Se desbordaba el patio de color: El verde de las palmeras, el palio azul del cielo, el morado y el rojo de las túnicas, el blanco de las paredes encaladas, el plateado de las insignias, la falsa nieve de las escaleras de mármol... Confundía el agitado mar de la cuadrada paleta. Sabía la brisa a sombra de cigüeñas. En la iglesia, poco a poco inundada de penitentes, la luz, el oro y la plata olían a lirio y a clavel.
Desde el camarín del Cristo se apreciaba el lento organizarse de la procesión. Tres golpes secos rompieron el silencio y el Señor de la Misericordia se alzó majestuosamente. Luego quebraron el paso y Jesús quedó arrodillado. Salió a la plaza y fue más luz la luz. Entre palmas, la música se perfumó con el incienso.
Al cerrar el cancel, se extendió por la iglesia el gozo en sombras del zaguán, la frescura anticipada de una tarde de verano.
Cernícalo en el aire, se ha parado
la tarde azul de abril en cada esquina.
Justo a las siete cuando el sol declina,
camina el Cristo y queda arrodillado.
Jesús, humilde parteluz dorado,
avanza hasta la luz adamantina.
Rompe en palmas la tarde campesina
y se eleva el Señor desamparado.
Salió a la luz, la Luz de ojos resecos...
el agua del silencio apagó luego
el último rescoldo de los ecos.
Conservó la capilla abandonada
la limpia claridad alimonada,
el blanco ceniciento del sosiego.
Jacinto S. Martín
Sonetos de primavera
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