El
humor es la cortesía del miedo. [Boris Vian]
A
mi hermana Amparo que me contó la historia y a mi sobrino José María que tiene
la risa limpia del Sur.
Julio se derretía en la
canícula como una cigarra de plomo. En el teléfono la voz de mi hermana se
entrecortaba cuando daba caladas al «plajo». Yo adivinaba que el humo —la
miserable ofrenda de Caín— casi le cerraba un ojo y le apopeyaba la boca. La
fregona, desmayada sobre el cubo, era la invitada a la conversación:
- Mira, hoy he visto al Mojito.
-
¿El Mojito?
- ¿No te hablé yo nunca del Mojito? Es un
cojo de aquí de Jerez, tiene dos piernas de palo, un tronco pequeño, cara de
ficho, entre pillín y bondadoso, pelo rizado, ojos chicos. Una correa gorda
como de pirata le ciñe la barriga.
En las bodegas se mimetiza, se hace color de albero. Su pelo se hace más oscuro y en sus mejillas aparecen encendidas chapetas, un amontillado traslúcido en las venillas de su cara. Adquiere entonces un aire sombrío con olor a solera y a mosto, y solemne y mágico lentamente pasea en el contraluz de las calles silenciosas de los bocoyes. El aire, entonces, se espesa bajo las naves y las telarañas de las catedrales del vino.
Es rociero, ¡sí, hombre! Tiene dos medallas negras, negras, negras, más negras que mi corazón, más bien parece un devoto de la Virgen de Montserrat. Va en un isocarro de tres ruedas, pintado a brocha con titanlux azul. Las tiras de cupones van volando como banderas de la suerte, por el aire bodeguero de Jerez. Su mujer, la Reme, es la que le avisa: «Para ahí, balazo» y se baja y vende la esperanzada mercancía. Dicen que las piernas del Mojito son muy buenas: una de caoba, hecha de la madera que traían a Sanlúcar desde América; la otra, de roble; esta, fuerte; aquella, señorial. Algunos, por llevar la contraria, sostienen que son de fresno, porque esta madera es dura y flexible.
En las bodegas se mimetiza, se hace color de albero. Su pelo se hace más oscuro y en sus mejillas aparecen encendidas chapetas, un amontillado traslúcido en las venillas de su cara. Adquiere entonces un aire sombrío con olor a solera y a mosto, y solemne y mágico lentamente pasea en el contraluz de las calles silenciosas de los bocoyes. El aire, entonces, se espesa bajo las naves y las telarañas de las catedrales del vino.
Es rociero, ¡sí, hombre! Tiene dos medallas negras, negras, negras, más negras que mi corazón, más bien parece un devoto de la Virgen de Montserrat. Va en un isocarro de tres ruedas, pintado a brocha con titanlux azul. Las tiras de cupones van volando como banderas de la suerte, por el aire bodeguero de Jerez. Su mujer, la Reme, es la que le avisa: «Para ahí, balazo» y se baja y vende la esperanzada mercancía. Dicen que las piernas del Mojito son muy buenas: una de caoba, hecha de la madera que traían a Sanlúcar desde América; la otra, de roble; esta, fuerte; aquella, señorial. Algunos, por llevar la contraria, sostienen que son de fresno, porque esta madera es dura y flexible.
El Mojito prácticamente es todo madera, una
especie de Pinocho del Sur. ¡Vamos, que si se le metiera un cerillo ardía! Hay
quienes dicen que lleva el corazón en una caja de taracea y que en dos
ocasiones las termitas de las muletas casi se extendieron a la poca chicha con la
que se adorna, y estuvieron a punto de comérselo vivo.
Otros creen que el
Mojito no tiene más que cara, cuello y brazos y que todo lo demás es madera. A
pesar de todo el Mojito es alegre: cuenta a carcajada limpia la entrada en
Jerez en su silla de ruedas motorizada el día que la compró en Sevilla con su
amigo Federico y cómo dieron una vuelta a la Plaza del Caballo, tocando el
claxon. También recuerda el día de su baño en Cádiz, cuando aún disfrutaba de
sus piernas. La enfermedad vino luego. Entonces sólo tenía una pierna de corcho
marxista, la izquierda, que igualaba lo que la naturaleza injustamente
desproporcionó. La ola atlántica lo desequilibró sin piedad y quedó bocabajo
con un gluglú de sal en la boca y con el corcho flotando como boya salvadora.
No te conté que una vez
lo vi en Sanlúcar, continuaba mi hermana. Mira, lo traían en un land-rover,
venía tumbado, lo sacaron por detrás y luego lo fueron formando como a un
madelman. Sí, al Mojito lo desmontaban y lo montaban como a un muñeco. Él no se
enteraba de nada, traía una «tajá» como un mulo y así anestesiado con la
manzanilla lo depositaron en una barcaza para cruzar Bonanza y llegar al Rocío.
¡Sí, hombre! Juan el Mojito, como una cuba, chillaba más que nadie: ¡Viva la
Virgen del Rocío! ¡Viva esa Blanca Paloma! El viento de levante le alzaba el
pantalón que cubría sus piernas de madera, dos mástiles desiguales en los que
flameaban las perneras de los pantalones: ¡Viva la Reina de las Marismas! ¡Olé,
olé, olé, olé olé! Yo, más curiosa que una mosca verde, seguía contando mi
hermana, intentaba ver las piernas del Mojito, pirata de agua dulce y de
manzanilla fresquita.
La afición al vino era tanta que decía que él no bebía, que simplemente trasegaba, que recebaba el barril de su cuerpo con vino que era de la misma sustancia que su sangre. Cuando iba al médico y este le preguntaba por su peso, afirmaba que pesaba cincuenta litros. A veces, se quedaba traspuesto en cualquier taberna y tenían que llamar a la Reme, que acudía con toda la rapidez que le daban sus piernas, más cortas que las patitas de un despertador. La Reme, morena, con un clavel rojo en el pelo negro largo, mechado de canas, iba preocupada —moviendo su cola de caballo— diciendo en voz baja: «¡Hoy vamos a tener toritos!»
De una conversación telefónica Jerez - Granada de hace unos años.
Jacinto S. Martín
La afición al vino era tanta que decía que él no bebía, que simplemente trasegaba, que recebaba el barril de su cuerpo con vino que era de la misma sustancia que su sangre. Cuando iba al médico y este le preguntaba por su peso, afirmaba que pesaba cincuenta litros. A veces, se quedaba traspuesto en cualquier taberna y tenían que llamar a la Reme, que acudía con toda la rapidez que le daban sus piernas, más cortas que las patitas de un despertador. La Reme, morena, con un clavel rojo en el pelo negro largo, mechado de canas, iba preocupada —moviendo su cola de caballo— diciendo en voz baja: «¡Hoy vamos a tener toritos!»
La Reme lo rescataba
harto de fino, soportando los insultos del ficho: ‘¡Toda tu vida has sido un
espoliche! ¡Mísere, faltusca, espoliche!’ La Reme no se callaba: ‘¡Moromurcio,
joputa, zamacuco!’ Luego cuando el «afinado» Mojito despertaba con la cabeza
tontona, le arreaba con las muletas de madera que utilizaba a modo de lanza
mientras gritaba: ‘¡Yo me cago en el cupón!’
La Reme, de inteligencia corta como el vuelo
de una gallina, sonreía con una sonrisa de niño maltratado. A veces le habría
gustado desaparecer como quien dobla una esquina. Mi Juan no es malo, decía la
Reme, lo que pasa es que tiene un mal pronto, pero luego no es «naide». Cuando
era mi novio, me repetía continuamente: “Tu aroma, Reme, me sabe a Roma y a mí
entonces me escocía el alma”.
Mi ‘marío’ no es malo, si no fuera por lo del
vino y porque de vez en cuando se refugia con los amigotes en los centros de
cardiología de las carreteras, sí «hombre», esos que tienen en lo alto del
tejado un corazón grande que se apaga y se enciende, chin-pun, chin-pun,
chin-pun.
Abandonada a su suerte,
la pobre Reme se lamentaba luego con las vecinas: ¡Nosotras ya sabemos por la tele que ellos no nos tienen que pegar, así que más le vale que se vayan
preparando!
Bueno (seguía Amparo al teléfono, guiñando un
ojo molesto por el hilván de humo del tabaco) ese día cuando la barcaza estaba
en mitad del Guadalquivir se hundió con rocieras de volantes, tíos vestidos de
corto, caballos, carretas... El revuelo fue grande. No hubo que lamentar
desgracias personales, aunque todos temieron por el Mojito que, a pesar de las
oscuras previsiones, fue quien antes llegó a la orilla. Juan, el Mojito, que
iba como una «pioja», flotó mejor que nadie apoyado en su madera. El Mojito
solo se mojó.
Te cuento todo esto, decía mi hermana, porque me han dicho que
hoy ha muerto el pobre. Se lo encontraron tieso esta mañana. La Reme iba
murmurando: «¡Ya sabía yo que “embuar” tanto no podía ser bueno!».
Al entierro de Juan, a la Reme sólo la acompañaron un cielo color albarizo, una tristeza infinita, Cupón, el perro, y un profundo y sagrado silencio.
Al entierro de Juan, a la Reme sólo la acompañaron un cielo color albarizo, una tristeza infinita, Cupón, el perro, y un profundo y sagrado silencio.
De una conversación telefónica Jerez - Granada de hace unos años.
Jacinto S. Martín
Julio se derretía en la canícula como una cigarra de plomo.
ResponderEliminarEn las bodegas se mimetiza: su pelo se hace más oscuro y en sus mejillas aparecen encendidas chapetas color de albero. Adquiere entonces un aire sombrío, solemne y mágico en el contraluz de las calles silenciosas de los bocoyes.
ResponderEliminarLa Reme, de inteligencia corta como el vuelo de una gallina, sonreía con una sonrisa de niño maltratado. A veces le habría gustado desaparecer como quien dobla una esquina.
ResponderEliminarLa Reme, morena, con un clavel rojo en el pelo negro largo, mechado de canas, iba preocupada —moviendo su cola de caballo— diciendo en voz baja: «¡Hoy vamos a tener toritos!»
ResponderEliminarMojito estaba tan hecho al vino que pesaba 50 litros.
ResponderEliminarLa afición al vino era tanta que decía que él no bebía, que simplemente trasegaba, que recebaba el barril de su cuerpo con vino que era de la misma sustancia que su sangre.
ResponderEliminarGracias, Jacinto por tus relatos
ResponderEliminarUn abrazo y el deseo de que sigas escribiendo y tus seguidoras disfrutando
Muchas gracias a la seguidora desconocida, aunque intuida.
Eliminar«¡Ya sabía yo que “embuar” tanto no podía ser bueno!».
ResponderEliminarDelicioso relato y retrato pleno de ternura y respeto, querido Jacinto. Y provoca, finamente, la sonrisa comedida de quien escribe y describe con gracia y soltura en la frase, casi dibujo en el trazo. Fuerte abrazo, querido y sabio amigo!
ResponderEliminarQué bien narrado. Excelente prosa, Jacinto. Un abrazo
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