viernes, 2 de febrero de 2018

Otoño en Jabalcuz





A  Tona  que me instaló en sus recuerdos.



 Jabalcuz, ahora, en la distancia, es un recuerdo dulce que me sabe a “mermecinas” y a cáliz de celinda. El viaje desde Granada a Jaén fue penosísimo, vueltas y revueltas entre los  puertos de montaña: Zegrí, Onítar y Carretero. Desde Jaén a Jabalcuz, no más de media hora. El balneario estaba ahogado entre montes. La llegada al mismo la anunciaba una doble hilera de casas con ventanas y puertas de color verde, vigilantes en la curva de entrada, guardia de honor para quienes arrastrando achaques acudían puntualmente al arrullo del agua termal.

     Nuestra primera llegada al 'yabal alcuz', monte de la jara, fue en septiembre. Nos recibió una tarde oscura, de nubes negras que ocultaban intermitentemente el sol, una tarde de candilazos, hasta que se nubló completamente y comenzó a llover. El azul eléctrico de la tormenta iluminaba amenazante la pequeñez del balneario; el trueno se multiplicaba tableteando entre las montañas; llovía, sin embargo, dulcemente sobre los castaños, los nogales, los pinos y los álamos del parque.

     Subimos a la casa que  habíamos alquilado: una casona con dos plantas en la que sólo dos habitaciones estaban amuebladas. En mi habitación, ancha, luminosa, con vistas al parque y al sendero que venía de la montaña, había una cama, una mesilla de noche, un palanganero de hierro con su jofaina, y un armario. En el armario se balanceaban los esqueletos de alambre de las perchas. Los cajones de abajo estaban forrados con amarillentos periódicos del color del olvido, en los que una llave mohosa - perfecto símbolo del misterio inútil - había manchado la cara del general Pavía. Mientras me agaché para curiosear la vieja noticia, el armario crujió y se me vino lentamente encima abriendo las amenazantes manos de las puertas como si se dispusiera a soltarme dos guantazos. Quedé preso como grillo en cajita de betún, de manera que con verdad puedo decir que el primer día en el balneario quedé doblemente atrapado por el glorioso paraíso de Jabalcuz. Cuando pude escapar de la trampa de madera, toda la familia, que había oído el porrazo, reía en la puerta de la habitación. 

     Al amanecer del día siguiente fuimos a las termas. Bajamos por el sendero que unía la casona con el resto de las instalaciones. El suelo, resbaladizo por la lluvia, estaba cubierto por las monedas de plata de los álamos. Entramos en el  balneario, oculto entre las montañas. Después de atravesar solemnemente la entrada sobre la que se dibujaban unas letras grandes, TERMAS DE JABALCUZ, recorrimos un pasillo alicatado de blanco, con bañeras a uno y otro lado, hasta llegar, bajando por unas escaleras, a la piscina. En el silencio húmedo se oía bullir el agua; el vaho caliente se extendía como niebla desdibujando las figuras, distanciándolas, prestándoles momentáneamente cierto inquietante misterio. El penetrante olor a azufre hacía asfixiante los primeros momentos. Luego, el cuerpo, amnióticamente nostálgico, se integraba en el agua templada, adormecido entre las burbujas que surtían del fondo.

     A los dos días de estar en la mágica montaña, mi espíritu era otro. El aire puro, el baño en las termas, los largos paseos hasta la cima del cerro más cercano - ilusión de alpinista, conquistar la nada - me abrían el apetito de manera que ya no había forma de cerrarlo: antes de reventar la yema de un huevo, ya me había comido entera una hogaza  de pan.

     Tardaba mucho tiempo en romper el sol el cascarón del cielo. Cada día, al amanecer, quebraba la gasa de la neblina la lechera que sendereaba melodiosamente la montaña haciendo sonar la lata, que servía de medida, contra la cántara de latón. Desde mi balcón la lechera era una figurilla del belén de la montaña, una serie interminable de matrioskas que se ocultaban en sí mismas agigantándose en el camino. La matrioskada lechera acostumbraba a regalarnos un buen puñado de almendras, que arrojaba en el poyete de piedra del zaguán con una explosión  jubilosa.

    Después del desayuno paseábamos hasta el parque por la orilla de la carretera en donde destacaban las flores de color rosa púrpura de las malvas y el cohombrillo amargo servía de refugio a las hormigas; las verdolagas extendían por el suelo sus hojas en forma de espátula; el hinojo se alzaba brillante, mecido en la brisa, sobre las estrellas azules de las borrajas y las bellas flores de embudo de la correhuela. Escapando de la prisión de la cuneta, los "vulanicos" del diente de león cruzaban la carretera con el primer soplo de viento. Había llegado el sollozo largo de los violines del otoño.

     El parque ocupaba un ancho vallecillo, limitado en su extremo superior por un bosque de pinos. Un camino bordeado de escaramujos entre los álamos desembocaba en una soberbia escalera de mármol que se abría en dos hacia una amplia explanada florentina, cuyo centro ocupaba una fuente circular en la que el niño de la espina intentaba en vano librarse de su agudo dolor de siglos. Embalsamaba el aire el perfume pequeño del jazmín.

     Atravesábamos el renacentista escenario y bajábamos hasta lo más profundo del parque en donde los madroños rojoamarillentos ponían la nota patriótica agitándose en el silencio oscuro, roto sólo por el crujir de  las hojas secas.

     Nos acercábamos a la fuente, guiados por el dulce murmullo del agua que se volvía muy blanca al caer por un pequeño desnivel que la depositaba amorosamente en un riachuelo. El agua cálida ponía un guante tibio a nuestras manos enrojecidas por el frío de la mañana.

     Volvíamos a la tibia piscina acompañados del olor fuerte y pesado del yezgo. Después preparábamos la comida en unas trébedes delante de la casa. Algunas tardes iba a cazar con el guarda del parque por los cerros cercanos perfumados de tomillo, romero y poleo.

     Al anochecer, cuando la moneda de oro de la luna llena resbalaba por el falso cartón de la montaña, buscaba la esperanza de las puertas verdes de la casona. ¡El silencio era tan grande que se oían pasar las nubes!

     



     



2 comentarios:

  1. ¡El silencio era tan grande que se oían pasar las nubes!

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  2. Bellas descripciones. Menos mal que saliste del armario. ¡Anda, que si te dejan allí dentro, o mejor dicho, allí debajo!

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