la lluvia, viajes de campo llorado. Dios hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y llueve
sobre los injustos y los justos.
Llegaron a Marchena y
de nuevo los apartaron al tercer andén.
—Siempre al margen: los peregrinos tenemos muchas posadas y
pocas amistades.
—¡Hombre, eso no! Aquí cuando un
hombre exprime la nada y se enclaustra su grito en el puño cerrado, por
momentos se aplasta el pez de la miseria y el vergonzante pan de la limosna.
Aquí en el Sur, las manos de la rabia contenida te amenazan tan sólo con un
cante.
—¡Ahí has estado bien, Angelito!, pero que sepas,
camarada, que a nosotros nadie nos incomoda, porque en España hay un respeto
permanente por lo inútil.
La vieja y orgullosa locomotora de carbón salió de Marchena lentamente, silbando, jadeando, envuelta en humo. El humo le sienta bien. Un perfume limpio de campo y un borrón de hollín nos acompañaron hasta Ojuelos. En las lomas, entre el señorío de los caballos,
decenas de toros dibujaban en negro el temor y la suerte y la muerte. Sobre los
toros negros, los espurgabueyes ponían una nota de blancura. El ruido de los
vagones descoyuntados del mercancías, clickety-clack, clickety-clac, clickety-clack, apagó la conversación y las palabras no se
oían, solo se adivinaban como en los sueños.
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