viernes, 21 de febrero de 2020

Tardes de radio








TARDES DE RADIO
La radio marca los minutos de la vida; la prensa, las horas; el libro, los días. (Jacques H. de Lacreitelle)

Entraban un poco antes de las cinco. Las puertas de la casa estaban abiertas de par en par. Cruzaban el portal de guijas rojas, que la tía Carmela limpiaba con unos polvos colorados, la pequeña sala de estar en donde reposaba la cristalería en un hondo chinero y el patio, adornado con macetas y una palmerita recién comprada. Llamaban entonces a media voz, casi en una prolongada interrogación afirmativa: 

- ¿Anitaaa?  ¿Anitaaaa?
- ¿Quién es?

 Paz era la respuesta, y mi madre las acompañaba hasta la cocina después de atravesar un estrecho corredor en cuya pared derecha se amontonaban cajones de tortas de aceite, de polvorón y bizcochadas de Inés Rosales, la casa comercial que representaba mi padre. Venían a llorar, que el llanto depura emociones, y a tomar el café, o a tomar el café y a llorar con la novela de las cinco, nunca se sabe.

Unas diez mujeres cada día formaban coro ante la reina de la cocina, una radio Telefunken recién comprada que cumplía su función entre silbido y silbido. Había que oír con un silencio atento el serial radiofónico “Ama Rosa”. Transmitía Radio Madrid de la Cadena Ser en un contexto de posguerra de escasos recursos y lamentables recuerdos. Esta radionovela, escrita y dirigida por Guillermo Sautier Casaseca y Rafael Barón, fue un auténtico fenómeno sociológico. España se detenía a las cinco en punto de la tarde, se condensaba el tiempo, y lloraba hasta depurar los sentimientos de una vida nada agradable en una España de luto.

         Las poderosas voces de Juana Ginzo, Doroteo Martí, José Fernando Dicenta, Pedro Pablo Ayuso, Maribel Ramos, Carmen Martínez, Alicia Altabella, Joaquín Peláez o Julio Varela, que daban vida a los protagonistas, se enseñoreaban de la amplia cocina, de techos altos, de vigas de madera pintadas de negro, en la que dos tinajas de agua , una rechoncha y otra espigada, ocupaban el rincón izquierdo y un alegre almirez de bronce brillaba en el mechinal de la chimenea. Bajo la chimenea siempre estaba colocada una imprescindible garrafa de vino para la sed repentina de las doce de la mañana de mi abuelo y de mis tíos. En el muro derecho, al fondo, en una alacena amplia se ocultaba el platero. La estancia se llenaba de la media luz gris del corral a través de una cristalera. Sobre el fuego avivado con un soplillo de esparto, hervía el agua en un anafre de barro.

         Mi madre, que era generosa, prudente y pacífica, preparaba con la ayuda de mi tía las humeantes tazas de café 'del  bueno'  y se las servía a mi tía Rosarito, a Pepa Guerrero y a sus hermanas, Concha y Carmen, a  Paquita, a Carmelita Ruiz, a María Luisa y Frasquita Crespo, a Carmen y a Carmelita Careta. El apodo de Carmelita que era la mujer mayor del grupo, lo había heredado de su padre a quien la viruela le había picoteado la cara. Carmelita era ventanera, siempre estaba enmarcada en la ventana gris de su dormitorio que daba a la calle, y más curiosa que una mosca verde. Un día un vecino mal encarado le dijo: “Como no te quites de ahí, te voy a cortar la cabeza y voy a jugar con ella al fútbol”, y ella, claro, comenzó a asomarse menos, casi nada, ante el temor que provocaban los caínes de la recién pasada guerra civil.

         ¡Venga, Carmela, que empieza ya la novela! ¡Sirve el café! ¡Qué lenta eres! ¡Lo tenía que haber hecho yo y ya estaba en la mesa camilla! ¡Yo lo tenía que haber hecho, que a mí no se me caen los anillos por preparar un café! Mi marido me lo dice: ‘A ti lo que te pasa es que no sabes mandar.’ Eso digo yo: “Que a mí es que no me gusta mandar”. En el brasero, bajo la camilla, olía a carozo de maíz  encendido, de un color rojo infierno reconfortante.

         ¡Carmela, tráete las bizcochadas, las magdalenas y las tortas! Para sufrir hay que comer, que en estas novelas se sufre de lo lindo. La comida es mi enfermedad, esa es mi enfermedad, hija, decía mi madre. Los niños hacíamos los deberes en el silencio roto por las brillantes voces de los locutores de la Ser. Si se nos ocurría hablar, chillar o pelear, un pellizco en el brazo aleccionaba pronto, un pellizco que al día siguiente era un hermoso cardenal de un metafórico y educativo vaticano.

         Casi todas las tardes llovía y el agua que venía del corral se colaba a través de la puerta de madera y se mezclaba con el llanto de las mujeres, que encharcaba el suelo. Un húmedo silencio empapaba el tiempo. La lluvia siempre se precipita en el pasado. Yo, mientras hacía los deberes, miraba con todo detalle los ojos brillantes de las vecinas, las cataratas de lágrimas de las mujeres, por si el alambique femenino destilaba el llanto y se volvía negro como el café torrefacto, tostado, amargo y con un sabor intenso.

         A las seis de la tarde, las mujeres abandonaban la amplia cocina de techos negros y altos. Depurada el  alma y apurado el café, acababa la tarde con los raspones de las patas de las sillas en  el suelo y un apresurado taconeo por los pasillos. Nosotros los niños seguíamos preparando los trabajos de la escuela del día siguiente. Yo que desde entonces amo la radio, fiel compañera de soledades, oía después en Radio Nacional de España los Episodios Nacionales de don Benito Pérez Galdós. Al anochecer, la ceniza del brasero resguardaba una brasa menuda. El olor a café perfumaba el silencio. 

Granada, 21 de febrero del año 2020. 
Jacinto S. Martín


















6 comentarios:

  1. Yo que desde entonces amo la radio, fiel compañera de soledades, oía los Episodios Nacionales de Galdós. El olor a café perfumaba el silencio.

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  2. Casi todas las tardes llovía y el agua que venía del corral se colaba a través de la puerta de madera y mezclaba las gotas de lluvia con las del llanto de las mujeres. Un húmedo silencio empapaba el tiempo. La lluvia siempre se precipita en el pasado.

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  3. Venían a llorar, que el llanto depura emociones, y a tomar el café, o a tomar el café y a llorar con la novela de las cinco, nunca se sabe.

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  4. Panerillo, 'Soplillo de esparto o pleita usado en la provincia de Jaén'.

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  5. La radio marca los minutos de la vida; la prensa, las horas; el libro, los días. (Jacques H. de Lacreitelle)

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  6. Depurada el alma y apurado el café, acababa la tarde con los raspones de las patas de las sillas en el suelo y un apresurado taconeo por los pasillos.

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