«Pilato le preguntó:
“¿Y qué es la verdad?”». [Evangelio de San Juan, 18/38]
Antes de que el sol quebrara la
capa de niebla del amanecer, doña Matea se levantaba y desayunaba con su hijo
don Simón, el cura. Su padre, pecador de pereza, seguía en la cama. Doña Matea
hablaba con su hijo, con su Simón, brillante calva de predicador, de buen comer
y buen beber:
—A ver si hoy te explayas, que la
señora viene a escucharte.
—Se hará lo que se pueda, mamaá.
—¡Qué alegría que seas uno de
ellos!
Con lo pobreticos que éramos en
Valverde y mira lo que hemos conseguido. Y qué cara de cura tan linda se te ha
puesto: lustroso, brillante, «coloraote». Además, qué bien que hagas penitencia
por todos nosotros. La verdad se nos apareció el día que te llevamos al
seminario. ¡Cómo cambió nuestra vida!
—Sí, mamaá. En su barbilla
quedaba un resto de aceite de la tostada.
—Intenta hacer llorar a doña
Dolores. Así la limosna será mayor. ¿Hoy de qué vas a hablar?
—Precisamente de la «verdazzz»,
mamá.
—Yo ahora voy a recoger a la
señora a su casa y me vengo con ella en el coche.
—¿Quién conduce?
—El de siempre, Martín Ferrer.
—Mal carácter el de ese hombre.
Dice que le bauticé muy mal al nieto mayor, que no toqué el órgano, que no le
hice un bautizo de primera. Le eché agua como a todos los niños, le unté la
frente con aceite, le di sal y el monaguillo dijo un montón de veces «volo»,
«volo», «volo». ¿Qué másssss quería ese hombre? Ademásss aquel día el maestro
Godino no pudo venirrr.
—Sí, hijo, Martín no nos tiene aprecio. ¡Con
lo que ha pasado con tu padre, lo de cortar las espiguillas de trigo en campo ajeno
para dárselo a nuestras gallinitas, se trae una! Dicen que dice «Simonorum
espigorum pa los gallinorum». Se ríe del latín, el lenguaje de los ángeles.
—¡Qué falta de ressspeto por el latín! ¡Qué
falta de fe en la Igleeesia! ¡Qué poca misericordia con el que comete un
errorrrr! Hasssta la guardia civil que lo trajo esposado a casa tuvo más
ressspeto por papá. Esta geeente es así. Adiósss, mamaá.
—Adiós Simón, hijo.
El cura salió, brillante en la calva y en la
comisura de los labios. Doña Matea veía mal y no se fijó en que su hijo llevaba
todavía un poco de aceite en la boca. Bajó por la calle San Sebastián, cruzó
por la calle Horno y divisó la torre de la iglesia. Llegó al cancel, abrió
despacio y entró. Tenía la capilla con los primeros rayos de sol la claridad
amarillenta del limón, el blanco ceniciento del sosiego, el silencio religioso
de las primeras luces. En el arco central se leía «Mi providencia y tu fe
tendrán esta casa en pie».
Al salir don Simón, doña Matea
acudió al corral de la casa y comprobó que una gallina de don Manuel, el
veterinario, con un corto vuelo aterrizó y se situó junto a ella. En un
santiamén le retorció el pescuezo y mirando al cielo se santiguó al tiempo que
decía: «La Divina Providencia nos regala hoy la comida, bendita sea.»
*
A poca distancia de la iglesia,
en la calle Corredera, Martín Ferrer —un hombre sin música, que pensaba lo
justo para echar el día— preparaba el coche recién comprado por don José,
terrateniente flaco, putero y de pequeña estatura, que recientemente había
muerto. Del auto había disfrutado poco tiempo, exactamente hasta las tres
vueltas de campana que dieron cuando iban a la Venta de Antequera. Luego
enfermó y se fue. Martín había desayunado un café con leche y dos tortas de aceite. Se
sentía fuerte. Abrió el capó del coche, revisó el motor, limpió los asientos de
cuero, comprobó el funcionamiento de los parabrisas (sí-no, sí-no, sí-no,
sí-no).
A eso de las 11,30 vio a lo lejos a la Matea
(él la despreciaba con el artículo) falsamente sumisa y beata. Como apenas veía, repitió la pregunta de siempre:
— ¿Usted es el cochero?
— Señora, yo soy el chófer, dijo con malas pulgas MF
— ¿Usted es el cochero?
— Señora, yo soy el chófer, dijo con malas pulgas MF
—¿Está la señora?
— ¡Digo yo!
Entró a la casa. Al instante
venían las dos cogidas del brazo. Doña Dolores saludó con un «Martín, llévenos
a buscar la verdad. Don Simón nos espera en la capilla de la Misericordia».
Para eso estamos, dijo M.F., y las condujo a
la iglesia a depurar el alma y a buscar la verdad, no sin antes pasar un
calvario hasta colocar a la pareja en la parte posterior del coche. El
Hispano-Suiza, un coche de 64 caballos, con cuatro cilindros y con tambor en
las ruedas traseras (las delanteras iban sin frenos) se puso en marcha. A pesar
de sus 121 kilómetros por hora, de sus tres velocidades y de sus 3.620
centímetros cúbicos, pasó por la Corredera a la velocidad punta de 20 por hora.
Como Arahal es pequeño, el viaje fue rápido. A las doce menos cinco estaban en
la puerta de la capilla. Llegaron a la iglesia. Paró el lujoso automóvil
delante del cancel. Se bajó y le abrió la puerta a doña Dolores, que hacía
bueno su nombre cuando arrastraba la pierna izquierda. Doña Matea siempre la
agarraba por el brazo y la ayudaba hasta que se sentaban al principio de la
nave central. La extraña pareja salió del coche con las mismas dificultades de
la entrada. A las doce estaban en la capilla. Solo faltaba la interpretación
del himno nacional. Doña Dolores se volvió hacia Martín y levantando el dedo índice
le dijo:
—Y usted oiga la misa que yo sé que le
hace falta. Luego le preguntaré algunos detalles de la ceremonia.
—A mandar y que no sea mucho —dijo en voz baja
Emeefe, con el tono camastrón que lo retrataba.
Martín Ferrer aguantó hasta la lectura del Evangelio.
Don Simón, mientras balanceaba su balandrán
blanco, se cambió solemne desde el atril de la epístola hasta el ambón del
evangelio. Luego ahuecó la voz y leyó: «Juaan, dieciocho treintaiocho»
… ¿Eres tú el rey de los judíos?
Jesús le contestó: —¿Dices eso por ti mismo o
te lo han dicho otros de mí?
Pilato replicó: —¿Acaso soy yo
judío? Son los de tu propia nación y los jefes de los sacerdotes los que te han
entregado a mí. ¿Qué es lo que has hecho?
Jesús le explicó: —Mi reino no es
de este mundo. Si lo fuera, mis seguidores hubieran luchado para impedir que yo
cayese en manos de los judíos. Pero no, mi reino no es de este mundo.
Pilato insistió: —Entonces, ¿eres rey?
Jesús le respondió: —Soy rey,
como tú dices. Y mi misión consiste en dar testimonio de la verdad.
Precisamente para eso nací y para eso vine al mundo. Todo el que pertenece a la
verdad escucha mi voz.
Pilato le preguntó: —¿Y qué es la
verdad?
Después de decir esto, Pilato salió
de nuevo y dijo a los judíos: —Yo no encuentro delito alguno en este hombre…
***
Martín vio en su reloj de plata
que había perdido un cuarto de hora de su vida y ya no oyó nada más. Iba derecho
a «la verdad». Martín Ferrer había aprovechado el tiempo que restaba de la misa
para acercarse a LA VERDAD, una taberna a cincuenta metros de la iglesia.
Bebía, a puro trago, con devoción, mezclando vino y vida, vida y vino, mientras
hablaba con su amigo Cordero, portero de la Audiencia de Sevilla.
—Sin el vino no hay cultura, Cordero.
—¡Cómo lo sabes! Sabes, Martín, me gustaría
ser de vino y beberme.
—A mí, Cordero, me gustaría que me enterraran en una viña.
En el vino está la verdad.
Al compadre Cordero
hasta el alma le olía a coñac.
Junto a Cordero y a Martín, el Vitamina (flaco,
largo y enfermizo) y Juan Tolokasko bebían como cosacos, mientras este último
contaba cómo le había atizado al fontanero que había dejado sin bidé su cuarto
de baño.
—Aquí se queda todo como estaba y
si te lo ha mandado mi parienta, peor para ella y para ti. En mi casa mando yo
hasta que Dios quiera que «friegue la olla», que espero que tarde. Y va el tío
y me dice que me faltaba un «aclarao». ¿Qué te parece?
Tolokasko, que hablaba sin parar
contándolo todo, de ahí el mote —se había bebido ya tres botellas de medio
litro de vino peleón, acompañado por el Vitamina— que sólo pedía como tapa un
platillo con uvas. «Para no matar el vino, uvas», decía.
El Vitamina —albañil en paro—
discutía con su amigo Víctor sobre la retirada o no de las estatuas. Mira,
«Tolo», es mejor dejarlas en su sitio para que las de la paz las pinten con
palomina. Que la mierda se funda con los mierdas. Víctor Tolokasko, al que
pagaban por llevar el incensario en las procesiones, iba a lo suyo, sin atender
un segundo a su amigo, y criticaba a la Iglesia: «Que sepas, Vitamina, que la
Iglesia marcha mal, cada vez peor, porque el arzobispo echa 'mu' mal los humos,
te lo digo yo que de eso sé un rato».
Testigos mudos de los cuatro
artistas, los barriles se amontonaban en cuatro filas, triangulando la delicia
del vino hasta llegar al techo de la taberna. En ese momento cayó un mosquito
en el barril que tenían delante.
—¡Bendita muerte, la del mosquito! —dijo Martín.
—Compadre, pues en tu vaso ha caído otro.
—¡Que encoja las patas que va a pasar por un túnel! y de un trago apuró
el vino que quedaba, mientras recitaba burlonamente: «Hijo de la cepa tuerta,
tú que te quieres entrar y yo que te abro la puerta».
Llevaban cuatro «jumillas», una tapa de queso
curado, un «requeté», un bocadillo de lomo con beicon y un plato de berenjenas.
Los ojos de los compadres se iban achinando poco a poco. Cada vez veían menos y
se apreciaban más.
—¿Hoy has «tardao» mucho en venir, no?
—Es que la coja me ha dicho que
me quede al final para oír misa. Ella está delante con la Matea. Las dos tienen
sus reclinatorios de terciopelo rojo. Siempre me pregunta cómo va vestido el
cura, para que no me vaya.
—¿Cómo iba hoy? —«Morao» y oro.
—¿De qué hablaba? —Estaba hablando de la
verdad.
—¡Qué casualidad! Como nosotros,
¿no, compadre?
—Si esa gente está en la verdad,
nosotros somos mejores, porque estamos dentro de la misma VERDAD cantada,
porque en todo buen vino duerme un pájaro.
¿Qué te parece?
—¡Digo yo!
—Yo no encuentro delito en beber vino,
¿verdad?
—¡Cómo lo sabes!
—Yo sé, que «el día de la
resurrección» el ángel encargado buscará los trozos de mi espíritu en el serrín
de las tabernas. Martín, mantén siempre en tu mano una copa de vino, porque el
vino cierra oscuridades y abre alegrías.
—¡Cómo chamullas, compadre! ¡Esto sin vino no
hay quien lo aguante! ¿Sabes por qué los borrachos lloramos? Porque en cada
copa hay lágrimas de vid.
—¡Compadre, no me diga que usted
también es poeta! La luz del vino y el fósforo del vidrio alumbraban la juerga
triste de los compadres. De pronto, MF, que con el vino se volvía más zamacuco
de lo que normalmente era, pensó que se hacía tarde. Miró su reloj de bolsillo,
en el que figuraban rayadas a punzón las carreteras francesas: R.B. 104. Con el
tiempo confesó que le sirvieron para llevar a don José hasta Biarritz (Route
Biarritz, carretera 104). Lo que Martín Ferrer nunca supo fue que la marca de
su reloj francés era «travail». Si lo llega a saber, no lo compra.
—Me voy que ya deben estar terminando. ¡Hasta
esta tarde!
—Yo voy a tomarme dos o tres pelotazos más.
—¡Qué suerte tienes, compadre! —Si tú supieras, Martín. La vida está hecha de
los retales de los sueños.
****
Martín Ferrer subió los veinte escalones hasta
llegar a la puerta de la capilla. Puso en marcha el «Hispano-Suiza» y al
momento salieron las dos mujeres. Les abrió la puerta de atrás. Se colocó la
gorra de visera que todavía le hacía ver menos y volvieron a la calle Corredera
a la casa de doña Dolores. Antes, Martín se había tomado la venganza repetida
por el mal bautizo del nieto: al bajar por la calle Iglesia, cuando llegaba al
cruce de la calle Espaderos, aceleraba un poco y luego frenaba de golpe, para
que doña Matea resbalara del asiento (siempre se sentaba en el filo para no
molestar a la señora) y cayera. Martín Ferrer miraba por el espejo retrovisor,
cuadriculaba la mandíbula y sonreía.
Luego acabado el «piadosísimo travail», volvió
a su casa, canturreó con voz de sochantre cuando vio que hervía el puchero “Apaga la
olla y comeremos, apágala tú que yo me quemo”, comió junto a la chimenea en la
cocina bajo el techo alto de maderas negras y al ritmo de cobre del almirez.
Después, lento y solemne, como un paso de Semana Santa, llegó a la puerta de su
habitación siempre hinchada por la humedad, la abrió y se oyó el ruido molesto
de la madera raspando el suelo. Luego repitió el rito de siempre: tres
estornudos de satisfacción (aaatchís, aaatchís, aaatchís) y a la cama. En la
habitación de al lado, su madre, Rosario Ferrer, comentó en voz alta, como
hacía siempre: «Ya se resfrió mi hijo». Sobre la mesilla de noche, la trenza de
Amparito —su mujer, mi abuela— que murió joven, le encogía el alma esponjada de
alcohol.
Sobre la mesilla de noche, la trenza de Amparito —su mujer, mi abuela— que murió joven, le encogía el alma esponjada de alcohol. Esta era su verdad...
ResponderEliminarPilato insistió: —Entonces, ¿eres rey?
ResponderEliminarJesús le respondió: —Soy rey, como tú dices. Y mi misión consiste en dar testimonio de la verdad. Precisamente para eso nací y para eso vine al mundo. Todo el que pertenece a la verdad escucha mi voz.
Pilato le preguntó: —¿Y qué es la verdad?