Esta
vida es un saco de caracoles y cada uno saca los cuernos por donde puede.
(Dicho popular andaluz repetido una y otra vez por mi padre)
Llegaba la época de las
declaraciones de la renta, algo que siempre se nos hace un monte: de Montoro a
Montero, del calvo a la de los caracoles. El gobierno de turno siempre sabe
sacarte los calcetines con las botas puestas, de manera que en España hemos
transitado por una vía democrática estrecha que ha ido desde el súbdito al echavoto
pasando por el ciudadano, esto es, de una dictadura a una dictacracia pasando
por una democracia, pero siempre bajo el poder del dinero. Manuel era un
inteligente echavoto, que aprovechaba la ocasión de hacer la renta para irse doce diitas a Madrid, que eso del gobierno es una cosa peligrosa y hay que guardarle
las distancias, porque del amo y del mulo cuanto más lejos, más seguro.
Así que ahorraba
durante todo el año hasta llegar a mayo y entonces, con lo ahorrado y con la ilusión de un niño en un
día de Reyes o de Papá Noel, vestido de rojo para hacer la publicidad de la
coca-cola, se iba a Madrid a que su primo Antonio, que sabía de números, se la
hiciera correctamente.
Como eso de la renta es
un trabajo duro, tardaba algo más de una semana, doce días para ser más
exactos, doce como los hijos de Jacob, los signos del zodíaco y los apóstoles
de Jesús. El doce, que aparece 187 veces en la Biblia, representa la perfección
de gobierno, la perfección eterna.
Con el dinero ahorrado hacía con su primo
Antonio visitas culturales a todas las tascas típicas de los Madriles y de vez
en cuando – es decir, todas las noches – a los corrales donde el flamenco lucía
más. Un amigo de mi primo era el guía turístico. Iba delante en una vieja Sanglas
500, nosotros lo seguíamos en un taxi. ¡Cómo reluce, cómo reluce, la gran calle
de Alcalá cómo reluce, cuando suben y bajan los andaluces, ay caracoleeees, ay
caracoleees!
No todo era fácil hasta
llegar a Madrid y pasar una semana de visita cultural, de vino en vino y de
tapa en tapa, un vino y su tapa, una tapa y su vino, un vino y su tapa, una
tapa y su vino, y así amontonábamos vinos y tapas, tapas y vinos hasta la
madrugada flamenca.
Unos días antes, tenía
que convencer a María.
-Mira que tengo que ir
a los Madriles con mi primo Antonio a que me haga la declaración de la renta.
Ya sabes, un latazo, pero qué se va a hacer, decía cínicamente resignado
Manuel.
- ¡Pero más de una
semana, Manuel de mi alma, no es mucho para una declaración! Tú cuando me
declaraste que me querías no tardaste ni media hora, y el matrimonio es menos
llevadero que Hacienda.
- ¿Qué quieres que
haga? Tengo un compromiso con Hacienda y otro con mi primo Antonio que es el
que más sabe de números de España.
- Que sea lo que Dios
quiera. ¡Qué le vamos a hacer! – decía con resignación la sumisa María.
- Muchas gracias, tata. Tú sabes que eres la reina, prima, 'pa tu marío'.
- Muchas gracias, tata. Tú sabes que eres la reina, prima, 'pa tu marío'.
Todos los años, lo
mismo. Al día siguiente, cogía el talgo, un tren plateado, de entrada baja y
fácil no como aquellos trenes de carbón que tenían las escaleras metálicas a la
altura de los países bajos. Eso sí, la tata, mi mujer siempre me encargaba que
le llevara a la familia un queso manchego, redondo como una luna llena en el
mes de agosto, y un saco de caracoles de abril tiernos como recentales.
Me vestía lo mejor que
sabía, me pelaba bien y me limpiaba los zapatos con tomate hasta que brillaban
como el sol. Un hombre capicúa – cabeza y pies bien puestos- siempre da
seguridad. Luego metía un fajo de
billetes en el bolsillo izquierdo del pantalón, que un hombre sin dinero es un muerto en pie, y me disponía a cruzar
Despeñaperros y la Mancha, redonda y plana como el queso que debía ocultar
debajo del asiento en el que viajaba hecho un señor. No cuadraba un señor de
chaqueta y corbata con un queso manchego. Así que lo ocultaba. De vez en cuando
lo tanteaba con el talón para ver si seguía allí.
El queso era tan bueno,
que cumplía en el Tren Articulado Ligero Goicoechea - Oriol (TALGO) las
condiciones del más exigente perfumista: primero, una nota de salida persistente que hizo volver la cabeza y arrugar la nariz a los viajeros del
vagón número tres en el que me instalé; luego, una nota de corazón con un persistente tufillo al que te ibas acostumbrando; por último, permanecía en el cálido ambiente del vagón la tercera nota de fondo como el de los mejores perfumes, por ejemplo, The devil in disguise , El
diablo disfrazado, que recordaba la canción de Elvis Presley. Mis compañeros de
viaje, media docena de japoneses y dos monjas se adaptaron bien al perfumado
vagón. El saco de caracoles lo llevaba en el asiento de al lado que nadie
ocupó. Con las prisas no lo até demasiado bien, pero servía la chapuza, para
mantener a los cornudos prisioneros encerrados hasta llegar a Madrid.
El tren me iba
arrullando con una nana de hierro hasta casi dejarme dormido. Sin embargo, no quise dormirme hasta que llegó el
revisor que me picó el billete y me miró varias veces los zapatos por
si me había descalzado. Tanto era el perfume quesero que el hombre ataviado de
azul marino como ‘il faut’ arrugaba una y otra vez la nariz. Luego siguió
picando billetes y arrugando la nariz. No se lo explicaba. No se lo acababa de
explicar…
Apenas se fue,
dejé de mirar el paisaje, me puse unos auriculares, oí a Mozart y me dormí
profundamente… El queso, Mozart y los caracoles no se llevan mal del todo.
Cuando desperté me
encontré en Alcázar de San Juan. Moví la cabeza y vi que el lazo que cerraba el saco se había aflojado y todos los caracoles
habían huido de su forzado encierro. Decenas de caracoles recorrían los
asientos, el techo de plata y los relucientes cristales, dejando a su paso caminos
brillantes hacia ninguna parte. Los japoneses hacían fotos y las monjas se
santiguaban. Así que – visto lo visto – huí del vagón tercero para refugiarme
en el último, después de quitarme la corbata, cambiarme de chaqueta y ponerme una gorra a
cuadros. Me hice el dormido hasta llegar a la estación de Atocha. El revisor
pasaba una y otra vez buscando al dueño de la caracolada, un verdadero tsunami
de cuernos en el vagón tercero, al que arrasó. Iba diciendo en voz baja: ‘Se
podrá aguantar esto Dios mío’.
Al llegar a Madrid, cogí la maleta y el saco vacío en el que había ocultado el queso redondo y brillante como luna de agosto. La curiosidad me llevó al vagón tercero- el criminal vuelve siempre al lugar del crimen - en donde decenas de caracoles dejaban su estela de plata en los cristales.
Cuando llegué a Madrid, cogí la maleta y el saco vacío en donde había ocultado el queso redondo y brillante como luna de agosto. Bajé y la curiosidad me llevó hasta el vagón tercero en donde los centenares de caracoles dejaban su inútil estela de plata en los cristales.
ResponderEliminarMe fui de allí tarareando: Vámonos, vámonos...Cómo reluce, cómo reluce la gran calle de Alcalá cómo reluce cuando suben y bajan los andaluces...
ResponderEliminarEl queso, Mozart y los caracoles no se llevan mal del todo.
ResponderEliminarDictadura, Democracia y Dictacracia son sistemas políticos que generan tres tipos de clientes respectivamente: súbditos, ciudadanos y echavotos.
ResponderEliminarUn hombre capicúa – cabeza y pies bien puestos- siempre da seguridad.
ResponderEliminarComo eso de la renta es un trabajo duro, tardaba algo más de una semana, doce días para ser más exactos, doce como los hijos de Jacob, los signos del zodíaco y los apóstoles de Jesús.
ResponderEliminarEl tren te iba arrullando con una nana de hierro hasta casi dejarte dormido. No quise dormirme hasta que llegó el revisor que me picó el billete y me miró y remiró varias veces los zapatos por si me había decalzado.
ResponderEliminarCómo reluce, cómo reluce la gran calle de Alcalá cómo reluce cuando suben y bajan los andaluces...
ResponderEliminar¡Pero más de una semana, Manuel de mi alma, no es mucho para una declaración! Tú cuando me declaraste que me querías no tardaste ni media hora, y el matrimonio es menos llevadero que Hacienda.
ResponderEliminarMira que tengo que ir a los Madriles con mi primo Antonio a que me haga la declaración de la renta. Ya sabes, un latazo, pero qué se va a hacer, decía cínicamente resignado Manuel.
ResponderEliminarLuego metía un fajo de billetes en el bolsillo izquierdo del pantalón, que un hombre sin dinero es un muerto en pie.
ResponderEliminarMe ha encantado tu relato. Muy bueno
ResponderEliminarMe ha hecho recordar los viajes, en tercera, que realicé, mientras estudiaba en Madrid en los primeros años 60 del siglo pasado.Saludos.
Los japoneses hacían fotos y las monjas se santiguaban.
ResponderEliminarEn España hemos transitado por una vía democrática estrecha que ha ido desde el súbdito al echavoto pasando por el ciudadano, esto es, de una dictadura a una dictacracia pasando por una democracia, pero siempre bajo el poder del dinero.
ResponderEliminarManuel era un inteligente echavoto, que aprovechaba la ocasión de hacer la renta para irse doce diitas a Madrid.
ResponderEliminarComo eso de la renta es un trabajo duro, tardaba algo más de una semana, doce días para ser más exactos, doce como los hijos de Jacob, los signos del zodíaco y los apóstoles de Jesús. El doce, que aparece 187 veces en la Biblia, representa la perfección de gobierno, la perfección eterna.
ResponderEliminarLa tata, mi mujer siempre me encargaba que le llevara a la familia un queso manchego, redondo como una luna llena en el mes de agosto, y un saco de caracoles de abril tiernos como recentales.
ResponderEliminarEl queso, Mozart y los caracoles no se llevan mal del todo.
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