jueves, 1 de marzo de 2018

La verdad


Un retrato para comprender al abuelo.



«Pilato le preguntó: “¿Y qué es la verdad?”». [Evangelio de San Juan, 18/38]

Antes de que el sol quebrara la capa de niebla del amanecer, doña Matea se levantaba y desayunaba con su hijo don Simón, el cura. Su padre, pecador de pereza, seguía en la cama. Doña Matea hablaba con su hijo, con su Simón, brillante calva de predicador, de buen comer y buen beber:
—A ver si hoy te explayas, que la señora viene a escucharte.
—Se hará lo que se pueda, mamaá.
—¡Qué alegría que seas uno de ellos!
Con lo pobreticos que éramos en Valverde y mira lo que hemos conseguido. Y qué cara de cura tan linda se te ha puesto: lustroso, brillante, «coloraote». Además, qué bien que hagas penitencia por todos nosotros. La verdad se nos apareció el día que te llevamos al seminario. ¡Cómo cambió nuestra vida!
—Sí, mamaá. En su barbilla quedaba un resto de aceite de la tostada.
—Intenta hacer llorar a doña Dolores. Así la limosna será mayor. ¿Hoy de qué vas a hablar?
—Precisamente de la «verdazzz», mamá.
—Yo ahora voy a recoger a la señora a su casa y me vengo con ella en el coche.
 —¿Quién conduce?
—El de siempre, Martín Ferrer.
—Mal carácter el de ese hombre. Dice que le bauticé muy mal al nieto mayor, que no toqué el órgano, que no le hice un bautizo de primera. Le eché agua como a todos los niños, le unté la frente con aceite, le di sal y el monaguillo dijo un montón de veces «volo», «volo», «volo». ¿Qué másssss quería ese hombre? Ademásss aquel día el maestro Godino no pudo venirrr.
 —Sí, hijo, Martín no nos tiene aprecio. ¡Con lo que ha pasado con tu padre, lo de cortar las espiguillas de trigo en campo ajeno para dárselo a nuestras gallinitas, se trae una! Dicen que dice «Simonorum espigorum pa los gallinorum». Se ríe del latín, el lenguaje de los ángeles.
 —¡Qué falta de ressspeto por el latín! ¡Qué falta de fe en la Igleeesia! ¡Qué poca misericordia con el que comete un errorrrr! Hasssta la guardia civil que lo trajo esposado a casa tuvo más ressspeto por papá. Esta geeente es así. Adiósss, mamaá.
—Adiós Simón, hijo. 
 El cura salió, brillante en la calva y en la comisura de los labios. Doña Matea veía mal y no se fijó en que su hijo llevaba todavía un poco de aceite en la boca. Bajó por la calle San Sebastián, cruzó por la calle Horno y divisó la torre de la iglesia. Llegó al cancel, abrió despacio y entró. Tenía la capilla con los primeros rayos de sol la claridad amarillenta del limón, el blanco ceniciento del sosiego, el silencio religioso de las primeras luces. En el arco central se leía «Mi providencia y tu fe tendrán esta casa en pie».
Al salir don Simón, doña Matea acudió al corral de la casa y comprobó que una gallina de don Manuel, el veterinario, con un corto vuelo aterrizó y se situó junto a ella. En un santiamén le retorció el pescuezo y mirando al cielo se santiguó al tiempo que decía: «La Divina Providencia nos regala hoy la comida, bendita sea.»
                                                    *

A poca distancia de la iglesia, en la calle Corredera, Martín Ferrer —un hombre sin música, que pensaba lo justo para echar el día— preparaba el coche recién comprado por don José, terrateniente flaco, putero y de pequeña estatura, que recientemente había muerto. Del auto había disfrutado poco tiempo, exactamente hasta las tres vueltas de campana que dieron cuando iban a la Venta de Antequera. Luego enfermó y se fue. Martín había desayunado un café con leche y dos tortas de aceite. Se sentía fuerte. Abrió el capó del coche, revisó el motor, limpió los asientos de cuero, comprobó el funcionamiento de los parabrisas (sí-no, sí-no, sí-no, sí-no).
 A eso de las 11,30 vio a lo lejos a la Matea (él la despreciaba con el artículo) falsamente sumisa y beata. Como apenas veía, repitió la pregunta de siempre:
  ¿Usted es el cochero?
  Señora, yo soy el chófer, dijo con malas pulgas MF
 —¿Está la señora?
— ¡Digo yo!
Entró a la casa. Al instante venían las dos cogidas del brazo. Doña Dolores saludó con un «Martín, llévenos a buscar la verdad. Don Simón nos espera en la capilla de la Misericordia».
 Para eso estamos, dijo M.F., y las condujo a la iglesia a depurar el alma y a buscar la verdad, no sin antes pasar un calvario hasta colocar a la pareja en la parte posterior del coche. El Hispano-Suiza, un coche de 64 caballos, con cuatro cilindros y con tambor en las ruedas traseras (las delanteras iban sin frenos) se puso en marcha. A pesar de sus 121 kilómetros por hora, de sus tres velocidades y de sus 3.620 centímetros cúbicos, pasó por la Corredera a la velocidad punta de 20 por hora. Como Arahal es pequeño, el viaje fue rápido. A las doce menos cinco estaban en la puerta de la capilla. Llegaron a la iglesia. Paró el lujoso automóvil delante del cancel. Se bajó y le abrió la puerta a doña Dolores, que hacía bueno su nombre cuando arrastraba la pierna izquierda. Doña Matea siempre la agarraba por el brazo y la ayudaba hasta que se sentaban al principio de la nave central. La extraña pareja salió del coche con las mismas dificultades de la entrada. A las doce estaban en la capilla. Solo faltaba la interpretación del himno nacional. Doña Dolores se volvió hacia Martín y levantando el dedo índice le dijo:
—Y usted oiga la misa que yo sé que le hace falta. Luego le preguntaré algunos detalles de la ceremonia.
 —A mandar y que no sea mucho —dijo en voz baja Emeefe, con el tono camastrón que lo retrataba.

                                                 **

Martín Ferrer aguantó hasta la lectura del Evangelio.
 Don Simón, mientras balanceaba su balandrán blanco, se cambió solemne desde el atril de la epístola hasta el ambón del evangelio. Luego ahuecó la voz y leyó: «Juaan, dieciocho treintaiocho»
 … ¿Eres tú el rey de los judíos?
 Jesús le contestó: —¿Dices eso por ti mismo o te lo han dicho otros de mí?
Pilato replicó: —¿Acaso soy yo judío? Son los de tu propia nación y los jefes de los sacerdotes los que te han entregado a mí. ¿Qué es lo que has hecho?
Jesús le explicó: —Mi reino no es de este mundo. Si lo fuera, mis seguidores hubieran luchado para impedir que yo cayese en manos de los judíos. Pero no, mi reino no es de este mundo.
 Pilato insistió: —Entonces, ¿eres rey?
Jesús le respondió: —Soy rey, como tú dices. Y mi misión consiste en dar testimonio de la verdad. Precisamente para eso nací y para eso vine al mundo. Todo el que pertenece a la verdad escucha mi voz.
Pilato le preguntó: —¿Y qué es la verdad?
Después de decir esto, Pilato salió de nuevo y dijo a los judíos: —Yo no encuentro delito alguno en este hombre…

                                                ***

Martín vio en su reloj de plata que había perdido un cuarto de hora de su vida y ya no oyó nada más. Iba derecho a «la verdad». Martín Ferrer había aprovechado el tiempo que restaba de la misa para acercarse a LA VERDAD, una taberna a cincuenta metros de la iglesia. Bebía, a puro trago, con devoción, mezclando vino y vida, vida y vino, mientras hablaba con su amigo Cordero, portero de la Audiencia de Sevilla.
 —Sin el vino no hay cultura, Cordero.
 —¡Cómo lo sabes! Sabes, Martín, me gustaría ser de vino y beberme.
—A mí, Cordero, me gustaría que me enterraran en una viña. En el vino está la verdad.
 Al compadre Cordero hasta el alma le olía a coñac.
           

 Junto a Cordero y a Martín, el Vitamina (flaco, largo y enfermizo) y Juan Tolokasko bebían como cosacos, mientras este último contaba cómo le había atizado al fontanero que había dejado sin bidé su cuarto de baño.
—Aquí se queda todo como estaba y si te lo ha mandado mi parienta, peor para ella y para ti. En mi casa mando yo hasta que Dios quiera que «friegue la olla», que espero que tarde. Y va el tío y me dice que me faltaba un «aclarao». ¿Qué te parece?
Tolokasko, que hablaba sin parar contándolo todo, de ahí el mote —se había bebido ya tres botellas de medio litro de vino peleón, acompañado por el Vitamina— que sólo pedía como tapa un platillo con uvas. «Para no matar el vino, uvas», decía.
El Vitamina —albañil en paro— discutía con su amigo Víctor sobre la retirada o no de las estatuas. Mira, «Tolo», es mejor dejarlas en su sitio para que las de la paz las pinten con palomina. Que la mierda se funda con los mierdas. Víctor Tolokasko, al que pagaban por llevar el incensario en las procesiones, iba a lo suyo, sin atender un segundo a su amigo, y criticaba a la Iglesia: «Que sepas, Vitamina, que la Iglesia marcha mal, cada vez peor, porque el arzobispo echa 'mu' mal los humos, te lo digo yo que de eso sé un rato».


Testigos mudos de los cuatro artistas, los barriles se amontonaban en cuatro filas, triangulando la delicia del vino hasta llegar al techo de la taberna. En ese momento cayó un mosquito en el barril que tenían delante.
 —¡Bendita muerte, la del mosquito! —dijo Martín.
 —Compadre, pues en tu vaso ha caído otro.
  —¡Que encoja las patas que va a pasar por un túnel! y de un trago apuró el vino que quedaba, mientras recitaba burlonamente: «Hijo de la cepa tuerta, tú que te quieres entrar y yo que te abro la puerta».
 Llevaban cuatro «jumillas», una tapa de queso curado, un «requeté», un bocadillo de lomo con beicon y un plato de berenjenas. Los ojos de los compadres se iban achinando poco a poco. Cada vez veían menos y se apreciaban más.
 —¿Hoy has «tardao» mucho en venir, no?
—Es que la coja me ha dicho que me quede al final para oír misa. Ella está delante con la Matea. Las dos tienen sus reclinatorios de terciopelo rojo. Siempre me pregunta cómo va vestido el cura, para que no me vaya.
 —¿Cómo iba hoy? —«Morao» y oro.
 —¿De qué hablaba? —Estaba hablando de la verdad.
—¡Qué casualidad! Como nosotros, ¿no, compadre?
—Si esa gente está en la verdad, nosotros somos mejores, porque estamos dentro de la misma VERDAD cantada, porque en todo buen vino duerme un pájaro.
¿Qué te parece?
—¡Digo yo!
 —Yo no encuentro delito en beber vino, ¿verdad?
—¡Cómo lo sabes!
—Yo sé, que «el día de la resurrección» el ángel encargado buscará los trozos de mi espíritu en el serrín de las tabernas. Martín, mantén siempre en tu mano una copa de vino, porque el vino cierra oscuridades y abre alegrías.
 —¡Cómo chamullas, compadre! ¡Esto sin vino no hay quien lo aguante! ¿Sabes por qué los borrachos lloramos? Porque en cada copa hay lágrimas de vid.
—¡Compadre, no me diga que usted también es poeta! La luz del vino y el fósforo del vidrio alumbraban la juerga triste de los compadres. De pronto, MF, que con el vino se volvía más zamacuco de lo que normalmente era, pensó que se hacía tarde. Miró su reloj de bolsillo, en el que figuraban rayadas a punzón las carreteras francesas: R.B. 104. Con el tiempo confesó que le sirvieron para llevar a don José hasta Biarritz (Route Biarritz, carretera 104). Lo que Martín Ferrer nunca supo fue que la marca de su reloj francés era «travail». Si lo llega a saber, no lo compra.
 —Me voy que ya deben estar terminando. ¡Hasta esta tarde!
 —Yo voy a tomarme dos o tres pelotazos más. —¡Qué suerte tienes, compadre! —Si tú supieras, Martín. La vida está hecha de los retales de los sueños.

                                               ****

 Martín Ferrer subió los veinte escalones hasta llegar a la puerta de la capilla. Puso en marcha el «Hispano-Suiza» y al momento salieron las dos mujeres. Les abrió la puerta de atrás. Se colocó la gorra de visera que todavía le hacía ver menos y volvieron a la calle Corredera a la casa de doña Dolores. Antes, Martín se había tomado la venganza repetida por el mal bautizo del nieto: al bajar por la calle Iglesia, cuando llegaba al cruce de la calle Espaderos, aceleraba un poco y luego frenaba de golpe, para que doña Matea resbalara del asiento (siempre se sentaba en el filo para no molestar a la señora) y cayera. Martín Ferrer miraba por el espejo retrovisor, cuadriculaba la mandíbula y sonreía.
 Luego acabado el «piadosísimo travail», volvió a su casa, canturreó con voz de sochantre cuando vio que hervía el puchero “Apaga la olla y comeremos, apágala tú que yo me quemo”, comió junto a la chimenea en la cocina bajo el techo alto de maderas negras y al ritmo de cobre del almirez. Después, lento y solemne, como un paso de Semana Santa, llegó a la puerta de su habitación siempre hinchada por la humedad, la abrió y se oyó el ruido molesto de la madera raspando el suelo. Luego repitió el rito de siempre: tres estornudos de satisfacción (aaatchís, aaatchís, aaatchís) y a la cama. En la habitación de al lado, su madre, Rosario Ferrer, comentó en voz alta, como hacía siempre: «Ya se resfrió mi hijo». Sobre la mesilla de noche, la trenza de Amparito —su mujer, mi abuela— que murió joven, le encogía el alma esponjada de alcohol.

2 comentarios:

  1. Sobre la mesilla de noche, la trenza de Amparito —su mujer, mi abuela— que murió joven, le encogía el alma esponjada de alcohol. Esta era su verdad...

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  2. Pilato insistió: —Entonces, ¿eres rey?
    Jesús le respondió: —Soy rey, como tú dices. Y mi misión consiste en dar testimonio de la verdad. Precisamente para eso nací y para eso vine al mundo. Todo el que pertenece a la verdad escucha mi voz.
    Pilato le preguntó: —¿Y qué es la verdad?

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