jueves, 7 de abril de 2016

Los pájaros de Heráclito

     

Relato corto


   Heráclito, filósofo griego nacido en el siglo VI a.C. en Éfeso, afirmaba que el fundamento de todo está en el cambio incesante, un proceso continuo de nacimiento y destrucción al que nada escapa. Sostenía, en consecuencia, que nadie se baña dos veces en el mismo río, porque todo cambia en el río y en el que se baña.

Hemos vuelto a Arahal, el mismo y nuevo río, y nos saluda el perfume de los naranjos y el silencio que rompen los eurofighters de la base americana, mortíferas avispas en pareja,  relámpagos casi invisibles en el cielo alto seguidos por un trueno sordo y prolongado. Los cinco pétalos de la flor blanca del azahar son los dedos de la mano que nos saluda  y nos purifica con un olor de siglos.

Arahal sigue teniendo la perfección de la miniatura. Es un pueblo para ser mimado como se mima a un niño pequeño, abarcable, risueño y hermoso. En la plaza de la Corredera, las once palmeras abanican el albero canela y los catorce arcos de la fachada de su ayuntamiento. Bajo el as de oro del sol en retirada que dora el casino, siempre late un sucedáneo de la felicidad.

Es Semana Santa, un tiempo de encuentros. El viento húmedo que viene de Cádiz empapa las plantas y las almas. La niebla dulce del incienso, el olor a azahar, la música gozosa, el leve baile de los costaleros, los Cristos que abren los brazos a la tarde, la cera derretida en oración callada, todo es un espectáculo barroco, un teatro en la calle repetido con el mismo público, pero distinto. Eugenia y Mari ya han preparado las torrijas y el miércoles, al atardecer, una procesión de familiares y amigos invade la hospitalaria casa de la calle Morón.

En la calle los niños siguen acumulando cera en bolas blancas con algunas franjas rojas, efímera ilusión de siempre, pero nueva. Es sólo la alegría del momento, la utilidad de lo inservible, la paciencia infantil ante la estalactita del cirio o el gota a gota derramándose sobre la esfera pasajera del tiempo.

Los adoquines de granito de las calles se han marcado con los raíles de cera de un tren imposible. Durante los próximos días, sólo se adivinará su presencia chirriante al paso de los coches. Es un sonido de falsa lluvia que el paso del tiempo terminará borrando.

La candelería del paso de las Vírgenes ilumina la armonía de las fachadas de las iglesias en serpenteante movimiento. Esta arquitectura barroca, minuciosa y rica en detalles que viene de México se aprecia  en la capilla del Cristo y en la de la Vera Cruz.

      Se oyen las viejas saetas idénticas y nuevas. Las canta una mujer bajo el dintel de la puerta de la que fue su casa, la misma casa, pero distinta casa. En un acto de dignidad para no ser acosada por el ladrido del perro de la conciencia, mantiene una vieja promesa. Está sola ante la indiferencia general. Es ella, pero ya no es la misma. Su casa de paredes desconchadas, de ventanas que dejan a la vista las cortinas deshechas por el tiempo en fantasmales jirones, de tejas moriscas repletas de amarillentos jaramagos, es ya su única compañera en soledades.


Al atardecer del sábado, protegidos por el mágico triángulo del Ayuntamiento, el Casino y la Casa del Aire, tomamos café en la Corredera, uno de los trapecios más hermosos de la geometría de los pueblos sevillanos.

Me miro en el espejo de las niñas: en Leonor que nos anima con su sonrisa y sus inteligentes ojos negros y en Abril que ya habla y sabe su nombre y te hace burlas y te da las gracias y un beso. Daniel y Mario están en Osuna, que siempre formará parte de nosotros. ´Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos´. En el río que nos lleva, el agua diferente nos baña de forma distinta. La despedida del sol nos levanta de la mesa. Miro al cielo todavía azul y recuerdo el pasado que nos une. Está  clavado en las fotos que cubren con su muda presencia la madera barnizada de los muebles de la casa de mis padres.

Cuando la tarde está a punto de desmayarse, pasan los pájaros: cigüeñas de marfil con pico de sándalo que han perdido la nostalgia, pues permanecen siempre entre nosotros. Comen en los vertederos cercanos, y son ya sólo bolsas de basura volantes. San Blas no tiene ya el encanto poético de su vuelta. Los cernícalos buscan refugio en la torre de la iglesia del Cristo ante el temor de la llegada de la noche. Con su lento vuelo amoroso (para volar hay que amar el viento) pretenden detener el  tiempo, inmóviles, crucificados en la brisa azul del cielo de primavera.Con el mismo temor una legión de  gorriones amparados  en los naranjos de la placita, hermana menor de la Corredera, provoca una lluvia de pétalos blancos en su lucha por situarse entre las ramas. La creciente oscuridad también acaba con el vuelo circular, driblando el aire, de las golondrinas, y con su alegre chillería hasta llegar al nido y volver y regresar y volver de nuevo y regresar. Se oye el largo silbido de los tordos. La lechuza, un rayón de tiza en la pizarra oscura de la noche, cruzará más tarde bajo la mirada atenta del cinturón de Orión. Son los pájaros de siempre y el mismo ritual. Pasa la vida lenta en las alas de los pájaros. Sostiene Heráclito que todo es igual, pero ya nada es lo mismo.

Granada, 2 de abril del año 2016


Jacinto S. Martín

Relato corto

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