A
mi hermano Rafael y a mi amigo Javier Miranda, testigos parciales de la
historia
Las farolas del Camino
de Ronda alumbraban escasamente la avenida con su amarillo ámbar. Sólo estaba
alumbrada la parte izquierda cercana a la pequeña estación de autobuses, que olía
a viajeros cansados y a gasoil y a tabaco y a fritanga del bar. Cada ciudad
tiene su olor y un tacto especial y una luz distinta y un sonido diferente y un
sabor propio. Ninguno me gustó. El tópico mágico de la ciudad de Granada,
fabricado para turistas, se me había disuelto como un azucarillo. Granada me
supo a pueblo desarbolado. No había aún semáforos. Tampoco había taxis. Fue el
último domingo de septiembre de 1969. Hoy está todo cortado y los taxistas
estarán en su casa, supongo, nos dijeron cuando preguntamos por tan extraña
desolación. Es que es la procesión de las Angustias, ¿sabe?, cuando la patrona
recorre la ciudad, perfumada de nardos, nos dijeron. Teníamos que ir hasta la
dirección que le habían indicado a mi padre, caligrafiada esmeradamente en una
tarjeta de visita, pero ¿cómo? Yo callaba masticando el silencio sin respuesta.
Llevaba una pesada maleta, una Olivetti pequeña (marca Pluma), en el bolsillo derecho un transistor rojo en forma
de librillo y una adolescencia mal pasada y peor resuelta aún. Recuerdo ahora
que adolecí muy mal. Comprendí entonces el agudo dolor del renacuajo hasta que
por fin llega a hacerse sapo. Todo un misterio.
Mi
padre consiguió traer un taxi no sé de dónde. Le dio la dirección y al poco
tiempo ya estábamos en el hostal. Un hostal pequeño con un patio central en
donde una fuentecilla prestaba un rumor mínimo de agua en desconsuelo. El
encargado, un Sancho Panza rubio, con gafas y escasos pelos mal distribuidos en
la cabeza, se dirigió a mis padres cordialmente y a mí me aconsejó para que
ellos lo oyeran:
-
La mejor manera para no faltar a clase
es no faltar el primer día.
Yo
pensaba que las clases embotaban la mente. Venía atorado del bachillerato y de
los años pasados en la Facultad de Letras de Sevilla. Pensé que la respuesta
nunca está en los libros, está siempre fuera. Así que masticaba el silencio y
pensaba: “Ya veremos”.
A
mí me recordó, lo que dijo Paco House, el cuándo se puede comer la mermelada del
cuento de Alicia a través del espejo:
“Sólo se puede comer ayer y mañana, hoy nunca”. Claro que también me vino a la
memoria el “hoy no se fía, mañana todo el día” de las tiendecillas de desavíos,
tiendas de chispitas, que hay en todos los barrios de todos los pueblos
andaluces.
-
¿Y cómo puede ir a la Facultad de
Letras? Va a estudiar Literatura, dijo mi padre.
-
Muy fácil, siguiendo los raíles del tranvía del final de
la calle, te llevan hasta la puerta del Palacio de las Columnas en la calle
Puentezuelas, dijo el Sancho miope.
Yo
callaba mientras nos dio las llaves de la habitación 110 del primer piso. Paco
House, que así apodaban los estudiantes del hostal al Sancho rubio nos dijo que
fuéramos nosotros y nos instaláramos, que él nunca subía a ninguna habitación,
que él siempre prefería quedarse “au rez de chaussée”.
Y
pasó la noche y amaneció como es costumbre y fuimos siguiendo los raíles del
tranvía hasta la facultad. Mi padre, vivo como una ardilla, entabló amistad con
un conserje al que previamente había metido en el bolsillo un billete de cien
pesetas de los de la cara de Falla y el amable funcionario lo solucionó todo en
un rato, de manera que mi padre, mi madre y yo nos dedicamos a contemplar los
jardines del palacio y las aulas. A mí me pareció todo familiar y pequeño. Al
final del pasillo de la primera planta, a la derecha, estaba abierta el aula
siete que – yo aún no lo sabía – acabaría decidiendo mi destino.
Y
al día siguiente mis padres se fueron y a mí me dejaron en un lugar extraño en el que se comía bien,
pleno de gente extraña, casi todos estudiantes de farmacia que estudiaban
muchísimo con desigual resultado y que se odiaban sin disimulo cuando se
encontraban en el comedor. Carlos sostenía que todo el mundo era malo, Ramón
explicaba que en una habitación repleta de farmacéuticos él aplastaría sin mala
conciencia la cabeza de todos. Algunos se hacían donantes de semen cuando el
dinero no cubría los gastos del mes y lo comentaban durante la comida. Otros
timaban al padre pidiéndole cinco mil pesetas para comprar unas coordenadas
cartesianas. Sólo pagábamos 150 pesetas al mes, pero el padre orgulloso de su
hijo le mandaba las 5.000 pesetas reclamadas para aquel instrumento que tanta
falta le hacía a su querido hijo. El Nono, un perfecto ejemplo de estudiante,
callaba, no respondía nunca ni cuando lo insultaban por conseguir matrícula en
todas las asignaturas. Comía en silencio y se largaba a estudiar a su
habitación por la que paseaba tarde y madrugada con unas zapatillas de paño.
Cuando llegó desde Huelva un segundo Antonio, también muy estudioso y con
excelentes resultados, la plebe lo bautizó como el Nonito.
De Alicante llegaron
dos raros ejemplares: uno muy alto que había sufrido la polio recién nacido.
Germán era su nombre y se apoyaba en dos larguísimas muletas, de manera que
simulaba un ser extraño avanzando deprisa con cuatro piernas. Eso facilitó su
apodo. Todos lo conocían como “El Ciempiés”. Germán, el Ciempiés, jugaba con el
lenguaje cuando se acercaba el verano y se servían los postres: dirigiéndose a
Paco House ocultando la voz debajo de la mesa, gritaba ‘¡Paaaco, melón!’. Paco
suspendía el reparto de postres, insultaba al colectivo cómplice, que seguía
comiendo como si nada, y se marchaba irritado del salón. Hablaba mucho como
buen farmacéutico y bailaba con una rara habilidad cuatrípode “In the
summertime”, que entonces sonaba todo el día. Un día sostuvo con su saber enciclopédico que las
pirañas te daban tres mil mordiscos por segundo hasta cadaverizarte. Aquel día
ante la rechifla general abandonó el salón-comedor. El Ciempiés era aficionado
a las películas del Oeste, que proyectaban en “El Petit Palais”, el cine Gran
Vía, cercano al hostal. Cuando volvía después de la última sesión apaleaba con
sus largas muletas la puerta del dormitorio de House que dormía a ronquido
limpio y pierna suelta en la planta baja, a la izquierda de la entrada. Estaba
en el primer sueño. Los dos perros, que lo acompañaban en la pequeña
habitación, ladraban y despertaban al Sancho rubio. Entre los ladridos de los
dos perros y los “juramentos” dirigidos a la madre del forajido, Germán huía
escaleras arriba con una velocidad extraordinaria, apoyado en sus cuatro
piernas.
El segundo personaje venido de Levante era Manolo. “Obsexionado”, se
levantaba temprano y recorría diariamente la Alhambra, el Generalife, la
estación de autobuses y la estación de ferrocarril. En un inglés pasable se
dirigía a las turistas rubias y les decía con una fórmula repetida y efectiva: “¿Te
lo has pasado bien? Si no, todavía estás a tiempo de hacer inolvidable tu paso
por Granada. Si sí, aún puedes pasártelo mejor si me acompañas. De una manera o
de otra, Manolo, cazador de turistas insatisfechas, cada día se presentaba en
el comedor con la rubia conquista. Se repetía entonces el ya pactado rito : todos
nos levantábamos cuando Manolo y la turista entraban y aplaudíamos. Luego
seguíamos comiendo con toda normalidad. De tanta conquista diferente, tuvo
algunos problemas con los bajos y los más entendidos en el tema le aconsejaron
que debía inyectarse penicilina para solucionar los desperfectos del instrumento- entonces desafinado- que utilizaba en sus numerosos conciertos de amor.
Sin
embargo, al primero que conocí fue a un tipo que me recordó a Jack Nicholson,
que se me acercó a la mesa y me ordenó: ‘Escánciame agua’. Yo le serví tal como
mandaba y me presenté. Para mí, aunque me dijo nombre y apellidos, fue siempre
el Nicholson del “Honor de los Prizzi”. Nicholson me contó que era marino
mercante y se embarcaba y recorría el mundo de arriba abajo, de izquierda a
derecha, de norte a sur, de este a oeste, por todos los mares desempeñando los
más humildes trabajos: pintor, cocinero, mecánico… y visitando todos los
prostíbulos del miserable y extraño planeta Tierra. Despreciaba a las putas
alemanas que lo dejaban hacer mientras se comían un paquete de pipas de girasol
mirando al techo y escupiendo al suelo. No son buenas profesionales, decía.
Luego cada dos años volvía a Granada para vivir como un señor con el dinero
ahorrado y estudiar con un trabajo machacón y diario. Dominaba perfectamente el
alemán, el francés y el póker, en el que era un verdadero maestro. De vez en
cuando, en el comedor se dirigía a los compañeros en alemán. Jack era trabajador, generoso y putero.
Subíamos a su habitación casi todos los días, una habitación decorada con
rubias y morenas desnudas, el reflejo del paraíso que algunos prometen. Allí
nos invitaba a jamón y a ‘manzanas verdes doncellas’, cultivadas en Sierra
Nevada, mientras nos repetía el tema que acababan de explicarle en la facultad.
No hay más remedio que darle a la manteca, decía, refiriéndose a su trabajo
estudiantil, machacón y diario y repetía 'dayáyatu', las gallinas, 'dayáyatu', las gallinas...
Sólo nos prohibía ir a su ‘chambre’ los
miércoles. Ese día lo dedicaba íntegramente a la Carmela, una mujer de unos
cincuenta años, pelo rubio, piernas finas y tetas gordas. Aquel día Nicholson
bajaba al comedor a recoger dos raciones de comida. Luego, sobre las cinco
bajaba a un café cercano y subía con dos cafés y una ración de pasteles. A las
nueve bajaba la Carmela después de su jornada de trabajo, con el deber
cumplido, la paga en el bolsillo y una indefinida tristeza en la mirada.
Cuando
un año después mi padre aconsejó a su amigo Antonio Miranda -siempre bondadoso,
generoso y amable - que mi hermano Rafael y su hijo Javier estudiaran el PREU en Granada, vinieron al
hostal, pertrechados como si fuéramos a sobrevivir en Siberia. A mí me trajo mi
padre unos calzoncillos largos de lana, que me llegaban hasta los pies, y una
camiseta de maltratador, como si yo fuera un pistolero del Far West y a mi
hermano y a Javier los cargaron con un botellón de cinco litros de coñac 501,
se supone que para pasar las frías y largas noches de invierno. Los dos, que
entonces tenían 17 años, son testigos de esta vieja historia, ahora revivida en
parte, cuando el soletón del verano en Arahal hace innecesarios los botellones
de 501 y los calzoncillos de lana.
Arahal, 17 de agosto del año 2018.
Jacinto S. Martín
Jacinto S. Martín
Hablaba mucho como buen farmacéutico y bailaba con una rara habilidad cuatrípode “In the summertime”, que entonces sonaba todo el día.
ResponderEliminarA las nueve bajaba la Carmela después de su jornada de trabajo, con el deber cumplido, la paga en el bolsillo y una indefinida tristeza en la mirada.
ResponderEliminarManolo, cazador de turistas insatisfechas, cada día se presentaba en el comedor con la rubia conquista. Se repetía entonces el ya pactado rito : todos nos levantábamos cuando Manolo y la turista entraban y aplaudíamos. Luego seguíamos comiendo con toda normalidad.
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ResponderEliminarSólo nos prohibía ir a su ‘chambre’ los miércoles. Ese día lo dedicaba íntegramente a la Carmela, una mujer de unos cincuenta años, pelo rubio, piernas finas y tetas gordas. Aquel día Nicholson bajaba al comedor a recoger dos raciones de comida.
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