ASCUAS
ROJAS AL AMANECER
A
mi amigo Pepe-José que recuerda desde la Rioja los viejos tiempos perdidos.
Aún no se distinguía el
hilo blanco del hilo negro cuando Rosario preparó el café y una tostada con
aceite. Después se afanó en dejar perfecta, sólida, resistente, el asa de
alambre en el prisma de latón - antes envase de chorizos en manteca – que venía
de Benaoján, pueblo serrano de Málaga localizado en el parque natural de
Grazalema. Luego en el viejo brasero de la casa, ya reliquia, preparó el fuego
con unos carozos que se amontonaban en el viejo sobrado de la casa.
Aunque no se encontraba
bien, Rosario no sabía ‘empalabrar’ el sentimiento, pues las palabras, casi
siempre, se suicidan ante las heridas del alma, y las tristezas se desmadejan
en la ignorancia oscura. Pronto prendieron las ascuas y comenzaron a incendiar
el despertar del sueño. La casa de Rosario olía a carencias y a un llanto
impreciso sin lágrimas.
En decenas de casas del
pueblo blanco, aún con los zaguanes entorpecidos de sombra, se repetían las mismas operaciones antes de que el sol, funcionario
preciso, alumbrara con coste cero las calles, las plazas, las avenidas y las placitas. Los relojes se
aceleraban. En la fábrica no se admitían ni dilaciones, ni excusas…
Las coladas de un
antiguo volcán de pobreza recorrían, a veces emparejadas, la calle Morón, la
puerta de Osuna, la calle Óleo, la calle San Antonio, la calle Madre de Dios -
perfumada por las decenas de jamones colgados del techo – enfrentados al viejo
cine de verano ya cerrado, la calle Pozo Dulce, la calle Mogrollos, la calle
Juan Leonardo con sabor a México, la calle Marchena… Todos los nombres, todas
las calles de Arahal recorridas con un solo afán: el de trabajar en la fábrica de aceitunas.
Un forzado peregrinar
rojo hasta una fábrica de salitre, humedad y frío… La romería, espejo humilde
de las altas estrellas que titilan lejanas en un cielo que quiere quebrar
oscuridades, alumbraba la noche que estaba inexorablemente a punto de
desaparecer cuando las mujeres agitaban con un compás medido, preciso, la lata
brasero, abierta en horizontal,
contenedor de ascuas encendidas que sustituían a los antiguos chorizos en
manteca del pueblo malagueño. Chorizos rosarios ya consumidos en la permanente
letanía del hambre.
Cada mañana durante
cinco años yo me las cruzaba y las saludaba con un ‘buenos días’. Iban con una
chispa de rojo en las pupilas y una resignación forzada. Yo cogía la ‘empresa’ -
léase autobús – para llegar hasta la venta Cuchipanda, cruzar la carretera y
entrar en el instituto de Alcalá para
hablar de literatura, de denuncias de injusticias, de amores, de esperanzas, de
libertades con las que no me había cruzado.
En la fábrica, las
mujeres deshuesaban las gordales y las
manzanillas y las rellenaban con el rojo del pimiento morrón. Las ascuas rojas
bajo los pies, el rojo de los pimientos en las mesas y la verde esperanza de
las aceitunas conformaban un bodegón de color rojo y verde.
Al final - después de
una larga jornada de trabajo – el salitre y la desesperanza se habían instalado para siempre en el espíritu achicado de la pobreza.
Granada, 11 de mayo del
año 2022
Jacinto S. Martín
Aunque no se encontraba bien, Rosario no sabía ‘empalabrar’ el sentimiento, pues las palabras, casi siempre, se suicidan ante las heridas del alma, y las tristezas se desmadejan en la ignorancia oscura.
ResponderEliminarEse bodegón en rojo y verde...
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