A Tona que me instaló en sus recuerdos.
Jabalcuz,
ahora, en la distancia, es un recuerdo dulce que me sabe a “mermecinas” y a
cáliz de celinda. El viaje desde Granada a Jaén fue penosísimo, vueltas y
revueltas entre los puertos de montaña: Zegrí,
Onítar y Carretero. Desde Jaén a Jabalcuz, no más de media hora. El balneario
estaba ahogado entre montes. La llegada al mismo la anunciaba una doble hilera
de casas con ventanas y puertas de color verde, vigilantes en la curva de
entrada, guardia de honor para quienes arrastrando achaques acudían puntualmente al arrullo del agua termal.
Nuestra primera
llegada al 'yabal alcuz', monte de la jara, fue en septiembre. Nos recibió una tarde
oscura, de nubes negras que ocultaban intermitentemente el sol, una tarde de
candilazos, hasta que se nubló completamente y comenzó a llover. El azul
eléctrico de la tormenta iluminaba amenazante la pequeñez del balneario; el
trueno se multiplicaba tableteando entre las montañas; llovía, sin embargo,
dulcemente sobre los castaños, los nogales, los pinos y los álamos del parque.
Subimos a la casa que habíamos alquilado: una casona con dos plantas
en la que sólo dos habitaciones estaban amuebladas. En mi habitación, ancha,
luminosa, con vistas al parque y al sendero que venía de la montaña, había una
cama, una mesilla de noche, un palanganero de hierro con su jofaina, y un
armario. En el armario se balanceaban los esqueletos de alambre de las perchas.
Los cajones de abajo estaban forrados con amarillentos periódicos del color del
olvido, en los que una llave mohosa - perfecto símbolo del misterio inútil -
había manchado la cara del general Pavía. Mientras me agaché para curiosear la
vieja noticia, el armario crujió y se me vino lentamente encima abriendo las
amenazantes manos de las puertas como si se dispusiera a soltarme dos
guantazos. Quedé preso como grillo en cajita de betún, de manera que con verdad puedo decir que el primer día en el balneario quedé doblemente atrapado por el glorioso paraíso de Jabalcuz. Cuando pude escapar
de la trampa de madera, toda la familia, que había oído el porrazo, reía en la
puerta de la habitación.
Al amanecer del día
siguiente fuimos a las termas. Bajamos por el sendero que unía la casona con el
resto de las instalaciones. El suelo, resbaladizo por la lluvia, estaba
cubierto por las monedas de plata de los álamos. Entramos en el balneario, oculto entre las montañas. Después
de atravesar solemnemente la entrada sobre la que se dibujaban unas letras
grandes, TERMAS DE JABALCUZ, recorrimos un pasillo alicatado de blanco, con
bañeras a uno y otro lado, hasta llegar, bajando por unas escaleras, a la
piscina. En el silencio húmedo se oía bullir el agua; el vaho caliente se
extendía como niebla desdibujando las figuras, distanciándolas, prestándoles
momentáneamente cierto inquietante misterio. El penetrante olor a azufre hacía
asfixiante los primeros momentos. Luego, el cuerpo, amnióticamente nostálgico,
se integraba en el agua templada, adormecido entre las burbujas que surtían del
fondo.
A los dos días de
estar en la mágica montaña, mi espíritu era otro. El aire puro, el baño en las
termas, los largos paseos hasta la cima del cerro más cercano - ilusión de
alpinista, conquistar la nada - me abrían el apetito de manera que ya no había
forma de cerrarlo: antes de reventar la yema de un huevo, ya me había comido entera una hogaza de pan.
Tardaba mucho tiempo
en romper el sol el cascarón del cielo. Cada día, al amanecer, quebraba la gasa
de la neblina la lechera que sendereaba melodiosamente la montaña haciendo
sonar la lata, que servía de medida, contra la cántara de latón. Desde mi
balcón la lechera era una figurilla del belén de la montaña, una serie
interminable de matrioskas que se ocultaban en sí mismas agigantándose en el
camino. La matrioskada lechera acostumbraba a regalarnos un buen puñado de
almendras, que arrojaba en el poyete de piedra del zaguán con una
explosión jubilosa.
Después del desayuno
paseábamos hasta el parque por la orilla de la carretera en donde destacaban
las flores de color rosa púrpura de las malvas y el cohombrillo amargo servía
de refugio a las hormigas; las verdolagas extendían por el suelo sus hojas en
forma de espátula; el hinojo se alzaba brillante, mecido en la brisa, sobre las
estrellas azules de las borrajas y las bellas flores de embudo de la
correhuela. Escapando de la prisión de la cuneta, los "vulanicos" del
diente de león cruzaban la carretera con el primer soplo de viento. Había llegado el sollozo largo de los violines del otoño.
El parque ocupaba un
ancho vallecillo, limitado en su extremo superior por un bosque de pinos. Un
camino bordeado de escaramujos entre los álamos desembocaba en una soberbia
escalera de mármol que se abría en dos hacia una amplia explanada florentina,
cuyo centro ocupaba una fuente circular en la que el niño de la espina
intentaba en vano librarse de su agudo dolor de siglos. Embalsamaba el aire el
perfume pequeño del jazmín.
Atravesábamos el
renacentista escenario y bajábamos hasta lo más profundo del parque en donde
los madroños rojoamarillentos ponían la nota patriótica agitándose en el
silencio oscuro, roto sólo por el crujir de las hojas secas.
Nos acercábamos a la
fuente, guiados por el dulce murmullo del agua que se volvía muy blanca al caer
por un pequeño desnivel que la depositaba amorosamente en un riachuelo. El agua
cálida ponía un guante tibio a nuestras manos enrojecidas por el frío de la mañana.
Volvíamos a la tibia
piscina acompañados del olor fuerte y pesado del yezgo. Después preparábamos la
comida en unas trébedes delante de la casa. Algunas tardes iba a cazar con el
guarda del parque por los cerros cercanos perfumados de tomillo, romero y
poleo.
Al anochecer, cuando
la moneda de oro de la luna llena resbalaba por el falso cartón de la montaña,
buscaba la esperanza de las puertas verdes de la casona. ¡El silencio era tan
grande que se oían pasar las nubes!
¡El silencio era tan grande que se oían pasar las nubes!
ResponderEliminarBellas descripciones. Menos mal que saliste del armario. ¡Anda, que si te dejan allí dentro, o mejor dicho, allí debajo!
ResponderEliminar