domingo, 22 de marzo de 2020

Gregorio o la teoría del suspenso inverso







A mi sobrino Rafael Arqueza Martín que hoy cumple 31 años.

«Un idioma distinto es una visión diferente de la vida.» [Federico Fellini]


Al despertar la mañana del 4 de noviembre de 1983, Gregorio Morry —tras un intranquilo sueño en el que se veía acosado por miles de telegramas azules— supo que Encarnita de Morry, su esposa, lo había matriculado en el Ilustre Establecimiento «Padre Suárez» (I.ES. «Padre Suárez»).

Encarnita quería que su marido llegara a ser un sabio dirigente de Correos y Telégrafos y para eso necesitaba ser bachiller. Así ascendería a la cumbre de toda su buena fortuna desde la humilde condición de cartero.

 Así fue como Gregorio formó parte de la familia de la noche, del ritmo de la noche, de la fraternidad de la noche. Se adaptó pronto: faltó las dos primeras semanas y luego salpicaba su presencia en el aula como enamorado deshojando una margarita «hoy voy, hoy no voy; hoy voy, hoy no voy; hoy voy, hoy no voy» de forma que después de arrancarle al otoño decenas de hojas de ausencia, se presentó el invierno y el putifino (viento frío de enero) comenzó a soplar por la Gran Vía.

Gregorio Morry entonces se transformaba. Gregorio que tenía una cabeza bien amueblada (según sus compañeros en ella le cabían con facilidad un frigo, una tele y un dormitorio completo), acudía al Ilustre Establecimiento con un gorro ruso. Era digno de ver el espectáculo: cabeza y gorro ocupaban un tercio del aula. A veces fumaba un puro. El humo nublaba entonces su extraña figura y Morry se desdibujaba. El educando se afanaba por entender algo mientras fijaba con dificultad sus ojos miopes, dificultad aún mayor cuando sus gafas de pasta resbalaban por su naricilla chata en forma de alfanje. Sólo la punta las retenía hasta que Morry las subía de nuevo a la altura de sus ojillos.

Y pasó el curso y tuvimos que evaluar a  Gregorio Morry. Como no existía la nota encanallada del «bueno, ponle un cinco», el expediente de Gregorio parecía una quiniela: 1 – 1 – 1 – 2 – 1 – 1 – 1 – 2. Francés: 1; Lengua Española: 1; Física: 1; Geografía: 2; Matemáticas: 1; Dibujo: 1; Inglés: 1; Ciencias Naturales: 2. Él pensaba que lo único que no comprendía del todo eran los idiomas. Decía que le sonaban igual que el ruido que se hace al arañar una lona con la uña. Una noche de finales de mayo le preguntó —un poco confuso— al profesor Castillo: «Don Manuel, ¿esto qué es, inglés o francés?». Con las otras asignaturas tenía la tranquilidad del sabio socrático: sólo sabía que no sabía nada.

 Recuerdo que Encarnita de Morry vino a protestar las notas de su marido y nos recordaba entre lágrimas cómo su  Gregorio se sentía orgulloso de ser del «Suárez», cómo estaba entusiasmado con el instituto y lo imitaba con voz aflautada. Encarnita, me voy al ILUSTRE, decía cuando se apagaba la tarde, después de beberse un café con leche y comerse media docena de magdalenas. Mire usted, yo ya se lo había dicho: «Gregorio, media docena de magdalenas atascan la glándula pineal y no vas a comprender las matemáticas.» Encarnita, vengo del ILUSTRE, dame una buena cena que el francés come mucho. 

A pesar de la injusta sorpresa, Morry nunca lo llevó mal del todo. Yo sí advertí que Gregorio «esturreaba» mis cartas por los buzones de los vecinos, que amablemente me las traían a casa, pero creí que —aturdido por su fracaso escolar una criatura de 45 años— era el desencanto el que lo desorientaba. No era así. Gregorio Morry nos visitaba a todos los profesores y su razonamiento era educadamente impecable: —He visto que me ha puesto un uno en su asignatura. No lo siento por mí, sino por usted. ¿Qué van a pensar en Granada cuando yo diga que durante un curso entero, que se dice pronto, usted no me ha sabido enseñar nada más que una décima parte de la materia? ¿Qué van a decir de usted? ¡Miedo me da!

 Y así nos visitaba a todos con idéntico discurso. Sólo cambiaba la nota, claro: —He visto que me ha puesto un dos en su asignatura. No lo siento por mí, sino por usted. ¿Qué van a pensar en Granada cuando yo diga que durante un curso entero, que se dice pronto, usted no me ha sabido enseñar nada más que 2/10 de su asignatura? ¿Qué van a decir de usted? ¡Miedo me da!

 Gregorio Morry había descubierto la «teoría del suspenso inverso», se había adelantado a la Logse, era un genio, una antena de la especie, un pionero didáctico, un héroe sacrificado por la incomprensión de un profesorado que no sabía lo que hacía.

 A todos los profesores nos dolía el razonable discurso de Gregorio, de manera que llevábamos clavado el uno —a modo de estaca en el pecho de Drácula— durante el largo y cálido verano. ¡Qué dolor de conciencia! Aquel desasosiego ni siquiera lo remediaba el tinto de verano, la paella, el rape en adobo, el baño en la playa al mediodía —cuando el mar guillotinaba a los bañistas— o la visión de la estrella polar en la madrugada.

Y pasó el tiempo y Gregorio se jubiló. ¡Bolas, nao conseguí!, dijo aunque no supo bien en qué idioma lo decía, y abandonó el ILUSTRE mirando hacia atrás sin ira.

Ha pasado mucho tiempo. No ha llovido mucho, pero ha pasado mucho tiempo. Aunque los relojes se detuvieron, no lograron matarlo. Hoy he vuelto a ver a Gregorio. Está jubilado. No hay cartas y ¿quién va a mandarlo a ningún domicilio con un e-mail bajo el brazo?

Fui con unos amigos a tomar unas copas al hotel Lisboa. Cuando entré, vi a nuestro hombre que estaba en el centro de la pista de baile pulpeando a una altísima rubia de bote, derretido como la cera ante la llama. Solos los dos en medio de la pista arrullados por un pianista —vocalista calvo que amenizaba la noche con una canción de Sergio Dalma que hablaba de mar y delfines y de dos bailarines y de bailar pegados—. Miré a la rubia y pensé —conociendo la honestidad de Gregorio Morry— que, aunque no suele ser frecuente con sesenta años, seguramente era su mujer que había pegado un buen estirón (cuando la veía por el ILUSTRE era bajita y morena). Sólo más tarde comprendí que ella no era ella.

 Cuando nos fuimos, saludé con la mano a Gregorio que levantó un poco su naricilla de alfanje y en voz baja me dijo que estaba contabilizando el tedio. Bajamos las curvadas escaleras del Lisboa con mucha precaución. Los pájaros se habían ocultado en los árboles. Granada sólo era ya flexo y frío, libro y noche. Esta debe ser «la teoría del cuerno inverso», pensé.

Granada, 22 de marzo del año 2020

Jacinto S. Martín









5 comentarios:

  1. Gregorio Morry entonces se transformaba. Gregorio que tenía una cabeza bien amueblada (según sus compañeros en ella le cabían con facilidad un frigo, una tele y un dormitorio completo), acudía al Ilustre Establecimiento con un gorro ruso. Era digno de ver el espectáculo: cabeza y gorro ocupaban un tercio del aula. A veces fumaba un puro. El humo nublaba entonces su extraña figura y Morry se desdibujaba.

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  2. «Un idioma distinto es una visión diferente de la vida.» [Federico Fellini]

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  3. Esta debe ser la teoría del cuerno inverso, pensé.

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  4. «Gregorio, media docena de magdalenas atascan la glándula pineal y no vas a comprender las matemáticas.»

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  5. A veces fumaba un puro. El humo nublaba entonces su extraña figura y Morry se desdibujaba. El educando se afanaba por entender algo mientras fijaba con dificultad sus ojos miopes, dificultad aún mayor cuando sus gafas de pasta resbalaban por su naricilla chata en forma de alfanje. Sólo la punta las retenía hasta que Morry las subía de nuevo a la altura de sus ojillos.

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