miércoles, 20 de febrero de 2019

La niña del Danubio azul



A mis hermanos Servando y Rafael y a mi hermana Amparo, que conocen la historia narrada





«Tenga presente que las dos zonas se han hecho mártires. Que la Iglesia, sea por lo que fuere, figurará como mártir en la zona franquista y formando el piquete de ejecución en la zona republicana.»
[Manuel de Irujo]

Ahora, siempre que vuelvo de noche, me punza la ilusión de una llamada; pero el 165 ya no existe y debo conformarme tocando con los nudillos en el recuerdo. La historia de todos se contaba por teléfono, la decadencia de la familia se transmitía por teléfono, y aunque el Domo que utilizábamos era blanco, se ennegrecía cada vez más porque el paso del tiempo así lo tiene establecido: maquillarte las arrugas del alma y dar una capa negra de tristeza a todo lo que encuentra. Se intuía la tragedia en cada conversación telefónica, como si la vieja escalera de la casa de la calle Morón se derrumbara peldaño a peldaño: «me han puesto los pañales», «se han llevado las macetas de la terraza», «me acuerdo mucho de papá», «abrí la jaula —sin querer— y un coche aplastó al canario, la última música que me quedaba», «he comido una sopa de verduras». Luego todo se redujo a «yo estoy bien», «he comido una sopa de verduras». Y así los días amontonaban las sopas de verduras de una memoria rota. ¿Cómo estás? ¿Qué has comido? Las respuestas siempre iguales, y sin embargo yo llamaba cada noche para oír su voz y para maldecir ¿a quién? Hace muchos años que guardo en una cassette la voz de mi madre. No me atrevo a oírla, pero debo hacerlo para que la vieja historia de la vieja guerra, para que la hambruna psicológica que la acompañó siempre y el miedo fijado a fuego en su memoria desaparezcan. Hoy —festividad de Santa Ana— he oído la vieja conversación en la cocina de nuestra casa, de la que ha desaparecido un viejo reloj, símbolo de un tiempo ya sin tiempo:


 Vamos a ver, pero ¿usted quién es? Y más de diez hombres apuntaban con sus pistolas a la cabeza de mi padre, que estaba callado ¿usted? Y empezaron a hablar. Y yo que estaba abrazada a mi padre «por eso no lo mataron» les dije: «mi tío es sacerdote, pero ¿ustedes quiénes son?». —Nosotros de la Falange Española  ¡Viva España! ¡Viva España! —Corra usted por su familia. Como mi padre no se movía, yo me adelanté y corrí al escondite, detrás de la tela gruesa blanqueada que imitaba la pared y en donde estaba la biblioteca. «Salid que son buenos...» Y entonces salieron y venía mi tío delante, blancoverdoso, sosteniendo un crucifijo en el pecho con las manos. Y decía: «con este que me maten», «con este que me maten». Venían con camisas blancas y pantalones negros y creíamos que no eran soldados. Al mando venía el que luego fue alcalde de Sevilla, Félix Moreno de la Cova. Y cuando vieron a mi tío, pues ya se quedaron…  padre, ¿pero por qué? Nosotros nos hemos confundido, veníamos buscando a unos comunistas que decían que vivían aquí. Yo no sé nada, dijo el cura, este barrio es un barrio de orden. Yo no sé nada. Mi tío sí sabía que eran los hijos de los vecinos, eran tres y cuando la tropa los encontró los fusiló. La madre había puesto en la puerta de la casa una bandera blanca y la había dejado abierta de par en par. La pobre mujer enmudeció para siempre; solo acertaba a repetir en voz muy baja, una voz oscura como el luto que cubría su cuerpo menudo: «los hijos son de los tiempos».


Los tres hijos habían participado en el asesinato de don Rafael Reina. Al retirarse, los falangistas nos dijeron: «cuando pase el ejército, levantad la mano derecha y decid “Viva España”», y mi tía Hortensia decía: «¡Yo lo digo con las dos, yo lo digo con las dos, yo lo digo con las dos!». Luego pusieron en la puerta de la casa a dos soldados con sus pistolas. «Ya podéis descansar y acostarse y ya podéis estar tranquilos» y se fueron. En la puerta quedó el terror clavado en forma de balas —más de cien— que fueron testigos del pánico en la madera durante mucho tiempo. Yo tuve mi primera regla aquella noche. Como no sabía nada, me creí que era un tiro que me habían dado y me buscaba el tiro por todas partes. ¡Pobrecita! Como el tiro era donde era, no se lo quería decir ni a mi padre ni a nadie. ¡Me daba vergüenza! Yo pensaba: pues cuando me duela entonces lo digo, porque yo había oído decir que cuando te daban un tiro no dolía  y el tiro me duró unos pocos de días. Aunque entonces no lo supe, el pánico, el terror, la puerta tiroteada, habían matado para siempre a la niña que abrió la puerta y que ahora se disponía a ser mujer.


 Mi padre, desde entonces, habló muy poco. Se le metería todo aquello en la cabeza y repetía «que me siguen», «que vienen a por mí», «¡calla que me descubren!», «ya están aquí», «ya están aquí», «cállate, ¿tú no ves que están ahí?» y se escondía en el ropero y luego salía y hacía como que estaba muerto encima de la cama y cruzaba los brazos sobre el pecho. Es que nos habían mandado a mi padre y a mí a que abriéramos la puerta de la casa cuando el tiroteo era mayor. «Ve tú me decían mis tías, que a las niñas no les hacen nada» —¡como si la muerte preguntara la edad!— y mi padre vino conmigo y se ocultó en las cortinas y fui yo la que abrí. Fue un día terrible no sólo se oían las balas rompiendo la puerta, sino que en todos los tejados del barrio las balas llevaban la muerte a rastras. Se oían morder las tejas de todas las casas como en un carrusel de plomo: blanblanblanblanbalanbalanbalanblán. Al día siguiente, con un soldado y un pañolito blanco me mandaron a preguntar por los primos y por el hermano del cura, Antoñito, un hombre pacífico, ingenioso, que inventaba infinidad de artilugios. Yo le decía al soldado «por aquí» y él se lamentaba de que me hubieran mandado. En la esquina de Peral había un muerto con los ojos abiertos mirando al cielo y un cochino tiroteado al que seguramente habrían confundido al atardecer con un hombre agachado. Luego volví con el soldado por la calle Felipe Ramírez —cientos de hombres muertos se amontonaban como sacos en las aceras—. Sacados de sus casas y ametrallados sin piedad por orden del capitán Lapatza dejaban un río de sangre que corría como agua de lluvia por la calle Serrano hasta las Monjas.


 Luego volví a la casa empapada de curiosidad y de terror y les dije: «dicen que están bien» y me subí arriba al trastero y puse el único disco que quedaba en la vieja gramola. Durante mucho tiempo mi alma se consoló con un continuo repetir del «Danubio azul», el único disco de pizarra que quedaba en el desván. La tarde entera estuvo sonando el «Danubio azul», una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, para calmar tanto pánico, tanta muerte, tanto ensañamiento. Cuando bajé al atardecer, los mayores comentaban que al ayudante de Lapatza le habían puesto la camisa de fuerza de Amparito ¡pobrecita! y lo habían internado en el manicomio de Sevilla. No aguantó ver a decenas de hombres quemados vivos en el calabozo del ayuntamiento. Por eso sacó a todos los hombres jóvenes de sus casas —centenares de hombres— y los ametralló en la calle Felipe Ramírez. «¡Pelotón uno: carguen, apunten, fuego!» y lo colocaba frente al pelotón dos al que también le repetía la misma orden: «¡Pelotón dos: carguen, apunten, fuego!». Por eso se dieron cuenta. Cuando lo llevaban a Sevilla seguía repitiendo: «carguen, apunten, fuego», «carguen, apunten fuego», «carguen, apunten, fuego».


Bajé al escondite, aún no nos fiábamos y le dije a mi tía Encarna que si íbamos a comer algo. Me moría de hambre. Llevábamos comiendo galletas y chorizo cuatro días. Teníamos también un cantarillo de agua. Y ella: «vamos a comer» y preparó un conejo y yo decía: «voy a darle una vuelta al conejo» y al rato: «voy a darle otra vuelta al conejo» y así cuatro o cinco veces.
Cuando oímos que todo estaba tranquilo y el portón de la casa estaba cerrado, fuimos a la cocina a comernos lo guisado. Descubrieron que en el perol no había nada. «Me había comido el conejo en salsa entero». ¡No estaba bueno el conejo en salsa! ¡Con el hambre que yo tenía! Mi padre fue la última vez que sonrió.


 A mi padre no lo mataron los falangistas porque yo me abracé a él. A mi tío no lo quemaron los comunistas porque ya tenía cáncer y se estaba muriendo y no lo llevaron al calabozo del ayuntamiento con los «señoritos». No lo llevaron preso por eso. «Este se va a morir ya mismo, déjalo ahí». Creían que mi padre era uno de los que habían matado a don Rafael Reina. Venía sudoroso, con barba de varios días, tembloroso. Lo que hicieron con don Rafael Reina fue una canallada. Caín descorre las cortinas del escenario cuando se instala la locura en el teatro.


 Desde el «soberao» trastero, vi cómo mataron a ese hombre. Yo asomaba la cabeza por la ventana hornacina de la izquierda de la casa, protegida del sol por un esterón. Los «fincas» de al lado vigilaban día y noche la puerta de la casa número 15, al otro lado de la plaza. Fue el día de la Magdalena, veintidós de julio del año 1936. Al amanecer —entre dos luces— la plazoleta se llenó de hombres, muchos, muchos, muchos. Uno de ellos gritó: «Si no sales, vamos a quemar a tus hijos en el ayuntamiento». Pasaron unos minutos-siglos y apareció aquel hombre en la puerta de la casa, con las manos en alto. Le dispararon todos. Como eran «escopetillas malas», el pobre hombre no acababa de morirse. Le daban en las piernas, en las manos, en los brazos, en los ojos. Don Rafael seguía de pie, con las manos en alto. Gritaba: «¡Virgen del Carmen, así no se mata a un hombre! ¡Virgen del Carmen, así no se mata a un hombre!». Luego cayó al suelo. Seguían disparándole. Quedó tendido en medio de la calle sobre los adoquines rojos. Una mujer bailó encima y luego le puso un caramelo en la boca.


Todos se marcharon. El pobre hombre quedó tendido en medio de la calle con los ojos abiertos y las manos dirigidas al cielo en petición de misericordia. Las flores de las jacarandas manchaban de morada tristeza el albero amarillo de la plazuela. —Al poco tiempo entró la tropa que venía de Carmona. Poco antes habían quemado a los hijos en los calabozos del ayuntamiento. Antoñito, el pequeño, tenía dieciséis años, era alto, finito. Yo lo vi cuando se lo llevaban con las manos atrás. Aquel día el gramófono repitió una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, el «Danubio azul», el único disco de pizarra que quedaba, resto de un tiempo que empezaba a escaparse estrujado por las manos de Caín.


Por las dos partes hicieron canalladas. ¡Eran todos más malos que rayos! A la madre de la tía Valle, los soldados la sacaron de la casa y la fusilaron. Tenía dos niños chicos y un tercero al que le estaba dando el pecho. Antes habían quemado a sus dos hermanos, que eran panaderos, y por los que ella no hizo nada. «Ellos ya sabían lo que había, que el dinero arrastra injusticias y que la humillación es peor que la muerte.¡ Que sea lo que Dios quiera!», dicen que dijo. Al hermano de mi amiga Manolita, que era de la UGT también lo fusilaron al amanecer. Yo fui con mi amiga a verlo al calabozo del ayuntamiento, para llevarle el desayuno, y ya no estaba. El municipal nos devolvió su manta. «Ya no está, lo han llevado a Marchena a declarar», y el café se aguó de lágrimas.



Dos días después de entrar la tropa, vi cómo en la esquina de la plaza de las jacarandas fusilaron a dos hombres. Venían con las caras blancas, temblaban, se secaban el frío sudor del miedo con un pañuelo. No hablaban. El miedo es siempre amigo del silencio. Después de un «niña, quítate de en medio»,la muerte volvió a cosechar dos vidas. No es justo, no es mínimamente justo, que nadie mate a nadie. La sangre de aquellos dos hombres manchó el albero. Cuando llovía, la esquina volvía a recordar el asesinato y el albero se teñía de rojo siempre, siempre, siempre.


A uno de ellos lo conocía. Sentí una pena inexplicable por aquel hombre muerto que había querido matarnos. Era el jefe de los que venían todos los días a requisar la casa. Se lo llevaron todo. Un día se presentaron mientras yo jugaba con mis hermanos en el corral de la casa. Nunca nos habían dejado salir de allí, entonces menos. Yo me entretenía en coger hormigas, llevarlas hasta la puerta falsa y hacerlas pasar por debajo para que alcanzaran la libertad de la calle. —«Pepe, teníamos que haber sido hormigas en vez de niños y así habríamos jugado en la calle». —«Sí, Anita, hormigas; no niños». Mi hermano Pepe me imitaba, Araceli saltaba a la comba, Carmela «la pobre» se entretenía comiéndose la tierra de los desconchones de la pared. Al oír ruido, mi hermano y mi Araceli se metieron debajo de una canasta grande que teníamos para echar la ropa sucia, y los tíos, al verla boca abajo la levantaron. Creían que allí teníamos escondido algo. Los niños salieron corriendo, gritando asustados: «Anita, Anita, Anita». Fue el jefe fusilado, mal encarado, con patillas de boca de hacha, el que gritó: Eso es lo que le tenéis «inculcao».


Los días de lluvia mi madre bajaba por la calle San Sebastián para no ver la mancha roja de la plaza. Contaba que un día de lluvia, con un cielo gris-tristeza, y con viento solano, protegida por un pañuelo blanco, vio cómo paseaban en un burro a una mujer a la que le habían dado aceite de ricino. Iba pelada al cero y con las faldas manchadas. El purgante le había destrozado toda la dignidad. Esa mujer pregonaba en la plaza, en su puesto de caracoles, el día antes de la entrada de las tropas franquistas: «¡Hoy arden!». «¡Hoy arden! ¡Está la cosa que arde!». En el filo del grito, la pobre mujer gritaba: ¡Viva el quipoyano ese! ¡Viva el quipoyano ese! Después de humillarla por todas las calles, la fusilaron en las tapias del cementerio. ¿Dios mío, dónde estuviste esos días? El 25 de julio ya todo había terminado. En tres días nos impusieron la paz de los cementerios.


 Luego vino el hambre, el hambre de las cartillas de racionamiento. La escasa comida tenía la mancha agria del vinagre de la ira. La gente caminaba con la cabeza baja, las manos detrás y una tristeza infinita en los ojos. El alma de España llevaba un brazalete negro. Todos igualados en el pánico silencioso que siembra la muerte. Yo me refugiaba en el desordenado desván, bajo el sol de plomo de la tarde, y le daba cuerda a la manivela del gramófono. Mi alma necesitaba el bálsamo de la música. Una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, ponía el único disco que quedaba del tiempo pasado, de cuando los felices años veinte, y el «Danubio azul» se imponía al rojo latigazo del verano, que achicharraba el dolor callado del tiempo de Caín.



 Arahal, 7 de septiembre de 2006. Mi madre acaba de morir. La guerra ha terminado.

Jacinto S. Martín






                                           El Danubio azul de Johann Strauss

14 comentarios:

  1. El Danubio azul se imponía al rojo latigazo del verano que achicharraba el dolor callado del tiempo de Caín.

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  2. "Soberao" es la parte alta de la casa. La forma correcta en español es "sobrado", lo que sobra de la vivienda ocupada.

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  3. Luego vino el tiempo del hambre y las cartillas de racionamiento. La escasa comida tenía la mancha agria del vinagre de la ira.

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  4. Pepe, teníamos que haber sido hormigas no niños.

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  5. El alma de España llevaba un brazalete negro.

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  6. En tres días nos impusieron la paz de los cementerios.

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  7. El tiempo empezaba a escaparse estrujado por las manos de Caín.

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  8. Arahal, 7 de septiembre de 2006. Mi madre acaba de morir. La guerra ha terminado.

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  9. Aquel día el gramófono repitió una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, el «Danubio azul», el único disco de pizarra que quedaba, resto de un tiempo que empezaba a escaparse estrujado por las manos de Caín.

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  10. El «Danubio azul» se imponía al rojo latigazo del verano, que achicharraba el dolor callado del tiempo de Caín.

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  11. Luego vino el hambre, el hambre de las cartillas de racionamiento. La escasa comida tenía la mancha agria del vinagre de la ira.

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  12. El relato pone los pelos de punta...mi padre mi abuelo y mis tíos estaban en la cárcel para ser fusilados, el carcelero dejó el cerrojo abierto...el que quiera salir que salga, no quiero tenerlo en mi conciencia. Horrores y más horrores de una guerra entre hermanos, vecinos, conocidos...egemonia del frente popular???

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