sábado, 19 de enero de 2019

La carnicería



NO TE FÍES DE LAS APARIENCIAS: NO ES EL CIERVO EL QUE CRUZA LA CARRETERA, ES LA CARRETERA LA QUE CRUZA EL BOSQUE.


                         Saint Saëns, compositor, autor de El carnaval de los animales


              Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros (G. Orwell)

Me sorprendió la poca amabilidad de los empleados al entrar en la recién estrenada carnicería. Era el día de la inauguración y lucía bien en la plaza con un escaparate adornado con bellos  y gigantescos cuerpos humanos de casi dos metros, como sacados de una revista de papel couché. Me fijé en los ojos grandes de quien atendía en la zona de fiambres. Afilaba un cuchillo jamonero mientras dominaba el movimiento del establecimiento con una mirada de 360 grados de visión panorámica. Masticaba continuamente, así que no pude deducir si hablaba o sólo rumiaba.

A la derecha de la entrada me vigilaba la mirada melancólica y cansada del dependiente. No muy alto, algo más elevado por la tarima en la que se sostenía, lucía una barba blanca descolgándose sobre el pecho como una catarata muda. Sólo oí en la media hora escasa que estuve allí, en la más completa soledad, que ante cierta insinuación del jefe, creí que me ordenaba “ve” con una e prolongada desprovista de agrado.

El que parecía ser el jefe, pequeño, recorría el centro del establecimiento con unos raros pasos, marcando en el invisible reloj del pasillo las diez y diez y balanceándose como  barco en  mar revuelto: babor - estribor,  estribor - babor, babor - estribor, estribor - babor.

Cuando compré los filetes de lomo de un blanco casi nacarado made in Sweden, me sorprendió que las manitas de cerdo, recién importadas de England, tenían las uñitas pintadas de un negro mortecino. Raro, pensé, pero, como todo está sometido a un continuo y turbulento cambio, creí que se llevaban esta temporada. Los riñones eran grandes y aparecían en el primer plano del expositor, junto al cristal protector. Importados de New Zealand, decía un cartel algo pringoso.

La decoración de la carnicería era minimalista. Dos expositores flanqueaban un pasillo  central. Del techo colgaban goteando jamones blancos mutilados a la altura de lo que parecían ser rodillas. Recién llegados de New York, informaba un grasiento cartel. En la parte superior de la caja registradora un cartel fijaba las normas de la pequeña empresa: “Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros” (George Orwell). La extraña democracia parece que la presidía el jefe que vestía un plumón blanco y que se paseaba por el pasillo con lo que yo supuse unas manos cogidas por detrás de la espalda a la altura de los riñones.

Mientras permanecí en el establecimiento chirriaba la máquina de cortar huesos y no dejaban los empleados de afilar cuchillos y hachas quebrando un inquietante silencio. La persiana metálica estaba casi bajada, ya eran las dos p.m. y creí que cerrarían inmediatamente. En ese momento la levantaron un poco y supuse, confuso, que entraban con blancos maniquíes  (ellos y ellas) que llevaron al frigorífico situado al fondo.

En ese momento fui a pagar mi escasa compra y creo que oí, aunque no recuerdo bien del todo, algo así como un gruñido del cajero, mientras de perfil me vigilaba un ser extraño con una cresta roja, muy a la moda futbolera. Pensé que tendría hambre, pues picoteaba un paquete de maíz tostado. Por fin pagué al cajero, un ser extraño de morros sonrosados y ojos pequeños  algo aumentados con unas gafas de culo de vaso.

Entonces salí, un poco aturdido, bien es cierto, en el mismo momento  en que  entró un joven alto, de piel muy blanca, fuerte, y se dirigió a los extraños dependientes.¡Siempre hay alguien que tiene suerte... y coge el último tren por los pelos!

Prometí que no volvería más a tan extraño lugar. Al día siguiente, al pasar por la plaza, vi en el escaparate la oferta del día, una careta para la olla de San Antón, recién importada de Alemania, decía. Aunque mi miopía no me garantiza el mundo en el que me muevo, creo recordar que su parecido con el joven alto, fuerte, era extraordinario. Todos sabemos que los animales y las personas llegamos a parecernos de tal manera, que la confusión siempre es posible.

Granada, 17 de enero del 2019, día de San Antón.

Jacinto S. Martín












                                               El carnaval de los animales de Saint Saëns





7 comentarios:

  1. Aunque mi miopía no me garantiza el mundo en el que me muevo,creo recordar que su parecido con el joven fuerte, alto, era extraordinario.

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  2. Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros. (George Orwell)

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  3. 'Siempre hay alguien que tiene suerte y coge el último tren por los pelos'.

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  4. Mientras permanecí en el establecimiento, los empleados no dejaban de afilar cuchillos y hachas en un inquietante silencio.

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  5. Me sorprendió que las manitas de cerdo, recién importadas de England, tenían las uñitas pintadas de un negro mortecino. Raro, pensé, pero, como todo está sometido a un continuo y turbulento cambio, creí que se llevaban esta temporada.

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  6. Prometí que no volvería más a tan extraño lugar. Al día siguiente, al pasar por la plaza, vi en el escaparate la oferta del día, una careta para la olla de San Antón, recién importada de Alemania, decía. Aunque mi miopía no me garantiza el mundo en el que me muevo, creo recordar que su parecido con el joven alto, fuerte, era extraordinario. Todos sabemos que los animales y las personas llegamos a parecernos de tal manera, que la confusión siempre es posible.

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  7. Mientras permanecí en el establecimiento chirriaba la máquina de cortar huesos y no dejaban los empleados de afilar cuchillos y hachas quebrando un inquietante silencio. La persiana metálica estaba casi bajada, ya eran las dos p.m. y creí que cerrarían inmediatamente. En ese momento la levantaron un poco y supuse, confuso, que entraban con blancos maniquíes (ellos y ellas) que llevaron al frigorífico situado al fondo.

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