A mi sobrino Rafael Arqueza Martín que hoy cumple 31 años.
«Un idioma distinto es una visión diferente de la vida.»
[Federico Fellini]
Al despertar la mañana del 4 de
noviembre de 1983, Gregorio Morry —tras un intranquilo sueño en el que se veía
acosado por miles de telegramas azules— supo que Encarnita de Morry, su esposa,
lo había matriculado en el Ilustre Establecimiento «Padre Suárez» (I.ES. «Padre
Suárez»).
Encarnita quería que su marido
llegara a ser un sabio dirigente de Correos y Telégrafos y para eso necesitaba
ser bachiller. Así ascendería a la cumbre de toda su buena fortuna desde la
humilde condición de cartero.
Así fue como Gregorio formó parte de la
familia de la noche, del ritmo de la noche, de la fraternidad de la noche. Se
adaptó pronto: faltó las dos primeras semanas y luego salpicaba su presencia en
el aula como enamorado deshojando una margarita «hoy voy, hoy no voy; hoy voy,
hoy no voy; hoy voy, hoy no voy» de forma que después de arrancarle al otoño
decenas de hojas de ausencia, se presentó el invierno y el putifino (viento
frío de enero) comenzó a soplar por la Gran Vía.
Gregorio Morry entonces se
transformaba. Gregorio que tenía una cabeza bien amueblada (según sus
compañeros en ella le cabían con facilidad un frigo, una tele y un dormitorio
completo), acudía al Ilustre Establecimiento con un gorro ruso. Era digno de
ver el espectáculo: cabeza y gorro ocupaban un tercio del aula. A veces fumaba
un puro. El humo nublaba entonces su extraña figura y Morry se desdibujaba. El
educando se afanaba por entender algo mientras fijaba con dificultad sus ojos
miopes, dificultad aún mayor cuando sus gafas de pasta resbalaban por su
naricilla chata en forma de alfanje. Sólo la punta las retenía hasta que Morry
las subía de nuevo a la altura de sus ojillos.
Y pasó el curso y tuvimos que
evaluar a Gregorio Morry. Como no
existía la nota encanallada del «bueno, ponle un cinco», el expediente de
Gregorio parecía una quiniela: 1 – 1 – 1 – 2 – 1 – 1 – 1 – 2. Francés: 1; Lengua
Española: 1; Física: 1; Geografía: 2; Matemáticas: 1; Dibujo: 1; Inglés: 1;
Ciencias Naturales: 2. Él pensaba que lo único que no comprendía del todo eran
los idiomas. Decía que le sonaban igual que el ruido que se hace al arañar una
lona con la uña. Una noche de finales de mayo le preguntó —un poco confuso— al
profesor Castillo: «Don Manuel, ¿esto qué es, inglés o francés?». Con las otras
asignaturas tenía la tranquilidad del sabio socrático: sólo sabía que no sabía
nada.
Recuerdo que Encarnita de Morry vino a
protestar las notas de su marido y nos recordaba entre lágrimas cómo su Gregorio se sentía orgulloso de ser del
«Suárez», cómo estaba entusiasmado con el instituto y lo imitaba con voz
aflautada. Encarnita, me voy al ILUSTRE, decía cuando se apagaba la tarde,
después de beberse un café con leche y comerse media docena de magdalenas. Mire
usted, yo ya se lo había dicho: «Gregorio, media docena de magdalenas atascan
la glándula pineal y no vas a comprender las matemáticas.» Encarnita, vengo del
ILUSTRE, dame una buena cena que el francés come mucho.
A pesar de la injusta
sorpresa, Morry nunca lo llevó mal del todo. Yo sí advertí que Gregorio
«esturreaba» mis cartas por los buzones de los vecinos, que amablemente me las
traían a casa, pero creí que —aturdido por su fracaso escolar una criatura de
45 años— era el desencanto el que lo desorientaba. No era así. Gregorio Morry
nos visitaba a todos los profesores y su razonamiento era educadamente
impecable: —He visto que me ha puesto un uno en su asignatura. No lo siento por
mí, sino por usted. ¿Qué van a pensar en Granada cuando yo diga que durante un
curso entero, que se dice pronto, usted no me ha sabido enseñar nada más que
una décima parte de la materia? ¿Qué van a decir de usted? ¡Miedo me da!
Y así nos visitaba a todos con idéntico
discurso. Sólo cambiaba la nota, claro: —He visto que me ha puesto un dos en su
asignatura. No lo siento por mí, sino por usted. ¿Qué van a pensar en Granada
cuando yo diga que durante un curso entero, que se dice pronto, usted no me ha
sabido enseñar nada más que 2/10 de su asignatura? ¿Qué van a decir de usted?
¡Miedo me da!
Gregorio Morry había descubierto la «teoría del
suspenso inverso», se había adelantado a la Logse, era un genio, una antena de
la especie, un pionero didáctico, un héroe sacrificado por la incomprensión de
un profesorado que no sabía lo que hacía.
A todos los profesores nos dolía el razonable
discurso de Gregorio, de manera que llevábamos clavado el uno —a modo de estaca
en el pecho de Drácula— durante el largo y cálido verano. ¡Qué dolor de
conciencia! Aquel desasosiego ni siquiera lo remediaba el tinto de verano, la
paella, el rape en adobo, el baño en la playa al mediodía —cuando el mar
guillotinaba a los bañistas— o la visión de la estrella polar en la madrugada.
Y pasó el tiempo y Gregorio se
jubiló. ¡Bolas, nao conseguí!, dijo aunque no supo bien en qué idioma lo decía,
y abandonó el ILUSTRE mirando hacia atrás sin ira.
Ha pasado mucho tiempo. No ha
llovido mucho, pero ha pasado mucho tiempo. Aunque los relojes se detuvieron,
no lograron matarlo. Hoy he vuelto a ver a Gregorio. Está jubilado. No hay cartas
y ¿quién va a mandarlo a ningún domicilio con un e-mail bajo el brazo?
Fui con unos amigos a tomar unas
copas al hotel Lisboa. Cuando entré, vi a nuestro hombre que estaba en el
centro de la pista de baile pulpeando a una altísima rubia de bote, derretido
como la cera ante la llama. Solos los dos en medio de la pista arrullados por
un pianista —vocalista calvo que amenizaba la noche con una canción de Sergio
Dalma que hablaba de mar y delfines y de dos bailarines y de bailar pegados—.
Miré a la rubia y pensé —conociendo la honestidad de Gregorio Morry— que, aunque no
suele ser frecuente con sesenta años, seguramente era su mujer que había pegado
un buen estirón (cuando la veía por el ILUSTRE era bajita y morena). Sólo más
tarde comprendí que ella no era ella.
Cuando nos fuimos, saludé con la mano a
Gregorio que levantó un poco su naricilla de alfanje y en voz baja me dijo que
estaba contabilizando el tedio. Bajamos las curvadas escaleras del Lisboa con
mucha precaución. Los pájaros se habían ocultado en los árboles. Granada sólo
era ya flexo y frío, libro y noche. Esta debe ser «la teoría del cuerno
inverso», pensé.
Granada, 22 de marzo del año 2020
Jacinto S. Martín
Gregorio Morry entonces se transformaba. Gregorio que tenía una cabeza bien amueblada (según sus compañeros en ella le cabían con facilidad un frigo, una tele y un dormitorio completo), acudía al Ilustre Establecimiento con un gorro ruso. Era digno de ver el espectáculo: cabeza y gorro ocupaban un tercio del aula. A veces fumaba un puro. El humo nublaba entonces su extraña figura y Morry se desdibujaba.
ResponderEliminar«Un idioma distinto es una visión diferente de la vida.» [Federico Fellini]
ResponderEliminarEsta debe ser la teoría del cuerno inverso, pensé.
ResponderEliminar«Gregorio, media docena de magdalenas atascan la glándula pineal y no vas a comprender las matemáticas.»
ResponderEliminarA veces fumaba un puro. El humo nublaba entonces su extraña figura y Morry se desdibujaba. El educando se afanaba por entender algo mientras fijaba con dificultad sus ojos miopes, dificultad aún mayor cuando sus gafas de pasta resbalaban por su naricilla chata en forma de alfanje. Sólo la punta las retenía hasta que Morry las subía de nuevo a la altura de sus ojillos.
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