Relato corto
Cuando
Odiseus-Ulises lo dejó ciego clavándole una estaca, enrojecida por el fuego, en
su único ojo, el gigantón se quejaba y
el eco multiplicaba sus lamentos por toda la isla. Acudieron los otros cíclopes
y le preguntaron qué le ocurría y él -dolorido en ojo y alma- gritaba que NADIE lo mataba. Así que lo
abandonaron, pues nadie lo mataba y nada le ocurría.
Hoy
28 de diciembre del año 2015 (día de los inocentes), me he sentido cíclope enano aplastado por una
sociedad llena de vivos Ulises que me engañan con la falsa compañía de la luz,
de internet, del teléfono, de la tele, del IVA, del IBI... Es gente sin escrúpulos que te saca los calcetines con las botas puestas. Me engañan pero no
sé quién es el responsable, se ha diluido la responsabilidad de tal manera que
todos me matan, pero nadie me mata.
No
hay personas con las que hablar, nos mandan a conversar con máquinas. El "self-service" en gasolineras, fríos aparcamientos subterráneos, supermercados, máquinas de refrescos, estaciones de autobuses y de metros, acabó con quienes te atendían. Nos han impuesto un
extraño diálogo que va desde el más simple que se mantiene con el ascensor hasta, por ejemplo, el más
extenso con el cajero automático.
Te
sitúas delante del mismo, una especie de cajón mandón, metálico, luminoso, con
una boca de labios pequeños por las que a veces sale el dinero. Para llegar a este
punto, la conversación llena de
silencios y de ruidos, viene a ser esta:
Introduzca su tarjeta,
te ordena el cajón. Y tú lo haces… silencio.
Seleccione idioma. Y
vas y lees: ´inglés, alemán, ruso, japonés, portugués, francés, árabe, español´.
Y tú piensas: ´mejor me quedo con este que medio
entiendo´. Y pulsas, de nuevo silencio.
El cajón-mandón sigue
dándote órdenes:
Marque su número
secreto y dele a aceptar. Y tú vas y lo haces, y tu número ya deja de ser
secreto, por lo menos para el cajón.
Indique la cantidad que
desea, 20, 50, 70, 110, 140, otras cantidades. Y tú sigues la amena
conversación y le das, sumiso, a otras cantidades y marcas 600. Quedas parado
en silencio, en medio de la calle, ante la indiferencia de la gente que pasa y
la caja de labios finos te indica que debes darle a aceptar, y lo haces. Y
parece que se alegra y carraspea un particular soniquete.
No para, sigue
mandándote. ¿Desea comprobante de su operación? Y tú, bueno, y le das. Y ella de
nuevo ronronea, como un extraño gato deformado, y te vuelve a preguntar si
necesitas algo más y tú le dices que no, marcas el no. Entonces te dice que
retires la tarjeta (siempre tenemos miedo de que se la quede) y luego deja
entre los labios finos, metálicos, el dinero rogado, que es tuyo claro, si no,
no hay conversación posible. Se despide frío. Ni “que la fuerza te acompañe”,
ni el andaluz “vaya usted con Dios”, ni
nada…
Después de esta agradable
conversación, recoges tarjeta y dinero y te vas con el triple cuidado de no perderlos,
de no ser atropellado por las bicicletas que recorren a toda mecha el
carril-bici (¡menudo invento!), por los patines, por los patinetes eléctricos, por las bicicletas con carrillos incorporados de los buscadores de chatarras, por los segways, por las motos de inválidos que han invadido las aceras, y de no ser atacado por los drones que te
vigilan desde el cielo bajo y frío de invierno, gaseado por los coches, sin
pájaros.
Y
agradeces que todavía respiras algo y que estás en Granada y que andas con mascarilla, aunque no estás en Beijing, antes Pekín.
No
has hablado con nadie, sabes que los empleados del banco están dentro maquinando, pero no
los ves, los intuyes. Están en la caverna de Platón deformando sombras. Tú sólo las adivinas desde la calle mientras hablas con el cajero chato.
Vuelves
a tu casa, asaltada por teléfono mil veces al día por teleoperadoras invisibles, insistentes, obedientes a quien les paga un miserable salario. A veces, la mayoría, sólo esperan que levantes el teléfono para mantenerte un segundo de silencio. Ileso y feliz por la aventura
y por la extraña conversación mantenida, abres el buzón y ves que sólo te
escriben los hurtadores legalizados: bancos, ´malas compañías´, políticos que te piden tu voto a cambio de nada y un largo etcétera de timadores. Su incompetencia es tanta, que arruinarán el país en poco tiempo.
Entras en el
ascensor y desde la frialdad mantienes una conversación numérica. Estás en el
cero y –ahora eres tú quien manda- le pides que te lleve al tercero. Y llegas y
abre tu mujer y tú le pides que te hable
algo, lo que sea: pan, amor, hijos… Y le dices que un hijo es un permanente pellizco
en la conciencia. Y luego comes algo y te siguen manejando desde la tele, que
te hiere desde lejos, como Telémaco, el hijo de Ulises. Y no puedes hacer
responsable a nadie del nuevo mundo creado, que ya no es para viejos, ni para
jóvenes, ni para niños inocentes que todo lo creen. Piensas que nos está
haciendo falta un “personal talker”, una rentable profesión para un futuro
cercano, alguien que impida que se pierda la voz, un conversador amable alquilado
por horas. Y recuerdas como aterrado cíclope enano - dolorido en cuerpo y alma - que NADIE te mata, es decir,
te están matando todos.
Jacinto S. Martín
Muy atinada esa reflexión sobre el vacío existencial y la soledad que rodea al "homo tecnologicus". Adelante con la iniciativa. Aquí un seguidor!!
ResponderEliminarNadie me mata, es decir, me están matando todos.
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