Ahora después del
desayuno bajaríamos por Antonio López, dejaríamos a la derecha Corral del
Carbón, a la izquierda quedaría la Plaza
de España con su monumento a la
Constitución de 1812, pasaríamos por delante del hotel Roma, llegaríamos hasta
la parada del tranvía, luego ya instalados cruzaríamos lentamente bajo las
murallas de Puerta Tierra, avanzaríamos al ritmo lento del transporte amarillo,
llegaríamos a la parada del hotel Playa, alquilaríamos unas casetas de mimbre…
y todo el mar ya sería nuestro; pero no.
Hoy vamos a ir a ver a
Juanito Rufoni, supongo que seguirá en la calle Columela, y le compramos botes
de colonia fresca y un perfume para mamá. La decisión libre, insospechada, de
mi padre nos arrebataba ya para siempre
un día de playa con su olor azul, con su rumor suave de olas en bajamar, con su
visión lejana de un horizonte en el que se confundían cielo y mar, con el tacto
crujiente de la arena húmeda en las manos, con su sabor a sal, a gambas, a
cañaíllas, a rosquitos en forma de ocho, a cartuchos de camarones, a pijotas mordiéndose la cola…
Todo perdido por ver a
Rufoni. Se perdió para siempre la visión lejana, borrosa por la calima, de la
catedral de Cádiz con su cúpula ámbar. El viaje en tranvía se había quedado en un imposible deseo amarillo. El itinerario fue otro: Desde Antonio
López giramos a la derecha por la calle Manuel Rancés; luego, de nuevo a la
derecha por Beato Diego de Cádiz, calle de paredes de arenisca, comidas por el viento de levante, rugosas al
tacto. Después de doblar a la izquierda llegamos a la calle San Francisco; un
último giro a la derecha y ya estábamos en Columela, el centro comercial de
Cádiz.
En la esquina mi padre se había parado un rato
admirando los trofeos del Carranza en la
tienda de tejidos del que fuera primer teniente de alcalde de don José León de
Carranza, alcalde de la ciudad, uno de los organizadores del trofeo de fútbol.
Del Moral, que así se llamaba el comerciante, organizó junto con el alcalde en
esta tienda el trofeo de agosto. Terminado este, ofrecía unas importantes
rebajas, que mis padres aprovechaban. Era el cierre de agosto, cuando ya las
tardes se acortaban y una extraña melancolía daba paso a septiembre.
Aquello de los trofeos
era hermoso, no digo yo que no, pero no tenía comparación con las rosadas
gambas ni con las pijotas que, en un alarde circense, se curvaban mordiéndose
las colas, ni con los rosquitos en forma de ocho que en horizontal semejaban lo
infinito de la felicidad del mar. En la
otra esquina, cerca de la Plaza de las Flores, tiene su comercio Juanito. Mi padre
tenía, entre otras habilidades, la de orientarse perfectamente en cualquier
sitio.
Y llegamos, como cada
año, a ver a Juanito Rufoni. La tienda era mediana, Juanito era más alto que mi
padre y dirigía el concierto de las ventas de los perfumes desde detrás del
mostrador con la maestría de un director
de orquesta.
-
Hombre, Juanito, ¿Cómo estás?
-
Bien, muy bien, Jacinto. ¿Y vosotros?
-
Venimos a verte y a comprar algo para mi
mujer y mis hijos, pero atiende, atiende a las mujeres y luego ya hablamos.
Cuando aclaraba la
tienda y quedábamos en ella los seis, mi padre, mi madre y nosotros cuatro, se
repetía cada año la misma conversación:
-
¿Tú estuviste poco tiempo en Tetuán?
- Sí, Jacinto, unos meses, y mostraba una
infinita paciencia a la espera de la pregunta siguiente, siempre la misma,
repetida cada verano.
-
¿Tú te libraste de la mili por estrecho de pecho?
¿No, Juanito?
Y Rufoni, con infinita
paciencia, respondía como cada año que no era él el que mi padre decía que era,
sino un tal Juan Rufini.
Y mi padre, dale
periquillo al torno. Bien, bien, ahora recuerdo que tú te libraste por tuberculosis.
Y Rufoni, con infinita
paciencia, respondía como cada año que no era él el que mi padre decía que era,
sino un tal Juan Rufini.
Sí lo recuerdo, Juanito Rufini, decía mi padre con su despiste a cuestas. Ahora, ahora está claro.
Sí lo recuerdo, Juanito Rufini, decía mi padre con su despiste a cuestas. Ahora, ahora está claro.
Atiende, atiende a las
mujeres, decía mi padre señalando a quienes entraban. Nosotros no tenemos
prisa. No la tenía él, claro; nosotros estábamos ya cansados de la larga espera y a mi
madre los nervios le movían los mofletes
de la cara. Una hora, dos horas, el tiempo que fuera para mi padre era igual. Con mi padre el reloj siempre perdía sus agujas.
Cuando aclaraba la
tienda y quedábamos en ella los seis: mi padre, mi madre, Servando, Rafael,
Amparito y yo, Juanito - alto, rubio, bien parecido, amable ma non troppo - se acercaba y precisaba como cada año:
- Jacinto, yo me libré por hijo de viuda. Mi
padre, de origen italiano, murió pronto y vine a hacerme cargo del negocio para
ayudar a mi familia.
-
Bien, bien. Estaría yo confundido.
Entonces, el tuberculoso era Rufini. Recuerdo que en su cartilla militar
ponían: “Inútil total, por estrecho de pecho”.
Entonces,
sólo entonces, mi padre pedía el cargamento generoso de botes de colonia y
cajas de perfume que le alegraban el día a Rufoni, después del repetido interrogatorio
de cada año.
Luego
mi padre, amable, mandón, cariñoso, generoso, machacón, despistado y positivo siempre, se
despedía de Juanito con un fuerte apretón de manos. Rufoni se mantenía con una
medida cortesía sin aspavientos.
Inmediatamente
la perfumada caravana partía hasta Antonio López 18, no sin antes tomar algo,
cervezas, calamares, cazón en adobo, en un bar de la Plaza de las Flores,
como cada año.
Habíamos
perdido un día de nuestra vida feliz en la playa, habíamos cambiado el salado
perfume del Atlántico por los perfumes de Rufoni, que a pesar de lo dicho, por
los siglos de los siglos, se mantendría en la memoria de mi padre como
tuberculoso, estrecho de pecho, inútil total…
Granada, 19 de julio del año 2020
Jacinto s. Martín
Aquello de los trofeos era hermoso, no digo yo que no, pero no tenía comparación con las rosadas gambas ni con las pijotas que, en un alarde circense, se curvaban mordiéndose las colas, ni con los rosquitos en forma de ocho que en horizontal semejaban lo infinito de la felicidad del mar.
ResponderEliminarHabíamos perdido un día de nuestra vida feliz en la playa, habíamos cambiado el salado perfume del Atlántico por los perfumes de Rufoni, que a pesar de lo dicho, por los siglos de los siglos, se mantendría en la memoria de mi padre como tuberculoso, estrecho de pecho, inútil total…
ResponderEliminarLucius Junius Moderatus, de sobrenombre Columella, había nacido en Gades (Cádiz) el año 4 después de Cristo. Fue escritor agronómico romano, autor de 'De re rustica' y ' De arboribus'.
ResponderEliminarColumella significa 'columnita' por ser alto y delgado.
ResponderEliminarUna hora, dos horas, el tiempo que fuera para mi padre era igual. Con mi padre el reloj siempre perdía sus agujas.
ResponderEliminarLa decisión libre, insospechada, de mi padre nos arrebataba ya para siempre un día de playa con su olor azul, con su rumor suave de olas en bajamar, con su visión lejana de un horizonte en el que se confundían cielo y mar, con el tacto crujiente de la arena húmeda en las manos, con su sabor a sal, a gambas, a cañaíllas, a rosquitos en forma de ocho, a cartuchos de camarones, a pijotas mordiéndose la cola…
ResponderEliminarAhora después del desayuno bajaríamos por Antonio López, dejaríamos a la derecha Corral del Carbón, a la izquierda quedaría la Plaza de España con su monumento a la Constitución de 1812, pasaríamos por delante del hotel Roma, llegaríamos hasta la parada del tranvía, luego ya instalados cruzaríamos lentamente bajo las murallas de Puerta Tierra, avanzaríamos al ritmo lento del transporte amarillo, llegaríamos a la parada del hotel Playa, alquilaríamos unas casetas de mimbre… y todo el mar ya sería nuestro; pero no.
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