UN CITROËN NEGRO RUMBO A CÁDIZ
El pasado no pasa nunca. Si hay algo que no pasa es el
pasado. Está siempre. Somos memoria de nosotros mismos. Somos la memoria que
tenemos. (José Saramago)
A
la memoria de mis padres y a mis hermanos Servando, Rafael y Amparo.
UN
CITROËN NEGRO RUMBO A CÁDIZ
- A las siete estoy yo aquí como un clavo - eso dijo Vera cuando terminó
la conversación con mi padre, que aquel verano cambió la forma de llegar a
Cádiz - el tren resultaba demasiado molesto - acomodando a la familia en
el coche recién comprado por Manolo Vera, un Citroën negro, de carrocería
monocasco con tracción delantera y resorte de barra de torsión. Manolo Vera
impuso sus condiciones: en aquella ‘cucaracha-voiture’, con caja de cambios de
tres velocidades montada en la parte derecha del tablero y con un eje
central de incómodos asientos, también tendrían que viajar su mujer y sus dos
hijos, Manolito y Rafael, su hermana que quería conocer Cádiz y el cabo de la
Guardia Civil de Paradas, comandante de puesto en el cuartel de la pequeña
ciudad de la Campiña, que iba a ver a la familia a la tacita.
A todos ellos nos sumábamos
nosotros, mi padre, mi madre, la bondadosa tía Carmela y los cuatro niños.
Contando con Manolo éramos trece los ocupantes de la voiture francesa de acero
y alas amplias sin estribos. Era 17 de agosto de 1960 cuando Vera se presentó
con su Citroën a las 7 de la mañana como había predicho. El coche ya venía con
los cuatro miembros de su familia situados en el fondo junto a la pequeña
ventana trasera. Manolo – claro – y el cabo de la Benemérita, elementos
imprescindibles para tan original viaje venían delante.
Entramos los siete de la familia y nos acomodamos como
Dios quiso: mi madre detrás con Amparito en brazos, los niños en el transportín
del centro y delante M.Vera, como experimentado conductor, el cabo, con el
tricornio imprescindible bien colocado, en el centro al lado de Manolo, más
estrecho que un silbido, y mi padre junto a la puerta derecha, que a las
siete y cuarto ya se había fumado dos cigarrillos nublando el interior de la
voiture y perfumando al benemérito , hombre rechoncho, pelirrojo y dócil, al
que Manolo Vera le insistía:
– ¡No se vaya
usted a quitar el tricornio, por amor de Dios, por lo que más quiera, que esa
es nuestra salvación! Así no nos van a parar en todo el trayecto los de su
“cuerpo”. Ese tricornio es para todos más valioso que el faro de Chipiona para
los barcos de la bahía. Cuando el sol se refleje en su cabeza acharolada los
destellos luminosos avisarán a los suyos que somos gente de bien. Con su
reflejo no nos van a contar y con los “menuíllos” incluidos, ya sabe mi cabo
que somos trece.
Y comenzó el viaje al mar azul de Cádiz. Mi
padre alternaba los cigarrillos con un trago de cognac 501.La botella la pasaba
luego al benemérito y a Manolo ¡verdadera camaradería alcohólica!, ¡amistad a
puro trago! Había que matar al gusanillo… El cabo sudaba y el tricornio le iba
dejando una marca rayada en la frente. Manolo Vera cantaba con acento
“paraeño” “Manolo mío, Manolo de mis amores”. Volvía la cabeza y miraba a
Manolito su hijo mayor que jugueteba con Rafaelito el pequeño. Manola, su
mujer, secretaria del juzgado en Paradas, le insistía en que dejara al
niño y se fijara en la carretera…
Decía Manolo que los 130 kilómetros que
separaban Arahal de Cádiz se los ‘barbeaba’ él en poco tiempo, tres horas como
mucho. No contaba con mi padre que, inquieto se movía más que una espuerta de
perros. No aguantaba el encierro en el coche que iba tal como le había ordenado
a Vera al salir: ‘despacito y buena letra’.
Cruzamos el oleoducto de los americanos
que desde Rota pasaba por Arahal y llegaba a Zaragoza, decían. 22 kilómetros
hasta Utrera y mi padre, que no aguantaba más, ordenó amable que parábamos en
la ciudad de los mostachones. Así fue. Nos sentamos en un café de la ancha
plaza del pueblo y desayunamos con café y dulces que mi padre había traído de
Casa Cordero, una pastelería famosa en toda la comarca. Repartió, siempre
generoso, dos docenas de mostachones entre los niños y las mujeres.
Al volver a la ‘voiture’ eran ya
las nueve de la mañana. Dos horas para veintidós kilómetros. El viaje a Ítaca
se presume largo, pensé.
Por un momento el benemérito se
quitó el tricornio que lo estaba matando y Vera: “¡Por lo que más quiera no me
haga usted eso!, que el daño emergente que nos va a provocar el alto de los
suyos me va a producir un ruinoso lucro cesante. Usted me entiende, mi cabo…
Eso lo sé por Manola que de leyes sabe más que Justiniano y que Castán juntos.
Y la pelirroja autoridad embutida entre Manolo y mi padre volvió a colocarse el
estrecho tricornio que le rayaba la frente.
Manolo seguía cantándole a Manolito y a Rafael el ‘Manolo mío, Manolo de
mis amores’ con una voz fuerte y destemplada.
Llegamos poquito a poco cerca de Las
Cabezas y en una venta situada a la izquierda de la mal asfaltada carretera
paramos por indicación del jefe, mi padre. A mi madre, nerviosa con la niña en
brazos, se le movían los mofletes de la cara y en voz baja: “Este hombre no
está bueno”. Volvimos a desayunar – el almuerzo lo llaman en otras regiones de
España. El estrechado comandante de puesto, Vera y mi padre se cambiaron
ahora al Anís del Mono. Vamos a estirar un poquito las piernas, y se perdió un
rato. Al poco tiempo vino con una telera de Lebrija, un pan tan grande como el
volante y redondo como la cara de Dios, y la metió en el soporte de la
ventanilla trasera del coche francés. A mi madre, con Amparito en los brazos,
se la llevaban todos los demonios.
– ¿Mamá, quieres un vinito dulce?
– Quiero irme ya de una vez.
Jacinto, ¡por Dios!
– Bien, bien.
– Manolo, vámonos, dijo, y la ‘voiture’ se puso de nuevo en marcha
– ¡Despacito y buena letra!, ordenó el jefe.
– Vamos a ir a ver al capitán Crispín al cuartel de la guardia civil de
Puerto Real. Es un fenómeno. Tiene once hijos.
– ¡Ahora nos vamos a entretener en Puerto Real!, dijo mi madre.
– Para este hombre, por lo visto, el tiempo no existe. Ese lento masticar del
tiempo debió aprenderlo en Tetuán cuando hizo la mili y se echó la novia
estanquera, y suspiró dolida por el recuerdo. ¡Jesús, Jesús, Jesús!
Ese lento masticar del tiempo debió de aprenderlo en Tetuán
ResponderEliminar