«Un hombre tiene que tener siempre el nivel de la
dignidad por encima del nivel del miedo.» [Eduardo Chillida]
Se acercaba octubre.
Durante el verano, mi vida giró en un tiovivo de sólo dos caballos: el deseo de
la lluvia y el dulce miedo a entrar en la escuela. Me veía en la mañana gris,
bajo el cielo protector del paraguas, cuadriculado en los renglones verticales
de la lluvia, yendo a la escuela (nacional, decían), con zapatos «gorila»
—fuertes y feos— recién estrenados, con una pelota verde en el bolsillo,
peinado y perfumado por mi madre. Así que cuando el reloj del otoño dio tiempo
al tiempo, ya estaba en un largo pasillo en la cola del primero jota, una cola
gris que se movió hasta llegar a un patio terrizo, vasto-basto, tan mal
cubierto por el albero que las piedras acechaban para rasparte las piernas y
los zapatos nuevos.
Un micromaestro, tan alto como nosotros, dijo con la voz
chillona que en la España del cincuenta y ocho se llevaba: «¡A cubrirse!», y
los nuevos nos atropellábamos sin saber qué hacer. La serpiente gris de la cola
—en esos momentos España era gris— culebreaba hasta que por fin quedaba recta,
prietas las filas, y la mano izquierda tocaba el hombro del de delante. La mano
derecha creo que se pegaba a la pierna, de manera que la izquierda se había
inutilizado y la derecha, sometida, gozaba de ciertas libertades. Ante la
bandera, el director entonaba el himno nacional con la escasa convicción del
funcionario. Luego, consumido el rito, cada mochuelo a su olivo. El patriótico
y monótono espectáculo se compensaría ahora con la enseñanza que yo deseaba
tanto como la lluvia. ¡Pero... no!
El
maestro que nos tocó en suerte (mala, mala suerte) era el director del ilustre
boliche. No explicó nunca nada de nada, con lo que nuestras almas quedaron sin
ser rayadas en lo absoluto. El director-maestro era un capitán del ejército,
tan ancho como largo: un azulejo. Tenía la costumbre de la ausencia. Yo creo
que en ocasiones aquel hombre no sabía ni siquiera dónde estaban los
desasistidos pájaros del primero jota. Ante aquella perfecta anarquía, se alzó
entre nosotros un jefe natural, carismático, de mirada torva, pero de nobleza,
valentía y dignidad insuperables: el General.
Manuel era casi un mote para nuestro jefe, que
ante las prolongadísimas ausencias de don Olvido, nos ordenaba abandonar el
encierro gris y saltar al patio para jugar al fútbol: ¡algo había que hacer! Yo
desperté recelos a mi llegada, porque iba limpio, tenía ropas recién estrenadas
y olía bien: era un «litri». Pronto, sin embargo, me aceptaron. El primero que
supo apreciarme fue don Olvido que —sin mérito alguno por mi parte— me colocó
en el segundo pupitre (en los primeros pupitres nos sentábamos los de sabiduría
contrastada). Pagué la bondad de mis compañeros bautizándolos a todos tan
acertadamente, que los motes acabaron con todos los nombres. Me sentía
satisfecho entre aquella tropa, especialmente cuando el jefe se dirigía a mí y
solemnemente decía: «¡tira tú el penalti, figura!».
Manuel
cumplía fielmente con todas las cargas que su cargo implicaba: repartía,
durante el recreo, con su seriedad caprina, la limosna amarillenta del queso americano
y preparaba los cubos de estaño con agua del grifo de los lavabos a los que
añadía la leche en polvo de los «hijompaputas» americanos, según le oí decir
alguna vez «sotto voce». Luego, una vez socorrida la tropa malcomida, preparaba
en un recipiente especial el agualeche quitahambres y lo llevaba a la sala de
profesores. Decían que —como la operación se hacía en los lavabos, junto a los
retretes— el jefe se meaba en el agualeche profesoral. Nunca se supo con
certeza la afirmación que «radiomacuto» daba como cierta, pero las pocas veces
que don Olvido apareció por el aula del primero jota el olor a amoniaco era
evidente. A Manuel, de natural triste y de semblante serio, se le alegraba de
manera especial el ojo izquierdo y llegaba a brillarle incluso cuando se
dirigía, cada mañana, a su magistral cometido.
Después
del recreo, como don Olvido no aparecía, nosotros volvíamos al patio
raspapiernas y jugábamos, jugábamos, jugábamos, como si el tiempo se hubiera
condensado en un balón de badana, que caía una y otra vez al campo de trigo que
circundaba como un mar de esperanzas las tapias de la escuela. Entre cosecha y
cosecha de balón perdido, ¡allí, no lo ves! , todos nos reuníamos alrededor de
Manuel que con la seriedad y la seguridad del jefe señalaba con un dedo al mar
verde del trigo ondulado por el viento, como el Colón catalán, y pontificaba:
«¡Allí están follando!». Todos mirábamos sin ver, con la conciencia alerta ante
el misterio que el jefe denunciaba. ¿No veis que el trigo se hunde, cojones?
Aquel
paraíso de la ignorancia de vez en cuando se sobresaltaba. Alguien gritaba:
¡Don Olvido…! ¡Que dice que entremos! Volvíamos, pues, a la olvidada y
desclasada clase, entrando por las ventanas, como lo más natural del mundo. El
azulejado don Olvido esperaba sentado a que la sudada tropa se instalara en sus
pupitres. Luego tronaba: «¡Reche!», y a continuación después de un sobrecogedor
silencio: «¡veeeenga usted!». El jefe se acercaba entonces con la parsimonia de
las solemnidades, después de haber untado sus manos con la engañosa luna de un
ajo —se decía que las manos untadas con ajo evitaban el dolor del palmetazo—
«¡La izquierda!», y la paleta de ping-pong «ad hoc» se estrellaba hasta diez
veces en la mano de Manuel Reche, que adquiría toda la dignidad de un héroe —ni
una queja, ni una lágrima, nada—. Luego don Olvido repetía la operación en la
mano derecha. Expiado el pecado colectivo, Manuel volvía más digno aún a los
últimos pupitres en donde se ubicaba la presunta ignorancia.
Los
demás volvíamos a profesar de amenistas, la tropa de cobardes que dice amén en
cualquier situación y ante cualquier tirano. Don Olvido satisfecho de haber ejecutado
con prontitud la por él entendida justa sentencia, daba acompasadamente con los
nudillos en la mesa y mascullaba entre dientes, lento y seguro: «Contri más y
más y más alzaba la burra el rabo». Recuerdo que al final rimaba la repetida
cantinela…
Sorprendidos, mirábamos a don Olvido, que nos
decía que nos estaba hablando en metáfora y que algún día comprenderíamos su
educativo y ajustado mensaje. Después de la parábola «olvidada», un silencio
terrible se adueñaba del aula y, abierto el libro, estudiábamos algo: los ríos
de la vertiente atlántica, las montañas, la multiplicación de quebrados, la
historia: «con instrumento rotundo el imán y derrotero un vascongado primero
dio la vuelta a todo el mundo» o la historia sagrada: «entre las víctimas del
cruel Antioco, rey de Siria, destacan por su extraordinario valor los siete
hermanos Macabeos y su santa madre».
Aquello se eternizaba: media hora, una hora,
hora y media, hasta que uno de los del primer banco se levantaba e «ipso facto»
todos nos alzábamos para repetir de memoria aquella mixta erudición. La
sorpresa fue mayúscula el primer día que presencié el espectáculo: de dos en
dos nos refugiábamos detrás de las cortinas grises manchadas de tinta de los
plumines y se hablaba de cualquier cosa. Lo importante era parlotear durante
quince minutos ante la presencia del tirano, que como Buda gordo y soñoliento
mataba el tiempo fumando un cigarrillo detrás de otro. En aquellos años ni
siquiera era inocente el tiempo. Yo me sabía toda aquella empanadilla cultural,
pero por no desentonar del común le seguía la corriente al colega de turno que
modificaba algo el tema: —«El cruel Olvido, rey de Tirria, acabó con los siete
Macabeos, no te muevas que te veo, y con su puta madre». —¡Notable!,
apuntillaba yo. Cubierto un tiempo prudencial nos sentábamos y el estruendo
chillón encortinado se remansaba en el miedo silencioso; el perro que ladraba
entre cortinas se echaba a los pies de don Olvido.
Así se iba estirando el curso como
pegajoso e insípido chicle. Sólo el sábado tenía cierto sabor, pesado y agrio,
cuando consumida la ración pedagógica, sonaba la campana y salíamos al estrecho
corredor, para rezar el rosario que dirigía Plácido, uno de los mayores, que se
eternizaba hasta la desesperación. La infeliz tropa resucitaba con la letanía y
la llegada de los automóviles: —Santa María... —un automóvil. —Santa Dei
Genitrix ... —otro automóvil. —Mater inviolata... —otro automóvil. —Janua
coeli...—otro automóvil. —Stella matutina... —otro automóvil. El ritmo cansino
de los «automovilistas» de vez en cuando se interrumpía con una manta de palos
que alguno de los maestros que circulaban por la linde repartía al más infeliz.
Por fin, extenuados en un embotellamiento final, aquello concluía y más que
nunca dábamos gracias a Dios.
Pasó el tiempo, medio matado, medio muerto, y
periódicamente volvía a encontrarme con Manuel hasta alcanzar los dos la mitad
de la edad de don Quijote. Un día el pueblo hormigueaba antenándose con la
noticia: «ha habido un accidente en Jerez»... «hay muertos»... «Manuel Reche
está en un hospital en Cádiz»... «venían de putas»... Fui al hospital a ver al
jefe. A la vuelta, Fernando, uno de los antiguos compañeros, conducía un viejo
seat. Escampaba en las ventanas del coche el vaho amarillo de las luces. Al
salir de Cádiz, Fernando me dijo: yo estuve allí en Jerez la noche del
accidente. Fuimos a donde Joselito, demasiado alto para aquellos tiempos. Él
nos atendía desde su altura y medía nuestra flaqueza en duros: «a esa gallega
por menos de mil duros no le tocas ni un pelo». Joselito era violento, pero
estaba ya demasiado viejo, tan maricón y tan viejo, que tenía toda la vida por
detrás. Joselito olía a lejía, como toda la casa, como la calle estrecha en
cuyo centro destacaba el bujío, y el bar adjunto, en el que se cantaban tangos
y en donde unos bigardos-yanquis de Rota- metían mano y pierna cuando llegamos.
El jefe, Manuel Reche, buscó a Inmaculada, como otras veces, y habló de amores
sin misterio, de desamor tasado en carne y movimiento. Rocío Dúrcal cantaba «Sombras nada más» y una confusa conversación trufada de tango llenó de
melancolía el miserable bareto:
—Te quiero, no puedo estar sin ti. Sin ti,
Inma, la vida no tiene sentido. ... Sombras
nada más acariciando mis manos... sombras nada más...
—Ni tú ni ninguno de tus amigos tenéis tanto
así de vergüenza. ... Sombras nada más en
el temblor de mi voz.
—Tu voz es la mixtura de la sal y de la dulce melodía
del agua en bajamar Quisiera abrir
lentamente mis venas, mi sangre toda...
—Porque el agua huye de
toda la carne triste que abarrota la playa. ... verterla a tus pies, para poderte demostrar que más no puedo amar...
—Inma, piel de cielo,
en tus ojos hay un mar que conduce al paraíso... ... Y entonces, morir después.
—¡Menudo pájaro, estás hecho! Y sin embargo tus ojos azules... azul que
tienen el cielo y el mar viven cerrados para mí, sin verte estoy así perdida en
mi soledad.
—Inma, no puedo vivir
sin el azul de tus ojos de mar. … Pude
ser feliz y estoy en vida muriendo y entre lágrimas viviendo este drama sin
final… ¡Sombras nada más!
Tasada
la miserable compraventa, Inmaculada y el jefe de la triste tropa subieron las
estrechas escaleras y se arroparon de rojo en la habitación de siempre. Un
vientecillo marero arrastraba hasta los amantes el «Amémonos» de Carlos Acuña.
¡Cuánto desamor anclado en el puerto gris del alma! La vida había igualado a Manuel
y a Inma: ambos tenían el enamoragrama plano. El jefe fue ciego en el cielo y
palpó la felicidad de un puñadito de carne. A la hora, Inmaculada había perdido
el prefijo.
Manuel, que durante tres cursos había sido un magnífico
«suspendiente» en la Facultad de Medicina, se explayaba luego contando la
aventura sin aventura: «... luego apagamos la luz. Mi músculo oblicuo exterior
abdominal rozaba su fascia toracolumbar, su triángulo lumbar se alzaba
poderoso, se estremecía el sartorio, se agitaba la fascia glútea, las fibras
intercrurales se fundían, se tensaban los serratos anteriores, se aplastaban
los cartílagos costales y el manubrio del esternón... se estremecían las
vísceras hasta tal punto que el amor se extendió hasta las haustras del colon».
En ese momento, unánimes en el grito, se oyó un «¡Vete a la mierda, Manuel».
Sonaban
unas bulerías en el radiocassette del coche, ya de vuelta, ¡ay!, en las tierras
albarizas de Jerez... Hoy he vuelto a encontrarme con el jefe. Ya hemos
alcanzado la última edad de Don Quijote, esa difícil edad en la que los hombres y las
mujeres se igualan en personas. Está mucho más gordo. El tiempo es el peor
escultor en la Historia Universal del Arte: ahora es un oso con cara de cabra,
demacrada y amarillenta. Cuando lo vi, coronaba una esquina, manco del brazo
izquierdo. Mantiene, sin embargo, el gesto noble, rebelde, invencible, de
siempre. Es un general roto que dignifica la calle. A pesar de los golpes
humillantes con que la vida-olvido le hace expiar ¿viejas culpas?, luce orgulloso
su autoridad de jefe, de viejo general condecorado en mil batallas perdidas,
luciendo en su pecho las medallas en forma de cupones de la Once.
La vida había igualado a Manuel y a Inma: los dos tenían el enamoragrama plano.
ResponderEliminarEs un general roto que dignifica la calle.
ResponderEliminarA pesar de los golpes humillantes con que la vida-olvido le hace expiar ¿viejas culpas?, luce orgulloso su autoridad de jefe, de viejo general condecorado en mil batallas perdidas, luciendo en su pecho las medallas en forma de cupones de la Once.
ResponderEliminarCubierto un tiempo prudencial nos sentábamos y el estruendo chillón encortinado se remansaba en el miedo silencioso; el perro que ladraba entre cortinas se echaba a los pies de don Olvido.
ResponderEliminarUn vientecillo marero arrastraba hasta los amantes el «Amémonos» de Carlos Acuña. ¡Cuánto desamor anclado en el puerto gris del alma! La vida había igualado a Manuel y a Inma: ambos tenían el enamoragrama plano. El jefe fue ciego en el cielo y palpó la felicidad de un puñadito de carne. A la hora, Inmaculada había perdido el prefijo.
ResponderEliminarExpiado el pecado colectivo, Manuel volvía más digno aún a los últimos pupitres en donde se ubicaba la presunta ignorancia.
ResponderEliminarJugábamos, jugábamos, jugábamos, como si el tiempo se hubiera condensado en un balón de badana, que caía una y otra vez al campo de trigo que circundaba como un mar de esperanzas las tapias de la escuela.
ResponderEliminarLa infeliz tropa resucitaba con la letanía y la llegada de los automóviles: —Santa María... —un automóvil. —Santa Dei Genitrix ... —otro automóvil. —Mater inviolata... —otro automóvil. —Janua coeli...—otro automóvil. —Stella matutina... —otro automóvil. El ritmo cansino de los «automovilistas» de vez en cuando se interrumpía con una manta de palos que alguno de los maestros que circulaban por la linde repartía al más infeliz.
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