lunes, 22 de febrero de 2021

Ceniza en la memoria







 «Juzgar si la vida es o no digna de vivir es la respuesta fundamental a la suma de cuestiones filosóficas» [Albert Camus]

Hacía mucho calor, un calor insoportable. La «Escolanía de los Niños Cantores de la Catedral de Guadix» sonaba magnífica en el salón de actos de la institución —pavo asao, asao, asao, con ensalada, buen menú, buen menú, señor— que se había preparado con las mesas de la biblioteca con manteles blancos. Tenían las mesas la disposición de un refectorio de monasterio medieval.

El vinagre y la miel de la jubilación se paladeaban en un ambiente sereno de quien ya había entrado en la edad de los metales. Unos meses más tarde, diciembre del año 1981, un nuevo reconocimiento en el Alhambra Palace, del que yo fui joven testigo sin comprender el porqué de tanta triste alegría.

 Setenta años dan para conocer que la condición humana no es, en absoluto, ejemplar. Por eso don Rafael, aplaudido en sus intervenciones, sabía de la vanidad de todo aquel inevitable homenaje y correspondía con gesto serio y discurso prudente y agradecido. Me sorprendieron las palabras del brindis: ‘Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia como si esta ya fuera ceniza en la memoria’.

Atrás quedaron años de trabajo en la Sorbona hasta conseguir el doctorado, una brillante oposición a cátedra, dos casamientos, dos muertes, dos soledades, dos lamentos ante la fortuna enemiga, un nuevo doctorado en Madrid, tres hijos, una estancia en Canadá y una lógica aplastante y serena en sus intervenciones públicas.

 Don Rafael Martínez Aguirre, catedrático de Biología y de Física y Química, era un hombre de mediana altura, más alto que bajo, siempre con traje y corbata, serio, riguroso, conocedor del drama del hombre, un inevitable camino que conduce a la muerte.

Todo hombre con ideas  precisas y rigurosas de la justicia sufre mucho en el curso de su trabajo personal. Eso hacía del profesor Martínez Aguirre un molesto profesor para la mayoría de los alumnos. Cuando lo conocí, el tiempo ya le había mordido las sienes y en sus ojos anidaba cierta tristeza senequista. Él apreciaba a los alumnos como el ceramista al barro que moldea para un futuro impreciso; ellos no lo entendían. En el entierro de un alumno, víctima en la sierra de una picadura de serpiente, depositó, con la dignidad que lo acompañaba siempre, en el nicho del pobre Caballero un ramo de claveles rojos. En las conversaciones con los mayores de la casa, a veces, esbozaba una media sonrisa.

El día era soleado, el aire limpio como si se estrenara el mundo. Alegre, un septiembre extraño, remedo de primavera, entraba en las casas al abrir las ventanas. Sonó el teléfono:

     ¿Rafael, por qué no vienes a dar una conferencia a los alumnos de Preu? Con tu coche está aquí en hora y media.

     ¿Cuándo quieres que vaya?

     Vente el viernes. Luego nos vamos a comer.

     Allí estaré sobre las once. Después de la charla, comemos y me vuelvo, si puedo, a Granada.

     ¿Qué título le pones a la conferencia?

     El sexto sentido. Está siendo estudiado ahora en los humanos. Antes sólo se había observado en los animales.

     En el salón de conferencias del viejo instituto, los alumnos eran los mismos jóvenes de hacía cuarenta años. Habían grafiteado los bancos y el profesor sonreía levemente al pasar y leer: «La sabiduría me persigue, pero yo soy más rápido», «La vida es una barca, Calderón de la mierda». Sí eran los mismos. Sólo cambiaban indumentaria y peinados.

 Era 24 de febrero del año 1984. Hacía sólo dos años de su jubilación, vieja palabra de sabiduría hebrea. El profesor Martínez Aguirre, serio, se acercó al micro y habló y su voz dominó el viejo salón: La comunicación se realiza emitiendo y recibiendo cinco estímulos mecánicos (táctiles, sonoros), químicos (olfativos y gustativos) o radiantes. Dominador de los cinco sentidos se ha descubierto un sexto sentido, basado en las feromonas, compuesto químico que logra modificar el comportamiento de los animales receptores. Estas sustancias fueron descritas por primera vez por la estadounidense Margaret Johns en los años setenta. La doctora Johns demostró que el sistema olfativo y el vómer-nasal detectaban las milagrosas feromonas.

Don Rafael siguió hablándole al distraído público, mientras recordaba viejos amores, posiblemente inducidos por las entonces desconocidas feromonas, y se trasladó a Canadá y recordó años en los escasos minutos de su comenzada intervención: la conversación en la orilla de un lago, un apretón de misterio en una mano de mujer, una efímera dulce mirada, un tiempo condensado en un beso, un sol ahogándose al atardecer en el acero congelado del agua. Dos años en cinco minutos. El tiempo es una sustancia tan misteriosa como la sangre, como las feromonas, moldeable y rara como la vida.

Y continuó: La aparición de la comunicación entre los animales mediante feromonas se vincula a la necesidad de asegurar la supervivencia. Si se asciende en la escala evolutiva, el progresivo desarrollo cerebral nos lleva hasta el lenguaje, de manera que pierde importancia la comunicación por medio de las feromonas, y hoy casi no se percibe en el ser humano.

El profesor pensó que aquella afirmación no era del todo cierta, mientras sus ojos buscaban las piernas de las jóvenes en flor de la primera fila, que sonreían rubias y botticcelianas como ángeles de anunciación de promesas de amor, ahora ya imposibles.

Hasta hace pocos años no se sabía que también en la especie humana se puede encontrar el rudimentario sistema de comunicación feromonal. Posiblemente estas sustancias, productoras de olores, explican ciertos comportamientos de parejas que de otra forma nos parecen difíciles de entender. En el ser humano, las glándulas productoras de feromonas se encuentran ampliamente distribuidas por la superficie corporal, sobre todo, en los sitios relacionados con la sexualidad. Así que, queridos alumnos, no somos culpables de nada, todo está predeterminado, acordado sin nuestro conocimiento. La mala conciencia escrupulosa debe desaparecer de la superficie de la Tierra. La inocencia intuida es la única verdad. El nuevo descubrimiento de la doctora Johns desempeña un papel tan importante en la sexualidad de los humanos, que ya se está estudiando, como estrategia de marketing, incluir feromonas a efecto de atrayente sexual en los perfumes.

El profesor hablaba, perdido en un laberinto de sueños, con la mirada alta hacia un imaginado horizonte. Olía a niño y a la alegría de un baño infantil. Ya no atendía a ciertos gestos adivinatorios de las botticcelianas de las primeras filas, que sonreían inquietas en los incómodos bancos de madera, desatendidas de las feromonas del profesor Martínez Aguirre, improductivas ya. Don Rafael paseaba por su casa, abrazaba a sus hijos pequeños, jugaba con ellos en el suelo y le sonreía a Beatriz su mujer después de la llegada de París. El aire era limpio, como si septiembre imitara la llegada de la primavera. Todos los proyectos en una habitación llena de juguetes y dos miradas limpias cruzándose por encima de las cabecitas rubias de los niños, que aromaban la sala como un perfume de Dios.

Treinta años atrás en una confluencia de pasado perdido —recuperado— y presente académico desbocado se fundían, perdida ya la dirección de una vida no demasiado afortunada, hacia un futuro incierto. Los recuerdos chocaban en la madera de los muebles del viejo salón de actos. En el viejo profesor la tristeza ennegreció su alma ya gastada. 

Cuando nos informaron, tuve que dar por la pequeña emisora de la vieja institución la orden de desalojar el edificio. Los profesores como cides extraños damos la alegría de un día de descanso después de irnos. Luego mandé el currículum a los periódicos de la ciudad. El director del establecimiento acudió al lugar: una recta ancha, en la que destacaba, bajo un cielo violeta y  rojo fresa, un árbol solitario, sin olor, quebrado por el impacto de un auto acelerado al máximo.

 

Granada, 22 de febrero del año 2021

Jacinto S. Martín

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