miércoles, 20 de marzo de 2024

UN CITROËN NEGRO RUMBO A CÁDIZ (PRIMERA PARTE)

 


                 UN CITROËN NEGRO RUMBO A  CÁDIZ




El pasado no pasa nunca. Si hay algo que no pasa es el pasado. Está siempre. Somos memoria de nosotros mismos. Somos la memoria que tenemos. (José Saramago)

 A la memoria de mis padres y a mis hermanos Servando, Rafael y Amparo.

UN CITROËN NEGRO RUMBO A CÁDIZ

-        A las siete estoy yo aquí como un clavo - eso dijo Vera cuando terminó la  conversación con mi padre, que aquel verano cambió la forma de llegar a Cádiz -  el tren resultaba demasiado molesto - acomodando a la familia en el coche recién comprado por Manolo Vera, un  Citroën negro, de carrocería monocasco con tracción delantera y resorte de barra de torsión. Manolo Vera impuso sus condiciones: en aquella ‘cucaracha-voiture’, con caja de cambios de tres velocidades montada en la parte derecha del tablero y con un eje  central de incómodos asientos, también tendrían que viajar su mujer y sus dos hijos, Manolito y Rafael, su hermana que quería conocer Cádiz y el cabo de la Guardia Civil de Paradas, comandante de puesto en el cuartel de la pequeña ciudad de la Campiña, que iba a ver a la familia a la tacita.

           A todos ellos nos sumábamos nosotros, mi padre, mi madre, la bondadosa tía Carmela y los cuatro niños. Contando con Manolo éramos trece los ocupantes de la voiture francesa de acero y alas amplias sin estribos. Era 17 de agosto de 1960 cuando Vera se presentó con su Citroën a las 7 de la mañana como había predicho. El coche ya venía con los cuatro miembros de su familia situados en el fondo junto a la pequeña ventana trasera. Manolo – claro – y el cabo de la Benemérita, elementos imprescindibles para tan original viaje venían delante.

        Entramos los siete de la familia y nos acomodamos como Dios quiso: mi madre detrás con Amparito en brazos, los niños en el transportín del centro y delante M.Vera, como experimentado conductor, el cabo, con el tricornio imprescindible bien colocado, en el centro al lado de Manolo, más estrecho que un silbido, y mi padre junto a la puerta derecha, que  a las siete y cuarto ya se había fumado dos cigarrillos nublando el interior de la voiture y perfumando al benemérito , hombre rechoncho, pelirrojo y dócil, al que Manolo Vera le insistía:

                                            –         ¡No se vaya usted a quitar el tricornio, por amor de Dios, por lo que más quiera, que esa es nuestra salvación! Así no nos van a parar en todo el trayecto los de su “cuerpo”. Ese tricornio es para todos más valioso que el faro de Chipiona para los barcos de la bahía. Cuando el sol se refleje en su cabeza acharolada los destellos luminosos avisarán a los suyos que somos gente de bien. Con su reflejo no nos van a contar y con los “menuíllos” incluidos, ya sabe mi cabo que somos trece. 

        Y comenzó el viaje al mar azul de Cádiz. Mi padre alternaba los cigarrillos con un trago de cognac 501.La botella la pasaba luego al benemérito y a Manolo ¡verdadera camaradería alcohólica!, ¡amistad a puro trago! Había que matar al gusanillo… El cabo sudaba y el tricornio le iba dejando una marca rayada en la frente. Manolo Vera cantaba con  acento “paraeño”  “Manolo mío, Manolo de mis amores”. Volvía la cabeza y miraba a Manolito su hijo mayor que jugueteba con Rafaelito el pequeño. Manola, su mujer, secretaria del juzgado en Paradas, le insistía en que dejara al  niño y se fijara en la carretera…

        Decía Manolo que los 130 kilómetros que separaban Arahal de Cádiz se los ‘barbeaba’ él en poco tiempo, tres horas como mucho. No contaba con mi padre que, inquieto se movía más que una espuerta de perros. No aguantaba el encierro en el coche que iba tal como le había ordenado a Vera al salir: ‘despacito y buena letra’. 

          Cruzamos el oleoducto de los americanos que desde Rota pasaba por Arahal y llegaba a Zaragoza, decían. 22 kilómetros hasta Utrera y mi padre, que no aguantaba más, ordenó amable que parábamos en la ciudad de los mostachones. Así fue. Nos sentamos en un café de la ancha plaza del pueblo y desayunamos con café y dulces que mi padre había traído de Casa Cordero, una pastelería famosa en toda la comarca. Repartió, siempre generoso, dos docenas de mostachones entre los niños y las mujeres.

           Al volver a la ‘voiture’ eran ya las nueve de la mañana. Dos horas para veintidós kilómetros. El viaje a Ítaca se presume largo, pensé.

           Por un momento el benemérito se quitó el tricornio que lo estaba matando y Vera: “¡Por lo que más quiera no me haga usted eso!, que el daño emergente que nos va a provocar el alto de los suyos me va a producir un ruinoso lucro cesante. Usted me entiende, mi cabo… Eso lo sé por Manola que de leyes sabe más que Justiniano y que Castán juntos. Y la pelirroja autoridad embutida entre Manolo y mi padre volvió a colocarse el estrecho tricornio que le rayaba la frente.

                              Manolo seguía cantándole a Manolito y a Rafael el ‘Manolo mío, Manolo de mis amores’ con una voz fuerte y destemplada.

               Llegamos poquito a poco cerca de Las Cabezas y en una venta situada a la izquierda de la mal asfaltada carretera paramos por indicación del jefe, mi padre. A mi madre, nerviosa con la niña en brazos, se le movían los mofletes de la cara y en voz baja: “Este hombre no está bueno”. Volvimos a desayunar – el almuerzo lo llaman en otras regiones de España. El estrechado comandante de puesto, Vera  y mi padre se cambiaron ahora al Anís del Mono. Vamos a estirar un poquito las piernas, y se perdió un rato. Al poco tiempo vino con una telera de Lebrija, un pan tan grande como el volante y redondo como la cara de Dios, y la metió en el soporte de la ventanilla trasera del coche francés. A mi madre, con Amparito en los brazos, se la llevaban todos los demonios.

   – ¿Mamá, quieres un vinito dulce?

                          –      Quiero irme ya de una vez. Jacinto, ¡por Dios!

                             Bien, bien.

                  Manolo, vámonos, dijo, y la ‘voiture’ se puso de nuevo en marcha

                 ¡Despacito y buena letra!, ordenó el jefe.

                 Vamos a ir a ver al capitán Crispín al cuartel de la guardia civil  de Puerto Real. Es un fenómeno. Tiene once hijos.

                 ¡Ahora nos vamos a entretener en Puerto Real!, dijo mi madre.

                Para este hombre, por lo visto, el tiempo no existe. Ese lento masticar del tiempo debió aprenderlo en Tetuán cuando hizo la mili y se echó la novia estanquera, y suspiró dolida por el recuerdo. ¡Jesús, Jesús, Jesús!

 

 

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