RUMBO A CÁDIZ (I)
A
Rafael Arqueza Martín, para que el perro del tiempo no nos muerda la memoria y
no hunda la vida de una familia en el río del olvido.
Nunca se sabía cuándo
era el día de subir al tren. Ocurría como le sucede a los pájaros, que un buen
día por instinto se ponen en marcha y cruzan el cielo avanzando en uve como
punta de flecha quebrando el aire. Así pasaba siempre cuando el verano mediaba,
cuando agosto olía a melocotón y el sol rojo lo achicharraba todo. Un buen día
llegaba el abuelo, mi padre, y daba la orden. Todos los años igual.
-
Mañana nos vamos a Cádiz.
-
Pero Jacinto, ¿cómo voy yo a preparar la
ropa de los niños, las toallas, los zapatos, la comida, nuestra ropa?
-
Ni Jacinto, ni Juan, ni Pedro. Eso es lo
que hay. Mañana estamos en Cádiz, ya huele a fútbol la bahía. Y no te olvides
de echar una botella de anís del mono, otra de coñac y los ‘meringotes’ de
Georgina.
Mi mamá, tu abuela,
trabajaba desde la mañana hasta la madrugada. La noche no tiene puertas, decía.
Luego cuando todo estaba dispuesto lo metía en un arcón. Dentro en un perfecto
desorden convivían toallas, zapatos, ropa interior, el coñac, el mono, el anís,
los vestidos, los pantalones, los pijamas, las aspirinas, el agua oxigenada,
los meringotes de Georgina, una lata de leche condensada… Una especie de arca
de Noé extraña, surrealista. Teníamos maletas pequeñas, pero la abuela Anita
decía que así era más cómodo: todo confusamente unido. ¿Más cómodo?
Al día siguiente salía
la expedición para la estación de ferrocarril. Ha pasado tanto tiempo que en
Arahal ya no para el tren. Aunque nos levantábamos al amanecer, siempre íbamos
tarde. El abuelo, mi padre, iba delante ‘manco de estanco’ moviendo la mano
derecha y con un cigarrillo en la izquierda. Corría libre delante, sin nada,
para eso era el jefe. Detrás íbamos los demás. La abuela llevaba de la mano a tu madre y unos bolsos
con comida. Hijo, esta es mi enfermedad decía refiriéndose al cuerno de la
abundancia de los bocadillos, la fruta, las almendras, los filetes empanados.
La intendencia del extraño regimiento iba completa. Mis hermanos también
llevaban algo en las manos. Yo, que nunca me quejé de nada, llevaba el
pesadísimo arcón como una hormiga tambaleante con un gran trozo de pan. Ahora
sé por qué nunca me gustó el surrealista contenedor. También comprendo ahora
por qué a mi madre le resultaba más cómodo.
La abuela, nerviosa
como el hopo de un chivo, perdía los pendientes, las pulseras, el reloj. En la
loca carrera hasta la estación , el reloj –mal cerrado- cayó al suelo, rebotó y
se perdió en el fondo de una alcantarilla cerca del molino de aceite de Antonio
Moreno. El abuelo dijo que no había tiempo, que además quién iba a meter la
mano allí y que ya mandaría él que lo recogiera ‘el diablo de las aguas
turbias’. Ese era el mote con el que habían bautizado al hombre que revisaba el
alcantarillado. El diablo era feo como un demonio, claro, algo bizco, mal
vestido, oliendo a cieno y a ‘eau de sobac’. En esos momentos pasó un amigo
que iba al Ayuntamiento y mi padre, tu abuelo, dio las órdenes oportunas para
la recuperación del reloj de oro. La abuela se quedó sin medir el tiempo, un
tiempo sosegado hecho de barro y de silencio. ¡Vamos, vamos, que el tren no
espera!
Llegamos a la estación
muy tarde, casi cuarenta minutos después de las nueve, la anunciada salida del
tren. Al llegar a la estación la extraña caravana, el abuelo ya había sacado
los billetes y nos esperaba fumando, enguantando su mano de nicotina. Desde
lejos nos tranquilizaba: “Que dice el jefe de estación que trae hora y media de
retraso, que llegará a las 10.30”.
Después de dos horas
llegó la “cochinita”, plateada, no muy grande, un tren estrecho de pecho. La
cochinita era el mote del tren que venía de Marchena y que nos tenía que llevar
a Utrera para coger el expreso que iba a Cádiz. Como el tren era pequeño,
fuimos de pie hasta Utrera. Yo, al lado de la puerta, sostenía el arcón. Apenas
si dejaba pasar a nadie. Mi padre nos entretenía con una rifas de pasteles que
un vivales, dinámico, listo y más falso que Judas, hacía durante el recorrido:
El Viso, El Sorbito, El Empalme de Morón, Utrera. Después de vender todas las
papeletas de la rifa pastelera a los pacíficos viajeros, pedía a uno de ellos
que cortara una mugrienta baraja de cartas. Luego gritaba: ‘El dos de oros”, y
mi padre: “Aquí”, y nosotros nos comíamos la media docena de dulces. Al rato
repetía la operación: ‘El rey de bastos, y mi padre: “Aquí”, y los niños
seguíamos comiendo pasteles. Al poco tiempo, el vivales: ‘La sota de espadas’,
y mi padre: “Aquí” y los niños seguíamos endulzándonos. Siempre nos tocaba.
Nunca nadie tuvo tanta suerte como nosotros en aquel extraño y lento viaje. Mi
padre sonreía, él sabía por qué, y en voz alta nos aleccionaba: “¡Para todo hay
que tener suerte!" Mientras, las volutas de humo del décimo cigarro se
estrellaban en el techo del pequeño y plateado tren.
Por fin llegamos a
Utrera. El tiempo se nos pasó rápido. Tardamos siete paquetes de merengues
marcheneros. Servando, harto de dulces, terminaba estrujando los últimos en la
cabeza de Rafael.
Tuvimos que esperar una
hora al expreso que venía de Sevilla. El abuelo, mi padre, sacó los billetes y
nos trajo un paquete de mostachones. Los niños, tragaldabas, seguíamos comiendo
para matar el tiempo. El abuelo había terminado ya su paquete de cigarrillos “Caldo
de Gallina”. Yo pensaba que mi padre cada vez que daba una calada se estaba
tomando una cucharada de puchero.
A las dos horas llegó
el tren de Cádiz. Nos subimos, nos
sentamos y la abuela sacó la comida. Mi madre y nosotros seguíamos de
tragaldabas. El abuelo fumaba, fumaba, hasta acabar con “la segunda gallina”
mientras anotaba en un librillo con una caligrafía perfecta los nombres de las
estaciones por las que pasaba el tren: Lebrija, Jerez, San Fernando, Puerto
Real, Puerto de Santa María… Al ver las mágicas pirámides de sal de San
Fernando, mi hermano Servando preguntó que por qué le echaban sal al agua. El tren
iba lento, muy lento, lentísimo. La llegada al paraíso de Cádiz se hacía eterna. Y nos dieron en el
vagón las nueve y las diez y las once y las doce y la una de la madrugada. Por
fin Cádiz, perfumada de mar, reinaba silenciosa en el Atlántico.
*
*
No había taxis. Era tan
tarde que solo el viento marero se oía en el silencio de la madrugada. La
abuela se movía como un flan, le temblaban los mofletes y se quejaba. El abuelo
entonces se perdió y volvió a la una y media. Venía torero en un coche de
caballos, copiloto del cochero.
¡Ea, ya está
solucionado! ¡Arriba!
Este hombre tiene unas
salidas que parece que no está bueno, dijo mi madre. Luego subimos al coche de
caballos y mis hermanos y mi madre quedaron tapados por el arcón que iba en medio. Yo me senté en el
transportín de espaldas al cochero que a latigazos hacía que el pobre caballo
se moviera. ¡Vamos, que vamos tarde! El abuelo fumaba, fumaba, fumaba. Una de
las veces que volví la cabeza, vi que le estaba quemando la blusa al del
látigo. Por fin llegamos a la casa de Georgina en el número 18 de la calle
Antonio López. El abuelo desde la calle chillaba: ¡Georgina! ¡Georginaaaa!
¡Georginaaaaaaaa! El coche de caballos tenía parada la circulación de los pocos
coches que subían hasta la plaza Mina. Pitaban.
Al rato salió Georgina,
seseante, con voz de cristal y sal, amable y gorda como una gaviota: “¡Jasinto,
otra vez me has hecho lo de siempre! ¡Ay este boticario! ¿Por qué no avisas?”.
Nosotros nos metemos donde tú nos digas, no te preocupes, decía mi padre. Nos
bajamos del coche de caballo, bajamos el arcón-supermercado. Mi padre le pagó
al cochero, al que le había chamuscado el bolsillo de la sahariana y el DNI.
Subimos la escalera de mármol y Georgina nos instaló en el salón de la antigua
casa señorial, que ya no lo era.
Ya en la habitación,
salón-comedor, con camas que arrastramos a las dos y media de la mañana,
descubrimos que las botellas se habían roto y que todo olía a coñac y a anís
del mono. Mi madre, tu abuela, se quejaba: “¡Ay cómo viene todo!” Mañana tengo
que lavar toda la ropa, decía mientras retiraba los cristales rotos de las
botellas que habían hecho el viaje más inútil de su vida. Un rayo de luna
iluminaba el rótulo de la calle de enfrente, Manuel Rancés. Los niños dormían.
Mi madre separaba la ropa de los zapatos que se habían convertido en
improvisadas copas de anís. El abuelo fumaba. “Mañana, a ver si nos vamos
pronto a la playa”.
Yo empecé a dormirme.
La habitación- salón comedor- sabía a bodega, tenía el oscuro encanto de las
bodegas, olía a un tipo de coñac anisado. Aquella noche soñé que el mono estaba
duchando con anís al caballo del coche alquilado. Fue un sueño perfumado,
extraño… Luego, también en sueños, vi cómo el cochero llegaba a su casa con
media camisa quemada por el “caldo de gallina” de mi padre que dormía
satisfecho de haber organizado la aventura gaditana y de tener a toda la “jarca”
ya instalada, durmiendo en la paz azul de Cádiz. Salve, Cádiz, estrella de los mares.
Cádiz, 15 de agosto del
año 1959
Jacinto S. Martín
¡Salve, Cádiz, estrella de los mares!
ResponderEliminarYo empecé a dormirme. La habitación- salón comedor- sabía a bodega, tenía el oscuro encanto de las bodegas, olía a un tipo de coñac anisado. Aquella noche soñé que el mono estaba duchando con anís al caballo del coche alquilado. Fue un sueño perfumado, extraño…
ResponderEliminar