lunes, 23 de marzo de 2020

El tricornio imposible


















«A veces la excesiva presión sobre los particulares, si bien hace brotar las cualidades más excelsas de unas cuantas almas excepcionales, extraen, en cambio, del común de los mortales, que no tenemos madera de héroes ni de santos, nuestras posibilidades menos ejemplares» [Francisco Ayala, Recuerdos y olvidos]

Aquella mañana en el instituto se palpaba el desasosiego de la evaluación final: pellizcos en la conciencia, justicia amable, extrañas mezclas de consideraciones personales y académicas, un cierto malestar ante la duda de no acertar en nuestra tarea impuesta de pequeñísimos dioses.

 Antes de evaluar al primer grupo de alumnos de segundo de bachillerato, cuando ya estábamos sentados con la formalidad requerida en el 'orientadero' (léase departamento de Psicología)', un grupo de tres hombres se presentó y pidió hablar con nosotros. Un hombre pequeño —ya mayor— y dos jóvenes más altos, apoyados en sendos bastones, exhibían un montón de recibos, decían que de una academia en la que Juan Ramón se había preparado Pensamos que los tres hombres padecían del cóndilo y los bastones terminados en conteras metálicas les hacían más llevadero el sufrimiento. Insistían en la excelente preparación del joven, hijo del hombre pequeño y primo de los dos acompañantes. El padre argumentaba, blandiendo los recibos, que demasiado bien estaba Juan Ramón después de las últimas desgracias: se les había caído la cueva en la que vivían en Guadix y provisionalmente estaban en un piso de Cartuja y que el chaval hacía lo que podía. Además, decía José Jiménez Vargas, el padre, que Juan Ramón no pensaba presentarse a la Selectividad. 

Así las cosas, comenzamos la evaluación sopesando las circunstancias: caída de la cueva, traslado a Cartuja, recibos de la academia, bastones con conteras...  Y llegó Jiménez Heredia, Juan Ramón.  Un silencio se extendió por la sala, solo roto por el carraspeo del triunvirato que esperaba ansioso en la puerta de la Jefatura de Estudios. 

Se oía la voz del tutor:

—¿Qué nota tiene en Historia…? 
-  ¡Demasiada historia tiene ya el pobre encima! Además tiene una buena caligrafía. Ponle un cinco.

 — ¿Y en Inglés?
 —Qué va a tener la criatura en Inglés, si casi se queda mudo con lo de la cueva y apenas si habla español. Ponle un cinco.

 En el pasillo se oía el ruido metálico de las conteras sobre el suelo y un carraspeo de fumador que se cruzaba con un bordoneo de palabras ininteligibles. 

—¿Qué tal en Literatura? 
—Juan Ramón es muy buena persona. ¿Quién va a suspender a Juan Ramón Jiménez en Literatura? ¡Un cinco, un cinco, un cinco!

 —¿De Filosofía cómo anda? 
—Tiene la filosofía de la vida, que eso sí que es filosofía. Es un buen chaval. Ha aliñado el tema de Platón con una pizca de Ortega. Eso se merecía un diez. Bueno, ponle un cinco.

 En el pasillo se oía el ruido metálico de las conteras sobre el suelo y la voz aguardientosa de Jiménez Vargas.

 —¿Arte?, dijo el tutor que miraba de reojo a la puerta.
 —«Arte fasi, Física difisi». Se rendía homenaje a un querido compañero de Física, que así se expresaba. Me ha dicho que la mejor obra de Miguel Ángel es el Guernica de Picasso, y para razonar eso hay que saber mucho Arte. Ponle un cinco. Le podíamos poner hasta un nueve. Bueno, déjale el cinco. 

—¿Economía? 
—¿Economía? ¡No ves la economía que tiene esta familia! ¡Qué preguntas! Ponle un cinco. 

En el pasillo se oía el ruido metálico de las conteras de los bastones repiqueteando en el mármol, un carraspeo nervioso de fumador y un bordoneo de palabras ininteligibles.

Nos quedan dos, dijo el tutor aliviado. ¡A ver qué pasa! 

— ¿Latín?
 —El latín es cultura antigua y Juan Ramón lleva la cultura en la sangre. ¡Cinco, cinco! 

—¿De Griego cómo andamos? 
—Bueno, la verdad es que nunca hemos dejado a ningún alumno con solo una asignatura pendiente y más en el caso de Juan Ramón. Hizo lo que pudo, ya conoce la alfa y la beta. ¡Cinco, cinco, cinco! 

Un suspiro general barrió los restos de goma de borrar y las minas de los lápices que navegaban por encima de la mesa. En ese momento tocaron a la puerta. Era el padre de Juan Ramón, que inquieto preguntaba por las notas de su hijo. El «silenciero» nocturno (Jefe de Estudios, digo) le dijo que había aprobado. El padre le prometió que no se iba a matricular en Selectividad, que a él no le hacía falta porque lo que él quería era que Juan Ramón, alto, algo grueso, de pelo crespo y de piel entre cobriza y amembrillada, fuera guardia civil. 

El profesor le repetía a Audrey esta historia siempre que subían por las escalinatas del palacete del ilustre establecimiento. Atardecía. Es la hora mágica del nocturno, cuando los bombos de los pasillos de mármol se encienden: un poco de violeta, luego un rosa perdido y después un amarillo «elenamente» triste bajo la música apenas intuida de Vivaldi.

 —¿Se examinó Juan Ramón de Selectividad? 
—Ellos no engañaron a nadie. Sí. 
—¿Aprobó la Selectividad? ¿Sacó buenas notas? 
—Sacó un seis en Historia y siete ceros en las otras asignaturas. Siete exámenes redondos.

Audrey entró en el aula de primero de bachillerato. Yo fui con el segundo K. Comenté con ellos la Canción de jinete. Por el aula se oía la repetición garcilorquiana del «Aunque sepa los caminos, yo nunca llegaré a Córdoba, Córdoba lejana y sola». Y pensé en Juan Ramón que quiso ser guardia civil, que se examinó en cinco ocasiones para ingresar en el cuerpo y que suspendió siempre la primera prueba. «Mire usted, profesor, es que dicen que estoy muy grueso», me dijo un día que lo encontré por la calle acompañando a su mujer. Pensé que no habría sido exactamente así. Imaginé la entrevista del civil de turno con Juan Ramón Jiménez Heredia, entre cobrizo y membrillo oscuro, alto, grueso.

 Algunos aún piensan que el negro tricornio acharolado no casa bien con el membrillo cocho.

 —¿Y qué haces ahora? 
—  Me saqué el carnet de primera y soy el conductor de un camión de Emasagra.
 —¿Estás bien, no? 
— ¡No se equivoque, profesor, lo que realmente hace daño es trabajar! De funcionario es otra cosa, usted ya sabe, es como más llevadero. Pero yo voy a seguir examinándome. Me hace ilusión 

Seguí comentando el poema: "Todos somos el jinete de la Córdoba imposible, siempre la vida nos deshilacha una idea y aunque sepamos los caminos nuestros sueños se irritan ante el fracaso de una ilusión incumplida y parece que la noche no se acaba nunca". 

Vuelvo a pensar en la gruesa bondad de Juan Ramón. Cada noche conduce el camión de los sueños rotos, de nuestras basuras diarias. A veces una luna roja, llena, parece adornarse con la verde esperanza de un tricornio imposible.









5 comentarios:

  1. Vuelvo a pensar en la gruesa bondad de Juan Ramón. Cada noche conduce el camión de los sueños rotos, de nuestras basuras diarias. A veces una luna roja, llena, una blue moon, parece adornarse con la verde esperanza de un tricornio imposible.

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  2. —¿Estás bien, no?
    — ¡No se equivoque, profesor, lo que realmente hace daño es trabajar! De funcionario es otra cosa, usted ya sabe, es como más llevadero. Pero yo voy a seguir examinándome. Me hace ilusión

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  3. —¿Arte?, dijo el tutor que miraba de reojo a la puerta.
    —«Arte fasi, Física difisi». Se rendía homenaje a un querido compañero de Física, que así se expresaba. Me ha dicho que la mejor obra de Miguel Ángel es el Guernica de Picasso, y para razonar eso hay que saber mucho Arte. Ponle un cinco. Le podíamos poner hasta un nueve. Bueno, déjale el cinco.

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  4. Seguí comentando el poema: todos somos el jinete de la Córdoba imposible, siempre la vida nos deshilacha una idea y aunque sepamos los caminos nuestros sueños se irritan ante el fracaso de una ilusión incumplida y parece que la noche no se acaba nunca.

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  5. —¿Arte?, dijo el tutor que miraba de reojo a la puerta.
    —«Arte fasi, Física difisi». Se rendía homenaje a un querido compañero de Física, que así se expresaba. Me ha dicho que la mejor obra de Miguel Ángel es el Guernica de Picasso, y para razonar eso hay que saber mucho Arte. Ponle un cinco. Le podíamos poner hasta un nueve. Bueno, déjale el cinco.

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