sábado, 18 de agosto de 2018

Hostal Brasil (I)





A mi hermano Rafael y a mi amigo Javier Miranda, testigos parciales de la historia

Las farolas del Camino de Ronda alumbraban escasamente la avenida con su amarillo ámbar. Sólo estaba alumbrada la parte izquierda cercana a la pequeña estación de autobuses, que olía a viajeros cansados y a gasoil y a tabaco y a fritanga del bar. Cada ciudad tiene su olor y un tacto especial y una luz distinta y un sonido diferente y un sabor propio. Ninguno me gustó. El tópico mágico de la ciudad de Granada, fabricado para turistas, se me había disuelto como un azucarillo. Granada me supo a pueblo desarbolado. No había aún semáforos. Tampoco había taxis. Fue el último domingo de septiembre de 1969. Hoy está todo cortado y los taxistas estarán en su casa, supongo, nos dijeron cuando preguntamos por tan extraña desolación. Es que es la procesión de las Angustias, ¿sabe?, cuando la patrona recorre la ciudad, perfumada de nardos, nos dijeron. Teníamos que ir hasta la dirección que le habían indicado a mi padre, caligrafiada esmeradamente en una tarjeta de visita, pero ¿cómo? Yo callaba masticando el silencio sin respuesta. Llevaba una pesada maleta, una Olivetti pequeña (marca Pluma), en el  bolsillo derecho un transistor rojo en forma de librillo y una adolescencia mal pasada y peor resuelta aún. Recuerdo ahora que adolecí muy mal. Comprendí entonces el agudo dolor del renacuajo hasta que por fin llega a hacerse sapo. Todo un misterio.

Mi padre consiguió traer un taxi no sé de dónde. Le dio la dirección y al poco tiempo ya estábamos en el hostal. Un hostal pequeño con un patio central en donde una fuentecilla prestaba un rumor mínimo de agua en desconsuelo. El encargado, un Sancho Panza rubio, con gafas y escasos pelos mal distribuidos en la cabeza, se dirigió a mis padres cordialmente y a mí me aconsejó para que ellos lo oyeran:
-         La mejor manera para no faltar a clase es no faltar el primer día.

Yo pensaba que las clases embotaban la mente. Venía atorado del bachillerato y de los años pasados en la Facultad de Letras de Sevilla. Pensé que la respuesta nunca está en los libros, está siempre fuera. Así que masticaba el silencio y pensaba: “Ya veremos”.

A mí me recordó, lo que dijo Paco House, el cuándo se puede comer la mermelada del cuento de Alicia a través del espejo: “Sólo se puede comer ayer y mañana, hoy nunca”. Claro que también me vino a la memoria el “hoy no se fía, mañana todo el día” de las tiendecillas de desavíos, tiendas de chispitas, que hay en todos los barrios de todos los pueblos andaluces.

-         ¿Y cómo puede ir a la Facultad de Letras? Va a estudiar Literatura, dijo mi padre.
-         Muy fácil,  siguiendo los raíles del tranvía del final de la calle, te llevan hasta la puerta del Palacio de las Columnas en la calle Puentezuelas, dijo el Sancho miope.
Yo callaba mientras nos dio las llaves de la habitación 110 del primer piso. Paco House, que así apodaban los estudiantes del hostal al Sancho rubio nos dijo que fuéramos nosotros y nos instaláramos, que él nunca subía a ninguna habitación, que él siempre prefería quedarse “au rez de chaussée”.

Y pasó la noche y amaneció como es costumbre y fuimos siguiendo los raíles del tranvía hasta la facultad. Mi padre, vivo como una ardilla, entabló amistad con un conserje al que previamente había metido en el bolsillo un billete de cien pesetas de los de la cara de Falla y el amable funcionario lo solucionó todo en un rato, de manera que mi padre, mi madre y yo nos dedicamos a contemplar los jardines del palacio y las aulas. A mí me pareció todo familiar y pequeño. Al final del pasillo de la primera planta, a la derecha, estaba abierta el aula siete que – yo aún no lo sabía – acabaría decidiendo mi destino.

Y al día siguiente mis padres se fueron y a mí me dejaron en  un lugar extraño en el que se comía bien, pleno de gente extraña, casi todos estudiantes de farmacia que estudiaban muchísimo con desigual resultado y que se odiaban sin disimulo cuando se encontraban en el comedor. Carlos sostenía que todo el mundo era malo, Ramón explicaba que en una habitación repleta de farmacéuticos él aplastaría sin mala conciencia la cabeza de todos. Algunos se hacían donantes de semen cuando el dinero no cubría los gastos del mes y lo comentaban durante la comida. Otros timaban al padre pidiéndole cinco mil pesetas para comprar unas coordenadas cartesianas. Sólo pagábamos 150 pesetas al mes, pero el padre orgulloso de su hijo le mandaba las 5.000 pesetas reclamadas para aquel instrumento que tanta falta le hacía a su querido hijo. El Nono, un perfecto ejemplo de estudiante, callaba, no respondía nunca ni cuando lo insultaban por conseguir matrícula en todas las asignaturas. Comía en silencio y se largaba a estudiar a su habitación por la que paseaba tarde y madrugada con unas zapatillas de paño. Cuando llegó desde Huelva un segundo Antonio, también muy estudioso y con excelentes resultados, la plebe lo bautizó como el Nonito.

 De Alicante llegaron dos raros ejemplares: uno muy alto que había sufrido la polio recién nacido. Germán era su nombre y se apoyaba en dos larguísimas muletas, de manera que simulaba un ser extraño avanzando deprisa con cuatro piernas. Eso facilitó su apodo. Todos lo conocían como “El Ciempiés”. Germán, el Ciempiés, jugaba con el lenguaje cuando se acercaba el verano y se servían los postres: dirigiéndose a Paco House ocultando la voz debajo de la mesa, gritaba ‘¡Paaaco, melón!’. Paco suspendía el reparto de postres, insultaba al colectivo cómplice, que seguía comiendo como si nada, y se marchaba irritado del salón. Hablaba mucho como buen farmacéutico y bailaba con una rara habilidad cuatrípode “In the summertime”, que entonces sonaba todo el día. Un día  sostuvo con su saber enciclopédico que las pirañas te daban tres mil mordiscos por segundo hasta cadaverizarte. Aquel día ante la rechifla general abandonó el salón-comedor. El Ciempiés era aficionado a las películas del Oeste, que proyectaban en “El Petit Palais”, el cine Gran Vía, cercano al hostal. Cuando volvía después de la última sesión apaleaba con sus largas muletas la puerta del dormitorio de House que dormía a ronquido limpio y pierna suelta en la planta baja, a la izquierda de la entrada. Estaba en el primer sueño. Los dos perros, que lo acompañaban en la pequeña habitación, ladraban y despertaban al Sancho rubio. Entre los ladridos de los dos perros y los “juramentos” dirigidos a la madre del forajido, Germán huía escaleras arriba con una velocidad extraordinaria, apoyado en sus cuatro piernas. 

El segundo personaje venido de Levante era Manolo. “Obsexionado”, se levantaba temprano y recorría diariamente la Alhambra, el Generalife, la estación de autobuses y la estación de ferrocarril. En un inglés pasable se dirigía a las turistas rubias y les decía con una fórmula repetida y efectiva: “¿Te lo has pasado bien? Si no, todavía estás a tiempo de hacer inolvidable tu paso por Granada. Si sí, aún puedes pasártelo mejor si me acompañas. De una manera o de otra, Manolo, cazador de turistas insatisfechas, cada día se presentaba en el comedor con la rubia conquista. Se repetía entonces el ya pactado rito : todos nos levantábamos cuando Manolo y la turista entraban y aplaudíamos. Luego seguíamos comiendo con toda normalidad. De tanta conquista diferente, tuvo algunos problemas con los bajos y los más entendidos en el tema le aconsejaron que debía inyectarse penicilina para solucionar los desperfectos del instrumento- entonces desafinado- que utilizaba en sus numerosos conciertos de amor.

Sin embargo, al primero que conocí fue a un tipo que me recordó a Jack Nicholson, que se me acercó a la mesa y me ordenó: ‘Escánciame agua’. Yo le serví tal como mandaba y me presenté. Para mí, aunque me dijo nombre y apellidos, fue siempre el Nicholson del “Honor de los Prizzi”. Nicholson me contó que era marino mercante y se embarcaba y recorría el mundo de arriba abajo, de izquierda a derecha, de norte a sur, de este a oeste, por todos los mares desempeñando los más humildes trabajos: pintor, cocinero, mecánico… y visitando todos los prostíbulos del miserable y extraño planeta Tierra. Despreciaba a las putas alemanas que lo dejaban hacer mientras se comían un paquete de pipas de girasol mirando al techo y escupiendo al suelo. No son buenas profesionales, decía. Luego cada dos años volvía a Granada para vivir como un señor con el dinero ahorrado y estudiar con un trabajo machacón y diario. Dominaba perfectamente el alemán, el francés y el póker, en el que era un verdadero maestro. De vez en cuando, en el comedor se dirigía a los compañeros en alemán.  Jack era trabajador, generoso y putero. Subíamos a su habitación casi todos los días, una habitación decorada con rubias y morenas desnudas, el reflejo del paraíso que algunos prometen. Allí nos invitaba a jamón y a ‘manzanas verdes doncellas’, cultivadas en Sierra Nevada, mientras nos repetía el tema que acababan de explicarle en la facultad. No hay más remedio que darle a la manteca, decía, refiriéndose a su trabajo estudiantil, machacón y diario y repetía 'dayáyatu', las gallinas, 'dayáyatu', las gallinas... 

Sólo nos prohibía ir a su ‘chambre’ los miércoles. Ese día lo dedicaba íntegramente a la Carmela, una mujer de unos cincuenta años, pelo rubio, piernas finas y tetas gordas. Aquel día Nicholson bajaba al comedor a recoger dos raciones de comida. Luego, sobre las cinco bajaba a un café cercano y subía con dos cafés y una ración de pasteles. A las nueve bajaba la Carmela después de su jornada de trabajo, con el deber cumplido, la paga en el bolsillo y una indefinida tristeza en la mirada.

Cuando un año después mi padre aconsejó a su amigo Antonio Miranda -siempre bondadoso, generoso y amable - que mi hermano Rafael y  su hijo Javier  estudiaran el PREU en Granada, vinieron al hostal, pertrechados como si fuéramos a sobrevivir en Siberia. A mí me trajo mi padre unos calzoncillos largos de lana, que me llegaban hasta los pies, y una camiseta de maltratador, como si yo fuera un pistolero del Far West y a mi hermano y a Javier los cargaron con un botellón de cinco litros de coñac 501, se supone que para pasar las frías y largas noches de invierno. Los dos, que entonces tenían 17 años, son testigos de esta vieja historia, ahora revivida en parte, cuando el soletón del verano en Arahal hace innecesarios los botellones de 501 y los calzoncillos de lana.
    
     Arahal, 17 de agosto del año 2018. 
     
      Jacinto S. Martín

   




5 comentarios:

  1. Hablaba mucho como buen farmacéutico y bailaba con una rara habilidad cuatrípode “In the summertime”, que entonces sonaba todo el día.

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  2. A las nueve bajaba la Carmela después de su jornada de trabajo, con el deber cumplido, la paga en el bolsillo y una indefinida tristeza en la mirada.

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  3. Manolo, cazador de turistas insatisfechas, cada día se presentaba en el comedor con la rubia conquista. Se repetía entonces el ya pactado rito : todos nos levantábamos cuando Manolo y la turista entraban y aplaudíamos. Luego seguíamos comiendo con toda normalidad.

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  5. Sólo nos prohibía ir a su ‘chambre’ los miércoles. Ese día lo dedicaba íntegramente a la Carmela, una mujer de unos cincuenta años, pelo rubio, piernas finas y tetas gordas. Aquel día Nicholson bajaba al comedor a recoger dos raciones de comida.

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