domingo, 27 de septiembre de 2020

Moscú - capítulo 2

 A JUAN CERDERA SOLA Y A MARÍA VARGAS MARTÍNEZ CON QUIENES COMPARTIMOS NUESTRO CARIÑO POR VÍCTOR.





En ese momento, recordó Ángel  la noche que fue a Utrera a visitar a Pepe y a su familia. Llovía. La música miserable de las goteras, clincloneando en los cubos de cinc y en las latas vacías de las conservas, ponía música de fondo a su conversación. El Chopin de la lluvia, pobre, de andar por el barrio, interpretaba un proletario preludio de la gota de agua.

Pepe lo llevó a su habitación y levantando una sábana le dijo: ¡Ahí la tienes, mi amiga la radio! La enchufó. Entre el silbido permanente de los pájaros de las interferencias, se oyó levemente: «Aquí, Radio España Independiente, emisora de radio de onda corta». La Pirenaica insistía en la injusticia de los beneficios de los grandes monopolistas a costa del sudor de los obreros.

Después fue a su mesilla de noche y sacó de entre los calcetines el carnet del P.C.E.: José Rojo Cabañas, fogonero. ¿Sabes ya por qué sé lo que hay que saber?, le dijo. Desde ese momento, Ángel supo cuáles eran los pocos conocimientos de su amigo; pocos, pero inmutables.

—¡Angelito, que te duermes! ¡Vamos que ya nos han dado la salida!

 —¿Ya nos vamos?

—¡Digo yo!

Un trapo verde ondeaba por encima de la cabeza del jefe de estación. Los huesos del mercancías temblaron y serpenteando, a poca velocidad, salieron de Jerez. La ciudad, bodeguera y sombría, se fue quedando atrás como los sueños imposibles.

 

Vamos a Utrera, dijo Pepe y cantiñeó bronco y mal. Luego añadió: «me voy atrás, que antes de llegar al terraplén me esperan los niños, afloja lo que puedas que hoy van a tener un saco de garbanzos, otro de fideos y una caja de gambas blancas». Cuando llegaron al sitio indicado, Pepe arrojó con cuidado los bienes de «intendencia». Tres niños se afanaban en recoger el envío. Luego, el camarada Rojo Cabañas volvió a la cabina, echó tres paletadas de carbón y el fogón se enfureció avivando la llama.

Como Ángel estaba en silencio, Pepe se justificaba.

 —¡Tú, cura arrepentido, que sepas que eso no es robar, que eso es cobrarme las plusvalías de mi trabajo!

 —¡Tú verás! 

—¡Menos campanas y más yunques! Que sepas, Angelito, que es la realidad la que determina la conciencia, y no al revés como tú crees. Pepe era una tabla rasa apenas rayada y, sin embargo, sus pocas ideas tenían fuerza. 

El sol del mediodía —redondo y dorado como un mostachón— y el calor del fogón les obligaban a beber continuamente de un botijo tiznado. La cara de Pepe estaba teñida de negro. A lo lejos un cielo azul claro protegía las primeras casas de Utrera. Vamos a comer y a beber algo que estamos ajustados a seco, dijo Pepe. Estuvieron parados más de dos horas.

Hasta les dio tiempo a comprar lotería. Nunca se sabe, decía Pepe, hoy te puede dar a ti un «jamacuco» y quedarte tieso y mañana me puede tocar a mí la lotería: ¡así es la vida! Les llamó la atención la publicidad del lotero, que se movía a cambaladas como si estuviera cambiando de vagón con el tren en marcha: ¡Lotería de Córdoba! ¡Esto no tocó nunca! Además, ¿para qué queréis dinero? Si os toca algo, vais a tener más preocupaciones. Yo... si queréis os la vendo. El viejo iba rodeado de hombres que le pedían un décimo y acababa vendiendo toda su desafortunada mercancía. Mientras comían, Pepe insistió en la pregunta de siempre:

 —¿Y tú, por qué cojones ganas cuarenta duros más que yo?, ¿se puede saber?

—Yo soy el maquinista y tú, el fogonero.

 —¿Y eso qué tiene que ver? Yo tengo seis hijos y tú, uno. A cada uno según sus necesidades.

 —Pero, Pepe, tú sólo sabes echar paletadas de carbón...

 —De cada uno según sus capacidades.

 —Roma locuta est, causa finita est. Roma ha hablado, la cuestión ha terminado.

—¡No hace falta saber tanto! A mí no me chulees con latinajos. Yo me meo en Roma y me sobra «meao». ¿Sabes lo que te pasa? Que tú no crees en la igualdad y toda tu vida serás un cliente, pero nunca un ciudadano.

—¿Y eso qué quiere decir?

—¡Yo me entiendo!

Al salir de la cantina, el tiempo, el caprichoso cambiador, el que viste con ropajes confusos la quietud de las cosas, lo había puesto todo triste, con una tristeza descuidada, plomiza de tormenta. El mercancías, con calma y sin alma, esperaba reemprender la huida hacia adelante, lenta y sin nostalgia.

«La Soledad» se puso en marcha. Cruzaron El Viso, El Sorbito y El Empalme Morón. Luego vieron a lo lejos Arahal, un Getsemaní de olivos. Cuando detuvieron el mercancías, Pepe Rojo dijo en voz baja: «De enero a enero, en Arahal, puchero.»

Una tensa calma anunciaba el llanto gris del aguacero. Eran casi las cuatro de la tarde. La mujer del jefe de estación les preparó un café. ¿Queréis una copita de aguardiente? Gracias, cuando pase un rato, dijo el camarada Rojo Cabañas e inmediatamente apostilló: «ya pasó». Amparo, la jefa, sonrió.

Desde el pequeño salón de la casa se veía el andén. Había gente que esperaba al tren que venía de Marchena. Vieron que una niña colocó sobre el riel una peseta de las del 53 —las del Franco de la cara gorda— para que al pasar la máquina la aplastara y así recoger la peligrosa obra de arte.

Ángel quiso salir a echarle la bronca a los padres, pero Pepe lo retuvo: «de alguna manera alguien tiene que aplastarlo, ¿no?». Una hora después pasó la «cochinita», plateada y con el retraso acostumbrado. Le agradecieron el café a la mujer y fueron a ver al jefe. Todavía estaba rinringueando con el teléfono negro, cucaracha negra gigante en la blancura de la pared, para avisar de la salida del «marchenero» a los del Empalme. En un rincón destacaba la vieja estufa de leña. Bajo la chapa que protegía el andén, una chillería de murciélagos rompía un silencio verde que venía de los trigales.

 —Yo viví aquí, dijo Ángel. Aquí conocí exactamente el lugar en donde anida el pájaro del pánico.

 —¿Cuándo?

—Cuando a la gente que ya se sabía todas las respuestas, los tiempos les cambiaron todas las preguntas. Los que daban limosna a campanazos quedaron confusos.

 —Angelito, la justicia debe ahogar a la caridad. Los bienes, si no son comunicados, no son bienes; provocan males.

—Pero nunca puede justificarse la muerte de un hombre.

 —Hace veinte años aquí, como en toda España, mandaron los caínes.

 —¿Qué se le puede pedir a un salvaje? Lo derecho del arco es estarse torcido.

La «Soledad» avanzaba por la campiña en un silencio pactado. Comenzó a llover. Muchas veces habíamos hecho este recorrido bajo la lluvia, viajes de campo llorado.  Dios hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y llueve sobre los injustos y los justos.

 Llegaron a Marchena y de nuevo los apartaron al tercer andén.

—Siempre al margen: los peregrinos tenemos muchas posadas y pocas amistades.

—¡Hombre, eso no! Aquí cuando un hombre exprime la nada y se enclaustra su grito en el puño cerrado, por momentos se aplasta el pez de la miseria y el vergonzante pan de la limosna. Aquí en el Sur, las manos de la rabia contenida te amenazan tan sólo con un cante.

 —¡Ahí has estado bien, Angelito!, pero que sepas, camarada, que a nosotros nadie nos incomoda, porque en España hay un respeto permanente por lo inútil.

La vieja y orgullosa locomotora de carbón salió de Marchena lentamente, silbando, jadeando, envuelta en humo. El humo le sienta bien. Un perfume limpio de campo y un borrón de hollín nos acompañaron hasta Ojuelos. En las lomas, entre el señorío de los caballos, decenas de toros dibujaban en negro el temor y la suerte y la muerte. Sobre los toros negros, los espurgabueyes ponían una nota de blancura. El ruido de los vagones descoyuntados del mercancías, clickety-clack, clickety-clac, clickety-clack, apagó la conversación y las palabras no se oían, solo se adivinaban como en los sueños.

 

 

 

 


No hay comentarios:

Publicar un comentario