Demasiada nieve alrededor
Desgraciado el país
que necesita héroes. [Bertolt Brecht]
Hoy ocupé la mañana en romper
papeles. Al romperlos iba descolgando del perchero del recuerdo viejas mudas,
sostenidas apenas por el hilván del documento, la anotación, el libro o el
recorte de prensa. Quise no desprenderme del todo del tiempo pasado y salvé
algunos, entre ellos un sobre con unas fichas que le había pedido a José María.
En el sobre relleno de citas, una anotación inicial decía: «no encontré más».
Creo que le pregunté por los «juicios de Dios», a propósito de la lectura en
clase de «Mío Cid». Una S. D. cerraba el sobre. La D mayúscula se alargaba
extraordinariamente hacia el pasado. José María siempre fue muy aficionado a
firmar todo, excepto en ocasiones solemnes como cuando el claustro decidió
mandar un telegrama al Rey, agradeciendo su intervención después del asalto al
Congreso por Tejero. Aquel día cuando el secretario leyó la adhesión por
unanimidad, el profesor Sánchez Diana dijo: «por unanimidad, no»; «pon ahí que
José María Sánchez Diana no está con el Rey». Sánchez Diana fue el primer
nombre con el que me encontré cuando llegué al instituto, el día 3 de octubre
de 1977. Estaba escrito a la derecha de la fachada de piedra y le pedían la
dimisión. Al día siguiente, en el claustro de principios de curso, mi amigo
Lázaro me explicó que José María había dimitido como director y que quien
presidía la sesión era Rafael Revelles, que —recuerdo— se manejaba con soltura
y con verbo fácil.
Luego me contaron que el profesor Sánchez
Diana había sorprendido a unos alumnos pegando en las paredes unos carteles de
la Liga Comunista Revolucionaria y que les obligó a quitarlos. Cuando éstos le
respondieron que qué poder tenía él para obligarles a hacer aquello, José María
dijo que su autoridad la tenía por ser director de la institución y por la
«brovi», un pequeño revólver fabricado en Bélgica, que sacó inmediatamente del
bolsillo de la chaqueta. Esto es lo que siempre se contaba. No lo vi en ese
primer claustro. A veces es conveniente tomar una «claustrina», comprimido que
te evita la presencia en las pesadas reuniones colegiadas del profesorado, que
casi nunca resuelven nada. Así que me quedé con las ganas de conocer al
prestigioso catedrático de Geografía e Historia del «Suárez».
A los pocos días, un hombre de
aspecto venerable, de barba cidiana, capuchina, me abrazó en el pasillo y me
dio la bienvenida a la casa. Yo soy tu compañero José María Sánchez Diana, dijo
y luego me invitó a tomar una cerveza. Fue una de las primeras señales de
cordialidad que recibí al llegar. Los demás hierobóvidos —así les llamaba
Proupín— mostraban cierto distanciamiento; S. D. no, él era más listo y más
humano. A los pocos días, comprobé que Fernando uno de sus hijos era mi mejor
alumno. Alegre por lo descubierto, se lo dije a José María y se emocionó al
darle la noticia. Desde entonces quise bien al bueno de Sánchez Diana e intuí
que aquel hombre no era malo, aunque no le faltaran motivos para serlo. Poco a
poco fui conociendo los motivos de José María. Supe que se alistó como
voluntario en la División Azul cuando sólo tenía dieciséis años —en su cabeza,
la épica del Cid—, que los llevaron en tren hasta Polonia, que cruzaron a pie
desde Szczecin hasta Elblag, casi dos mil kilómetros, que, desde la vuelta a
España, era el jefe de la FEA (Falange Española Auténtica) y que era mutilado
de guerra. Él se reía de su paga de héroe —800 pesetas— que figuraba en su
nómina. Me contó que había sido herido en la batalla de Krasnyj- Bor, que había
estado recuperándose en Lublin en un hospital de campaña y que había perdido
dos dedos de la mano izquierda a la altura de la falange —¡claro!
También me dijo que estuvieron a
punto de cortarle las piernas que se le habían congelado y que «Brovi» lo
evitó, amenazando con volarle la cabeza al médico alemán que le atendía, que
echó a correr como alma que lleva el diablo. Supe que estuvo en posición
defensiva, sin cobertura aérea, acosado por la soledad y por el General
Invierno y que apenas lograba dormir desde que volvió de la URSS. Los
estallidos de las bombas del ejército soviético, el miedo y la soledad habían
tomado cuerpo en la química de su cerebro, desde su vuelta a Barcelona en el
«Semíramis».
José María era un sabio, que
siempre será recordado. En sus clases había alma, ilusión por conocer,
anécdotas de todo tipo que ilustraban sus magníficos discursos, y un colofón
importante: nunca suspendió a nadie. ¡Cómo se puede entretener un hombre que ve
la muerte con dieciséis años en evaluar a nadie!
Así que en las sesiones de
evaluación, S. D. esperaba astutamente para dar las notas el último y
calculando sobre lo que sus compañeros decían, hacía una media ponderada:
siete, nueve, cinco, seis, siete, nueve y José María, alzando la voz: OCHO. Yo
le preguntaba: «¿cómo va esto?». Y él: «aquí estamos volcando notas».
El último curso de José María en
el instituto, como me sentaba a su lado, podía ver cómo no había ni una sola
nota en la lujosa carpeta de piel del restaurante «Parada» que, como
compensación oculta por el abusivo precio de la ginebra matutina, había pasado
a su poder. Ni siquiera se había preocupado de quitar la lista de precios y las
fichas de los alumnos se mezclaban en feliz camaradería con la tortilla
francesa, el filete de ternera con guarnición y el lenguado «meunière».
Era la época de la transición democrática y la
sala de profesores se llenaba cada día de carteles de los distintos partidos
políticos que quedaban encima de las mesas o se fijaban en las paredes. José
María no podía soportar la situación y, como bajaba de clase un poco antes que
los demás, hacía pedazos la propaganda, antes de subir al salón de actos para
oír la misa que en el recreo oficiaba don Casimiro. Después del «podéis ir en
paz», los profesores bajaban al bar. Por fin, depurada la conciencia y apurado
el café, subían a impartir la última lección magistral de la mañana.
Con el respeto que se merecían
los grandes señores del saber, Chencho —el conserje— tocaba con los nudillos en
las puertas de las aulas: «Don Rafael, la hora». «Gracias, Chencho»; «Doña Mari
Gracia, la hora». «Gracias, Chencho». «Doña África, la hora». «Merci, Chenchó»;
«Don Mario, la hora». «Danke, Chencho». Así el amable Chencho recorría los
pasillos y cerraba la jornada laboral. Hay que aclarar que Inocencio, el
conserje, siempre empezaba por José María que definía la clase como el tiempo que
el profesor tarda en explicar su tema: «la clase empieza cuando el profesor
llega y termina cuando se va».
En aquellos años, no sólo examinábamos a los
alumnos oficiales, sino también a un numeroso grupo de alumnos libres —tan
libres, que sólo aparecían unos pocos—. En la casa se recuerda uno de esos
exámenes, celebrados ante tribunal. José María solemnizaba el acto y
constituido el tribunal con Antonio Alcalá y Juan de Dios Vico, S. D. se
dirigía a Chencho:
—Que pase el examinando. Chencho traducía:
Niño, que entres.
— A ver. ¿Qué
sabe usted de las Urracas en la Historia de España?
González
García silenciosamente temblaba. Con los ojos como platos, ni siquiera acertaba
a decir «nada», que ya es algo.
— Bien,
no recuerda usted que doña Urraca de Aragón, segunda esposa de García Íñiguez y
madre de Fortún Garcés, fue reina de Navarra desde el 852 hasta el 870. También
ignora usted que doña Urraca de Castilla y de León fue la hija bastarda de
Alfonso VII de León y Castilla y de Guntroda. Y claro, tampoco sabrá nada de
doña Urraca de Portugal. Ignora el examinando quién fue Urraca López, hija de
Lope Díaz de Haro. ¡Retírese! ¡No sé
dónde vamos a parar! ¡Llegará un día en que habrá que pasarlos de curso por
decreto! ¡Tiempo al tiempo!
Alcalá y Vico se miraron, hablaron un momento
y comentaron a José María: «Creemos que hemos sido rigurosos con el examinando,
nosotros tampoco recordábamos bien la pregunta».
—¡Bien!,
Chenchoooo, que vuelva el examinando. González García temblaba de nuevo ante el
tribunal que se acomodaba detrás de la mesa.
—Díganos, usted,
quiénes fueron los Reyes Católicos.
—¿Isabel y
Fernando?
—Bien, puede
retirarse. NOTABLE. Un «vamos a tomarnos un tinto» cerró la solemne sesión.
Un año después de
su jubilación, José María murió. Su cadáver fue depositado en el salón de
actos. No hubo cinco rosas, ni se veló aquella noche. Cuando volví después de
las clases del nocturno, me encontré con Manolo, el conserje, que me dijo que
en la casa sólo estaban José María y él. José María quedó solo como quien
espera el alba. Al día siguiente, al amanecer, bajaron al profesor por la falsa
nieve de la escalera. Un frío de alma inundó el «Suárez». Había demasiada nieve
alrededor
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