NO TE FÍES DE LAS APARIENCIAS: NO ES EL CIERVO EL QUE CRUZA LA CARRETERA, ES LA CARRETERA LA QUE CRUZA EL BOSQUE.
Saint Saëns, compositor, autor de El carnaval de los animales
Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros (G. Orwell)
Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros (G. Orwell)
Me sorprendió la poca amabilidad
de los empleados al entrar en la recién estrenada carnicería. Era el día de la inauguración y lucía bien en la plaza con un escaparate adornado con
bellos y gigantescos cuerpos humanos de
casi dos metros, como sacados de una revista de papel couché. Me fijé en los
ojos grandes de quien atendía en la zona de fiambres. Afilaba un cuchillo
jamonero mientras dominaba el movimiento del establecimiento con una mirada de
360 grados de visión panorámica. Masticaba continuamente, así que no pude
deducir si hablaba o sólo rumiaba.
A la derecha de la entrada me
vigilaba la mirada melancólica y cansada del dependiente. No muy alto, algo más
elevado por la tarima en la que se sostenía, lucía una barba blanca
descolgándose sobre el pecho como una catarata muda. Sólo oí en la media hora
escasa que estuve allí, en la más completa soledad, que ante cierta insinuación
del jefe, creí que me ordenaba “ve” con una e prolongada desprovista de agrado.
El que parecía ser el jefe,
pequeño, recorría el centro del establecimiento con unos raros pasos, marcando
en el invisible reloj del pasillo las diez y diez y balanceándose como barco en
mar revuelto: babor - estribor,
estribor - babor, babor - estribor, estribor - babor.
Cuando compré los filetes de lomo
de un blanco casi nacarado made in Sweden, me sorprendió que las manitas de
cerdo, recién importadas de England, tenían las uñitas pintadas de un negro mortecino.
Raro, pensé, pero, como todo está sometido a un continuo y turbulento cambio,
creí que se llevaban esta temporada. Los riñones eran grandes y aparecían en el
primer plano del expositor, junto al cristal protector. Importados de New
Zealand, decía un cartel algo pringoso.
La decoración de la carnicería
era minimalista. Dos expositores flanqueaban un pasillo central. Del techo colgaban goteando jamones
blancos mutilados a la altura de lo que parecían ser rodillas. Recién llegados
de New York, informaba un grasiento cartel. En la parte superior de la caja registradora un
cartel fijaba las normas de la pequeña empresa: “Todos los animales son
iguales, pero algunos son más iguales que otros” (George Orwell). La extraña
democracia parece que la presidía el jefe que vestía un plumón blanco y que se
paseaba por el pasillo con lo que yo supuse unas manos cogidas por detrás de la
espalda a la altura de los riñones.
Mientras permanecí en el
establecimiento chirriaba la máquina de cortar huesos y no dejaban los empleados de afilar cuchillos y hachas quebrando
un inquietante silencio. La persiana metálica estaba casi bajada, ya eran las
dos p.m. y creí que cerrarían inmediatamente. En ese momento la levantaron un poco y
supuse, confuso, que entraban con blancos maniquíes (ellos y ellas) que llevaron al frigorífico situado
al fondo.
En ese momento fui a pagar mi
escasa compra y creo que oí, aunque no recuerdo bien del todo, algo así como un
gruñido del cajero, mientras de perfil me vigilaba un ser extraño con una
cresta roja, muy a la moda futbolera. Pensé que tendría hambre, pues picoteaba
un paquete de maíz tostado. Por fin pagué al cajero, un ser extraño de morros
sonrosados y ojos pequeños algo aumentados con unas gafas de culo de vaso.
Entonces salí, un poco aturdido,
bien es cierto, en el mismo momento en que
entró un joven alto, de piel muy blanca,
fuerte, y se dirigió a los extraños dependientes.¡Siempre hay alguien que tiene
suerte... y coge el último tren por los pelos!
Prometí que no volvería más a tan
extraño lugar. Al día siguiente, al pasar por la plaza, vi en el escaparate la
oferta del día, una careta para la olla de San Antón, recién importada de
Alemania, decía. Aunque mi miopía no me garantiza el mundo en el que me muevo,
creo recordar que su parecido con el joven alto, fuerte, era extraordinario.
Todos sabemos que los animales y las personas llegamos a parecernos de tal
manera, que la confusión siempre es posible.
Granada, 17 de enero del 2019,
día de San Antón.
Jacinto S. Martín
El carnaval de los animales de Saint Saëns
El carnaval de los animales de Saint Saëns
Aunque mi miopía no me garantiza el mundo en el que me muevo,creo recordar que su parecido con el joven fuerte, alto, era extraordinario.
ResponderEliminarTodos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros. (George Orwell)
ResponderEliminar'Siempre hay alguien que tiene suerte y coge el último tren por los pelos'.
ResponderEliminarMientras permanecí en el establecimiento, los empleados no dejaban de afilar cuchillos y hachas en un inquietante silencio.
ResponderEliminarMe sorprendió que las manitas de cerdo, recién importadas de England, tenían las uñitas pintadas de un negro mortecino. Raro, pensé, pero, como todo está sometido a un continuo y turbulento cambio, creí que se llevaban esta temporada.
ResponderEliminarPrometí que no volvería más a tan extraño lugar. Al día siguiente, al pasar por la plaza, vi en el escaparate la oferta del día, una careta para la olla de San Antón, recién importada de Alemania, decía. Aunque mi miopía no me garantiza el mundo en el que me muevo, creo recordar que su parecido con el joven alto, fuerte, era extraordinario. Todos sabemos que los animales y las personas llegamos a parecernos de tal manera, que la confusión siempre es posible.
ResponderEliminarMientras permanecí en el establecimiento chirriaba la máquina de cortar huesos y no dejaban los empleados de afilar cuchillos y hachas quebrando un inquietante silencio. La persiana metálica estaba casi bajada, ya eran las dos p.m. y creí que cerrarían inmediatamente. En ese momento la levantaron un poco y supuse, confuso, que entraban con blancos maniquíes (ellos y ellas) que llevaron al frigorífico situado al fondo.
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