viernes, 27 de diciembre de 2019

Caracoles en un talgo








Esta vida es un saco de caracoles y cada uno saca los cuernos por donde puede. (Dicho popular andaluz repetido una y otra vez por mi padre)

Llegaba la época de las declaraciones de la renta, algo que siempre se nos hace un monte: de Montoro a Montero, del calvo a la de los caracoles. El gobierno de turno siempre sabe sacarte los calcetines con las botas puestas, de manera que en España hemos transitado por una vía democrática estrecha que ha ido desde el súbdito al echavoto pasando por el ciudadano, esto es, de una dictadura a una dictacracia pasando por una democracia, pero siempre bajo el poder del dinero. Manuel era un inteligente echavoto, que aprovechaba la ocasión de hacer la renta para irse doce diitas  a Madrid, que eso del gobierno es una cosa peligrosa y hay que guardarle las distancias, porque del amo y del mulo cuanto más lejos, más seguro.

Así que ahorraba durante todo el año hasta llegar a mayo y entonces, con lo  ahorrado y con la ilusión de un niño en un día de Reyes o de Papá Noel, vestido de rojo para hacer la publicidad de la coca-cola, se iba a Madrid a que su primo Antonio, que sabía de números, se la hiciera correctamente.

Como eso de la renta es un trabajo duro, tardaba algo más de una semana, doce días para ser más exactos, doce como los hijos de Jacob, los signos del zodíaco y los apóstoles de Jesús. El doce, que aparece 187 veces en la Biblia, representa la perfección de gobierno, la perfección eterna.

Con el dinero ahorrado hacía con su primo Antonio visitas culturales a todas las tascas típicas de los Madriles y de vez en cuando – es decir, todas las noches  a los corrales donde el flamenco lucía más. Un amigo de mi primo era el guía turístico. Iba delante en una vieja Sanglas 500, nosotros lo seguíamos en un taxi. ¡Cómo reluce, cómo reluce, la gran calle de Alcalá cómo reluce, cuando suben y bajan los andaluces, ay caracoleeees, ay caracoleees!

No todo era fácil hasta llegar a Madrid y pasar una semana de visita cultural, de vino en vino y de tapa en tapa, un vino y su tapa, una tapa y su vino, un vino y su tapa, una tapa y su vino, y así amontonábamos vinos y tapas, tapas y vinos hasta la madrugada flamenca.

Unos días antes, tenía que convencer a María.

-Mira que tengo que ir a los Madriles con mi primo Antonio a que me haga la declaración de la renta. Ya sabes, un latazo, pero qué se va a hacer, decía cínicamente resignado Manuel.

- ¡Pero más de una semana, Manuel de mi alma, no es mucho para una declaración! Tú cuando me declaraste que me querías no tardaste ni media hora, y el matrimonio es menos llevadero que Hacienda.

- ¿Qué quieres que haga? Tengo un compromiso con Hacienda y otro con mi primo Antonio que es el que más sabe de números de España.

- Que sea lo que Dios quiera. ¡Qué le vamos a hacer! – decía con resignación la sumisa María.

- Muchas gracias, tata. Tú sabes que eres la reina, prima,  'pa tu marío'.

Todos los años, lo mismo. Al día siguiente, cogía el talgo, un tren plateado, de entrada baja y fácil no como aquellos trenes de carbón que tenían las escaleras metálicas a la altura de los países bajos. Eso sí, la tata, mi mujer siempre me encargaba que le llevara a la familia un queso manchego, redondo como una luna llena en el mes de agosto, y un saco de caracoles de abril tiernos como recentales.

Me vestía lo mejor que sabía, me pelaba bien y me limpiaba los zapatos con tomate hasta que brillaban como el sol. Un hombre capicúa – cabeza y pies bien puestos- siempre da seguridad. Luego  metía un fajo de billetes en el bolsillo izquierdo del pantalón, que un hombre sin dinero es un muerto en pie, y me disponía a cruzar Despeñaperros y la Mancha, redonda y plana como el queso que debía ocultar debajo del asiento en el que viajaba hecho un señor. No cuadraba un señor de chaqueta y corbata con un queso manchego. Así que lo ocultaba. De vez en cuando lo tanteaba con el talón para ver si seguía allí.

El queso era tan bueno, que cumplía en el Tren Articulado Ligero Goicoechea - Oriol (TALGO) las condiciones del más exigente perfumista: primero, una nota de salida persistente que hizo volver la cabeza y arrugar la nariz a los viajeros del vagón número tres en el que me instalé; luego, una  nota de corazón con un persistente tufillo al que te  ibas acostumbrando; por último, permanecía en el cálido ambiente del vagón la tercera nota de fondo como el de los mejores perfumes, por ejemplo, The devil in disguise , El diablo disfrazado, que recordaba la canción de Elvis Presley. Mis compañeros de viaje, media docena de japoneses y dos monjas se adaptaron bien al perfumado vagón. El saco de caracoles lo llevaba en el asiento de al lado que nadie ocupó. Con las prisas no lo até demasiado bien, pero servía la chapuza, para mantener a los cornudos prisioneros encerrados hasta llegar a Madrid.

El tren me iba arrullando con una nana de hierro hasta casi dejarme dormido. Sin embargo, no quise dormirme hasta que llegó el revisor que me picó el billete y me miró varias veces los zapatos por si me había descalzado. Tanto era el perfume quesero que el hombre ataviado de azul marino como ‘il faut’ arrugaba una y otra vez la nariz. Luego siguió picando billetes y arrugando la nariz. No se lo explicaba. No se lo acababa de explicar…

Apenas se fue, dejé de mirar el paisaje, me puse unos auriculares, oí a Mozart y me dormí profundamente… El queso, Mozart y los caracoles no se llevan mal del todo.

Cuando desperté me encontré en Alcázar de San Juan. Moví la cabeza y vi que el lazo que cerraba el saco se había aflojado y todos los caracoles habían huido de su forzado encierro. Decenas de caracoles recorrían los asientos, el techo de plata y los relucientes cristales, dejando a su paso caminos brillantes hacia ninguna parte. Los japoneses hacían fotos y las monjas se santiguaban. Así que – visto lo visto – huí del vagón tercero para refugiarme en el último, después de quitarme la corbata, cambiarme de chaqueta y  ponerme una gorra a cuadros. Me hice el dormido hasta llegar a la estación de Atocha. El revisor pasaba una y otra vez buscando al dueño de la caracolada, un verdadero tsunami de cuernos en el vagón tercero, al que arrasó. Iba diciendo en voz baja: ‘Se podrá aguantar esto Dios mío’.

Al llegar a Madrid, cogí la maleta y el saco vacío en el que había ocultado el queso redondo y brillante como luna de agosto. La curiosidad me llevó al vagón tercero- el criminal vuelve siempre al lugar del crimen - en donde decenas de caracoles dejaban su estela de plata en los cristales.











18 comentarios:

  1. Cuando llegué a Madrid, cogí la maleta y el saco vacío en donde había ocultado el queso redondo y brillante como luna de agosto. Bajé y la curiosidad me llevó hasta el vagón tercero en donde los centenares de caracoles dejaban su inútil estela de plata en los cristales.

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  2. Me fui de allí tarareando: Vámonos, vámonos...Cómo reluce, cómo reluce la gran calle de Alcalá cómo reluce cuando suben y bajan los andaluces...

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  3. El queso, Mozart y los caracoles no se llevan mal del todo.

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  4. Dictadura, Democracia y Dictacracia son sistemas políticos que generan tres tipos de clientes respectivamente: súbditos, ciudadanos y echavotos.

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  5. Un hombre capicúa – cabeza y pies bien puestos- siempre da seguridad.

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  6. Como eso de la renta es un trabajo duro, tardaba algo más de una semana, doce días para ser más exactos, doce como los hijos de Jacob, los signos del zodíaco y los apóstoles de Jesús.

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  7. El tren te iba arrullando con una nana de hierro hasta casi dejarte dormido. No quise dormirme hasta que llegó el revisor que me picó el billete y me miró y remiró varias veces los zapatos por si me había decalzado.

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  8. Cómo reluce, cómo reluce la gran calle de Alcalá cómo reluce cuando suben y bajan los andaluces...

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  9. ¡Pero más de una semana, Manuel de mi alma, no es mucho para una declaración! Tú cuando me declaraste que me querías no tardaste ni media hora, y el matrimonio es menos llevadero que Hacienda.

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  10. Mira que tengo que ir a los Madriles con mi primo Antonio a que me haga la declaración de la renta. Ya sabes, un latazo, pero qué se va a hacer, decía cínicamente resignado Manuel.

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  11. Luego metía un fajo de billetes en el bolsillo izquierdo del pantalón, que un hombre sin dinero es un muerto en pie.

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  12. Me ha encantado tu relato. Muy bueno
    Me ha hecho recordar los viajes, en tercera, que realicé, mientras estudiaba en Madrid en los primeros años 60 del siglo pasado.Saludos.

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  13. Los japoneses hacían fotos y las monjas se santiguaban.

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  14. En España hemos transitado por una vía democrática estrecha que ha ido desde el súbdito al echavoto pasando por el ciudadano, esto es, de una dictadura a una dictacracia pasando por una democracia, pero siempre bajo el poder del dinero.

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  15. Manuel era un inteligente echavoto, que aprovechaba la ocasión de hacer la renta para irse doce diitas a Madrid.

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  16. Como eso de la renta es un trabajo duro, tardaba algo más de una semana, doce días para ser más exactos, doce como los hijos de Jacob, los signos del zodíaco y los apóstoles de Jesús. El doce, que aparece 187 veces en la Biblia, representa la perfección de gobierno, la perfección eterna.

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  17. La tata, mi mujer siempre me encargaba que le llevara a la familia un queso manchego, redondo como una luna llena en el mes de agosto, y un saco de caracoles de abril tiernos como recentales.

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  18. El queso, Mozart y los caracoles no se llevan mal del todo.

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