«Juzgar si la vida es o no digna de vivir es
la respuesta fundamental a la suma de cuestiones filosóficas» [Albert Camus]
Hacía mucho calor, un calor
insoportable. La «Escolanía de los Niños Cantores de la Catedral de Guadix»
sonaba magnífica en el salón de actos de la institución —pavo asao, asao, asao,
con ensalada, buen menú, buen menú, señor— que se había preparado con las mesas
de la biblioteca con manteles blancos. Tenían las mesas la disposición de un
refectorio de monasterio medieval.
El vinagre y la miel de la
jubilación se paladeaban en un ambiente sereno de quien ya había entrado en la
edad de los metales. Unos meses más tarde, diciembre del año 1981, un nuevo
reconocimiento en el Alhambra Palace, del que yo fui joven testigo sin
comprender el porqué de tanta triste alegría.
Setenta años dan para conocer que la condición
humana no es, en absoluto, ejemplar. Por eso don Rafael, aplaudido en sus
intervenciones, sabía de la vanidad de todo aquel inevitable homenaje y
correspondía con gesto serio y discurso prudente y agradecido. Me sorprendieron
las palabras del brindis: ‘Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia como
si esta ya fuera ceniza en la memoria’.
Atrás quedaron años de trabajo en
la Sorbona hasta conseguir el doctorado, una brillante oposición a cátedra, dos
casamientos, dos muertes, dos soledades, dos lamentos ante la fortuna enemiga,
un nuevo doctorado en Madrid, tres hijos, una estancia en Canadá y una lógica
aplastante y serena en sus intervenciones públicas.
Don Rafael Martínez Aguirre, catedrático de Biología y
de Física y Química, era un hombre de mediana altura, más alto que bajo,
siempre con traje y corbata, serio, riguroso, conocedor del drama del hombre,
un inevitable camino que conduce a la muerte.
Todo hombre con ideas precisas y rigurosas de la justicia sufre
mucho en el curso de su trabajo personal. Eso hacía del profesor Martínez Aguirre un
molesto profesor para la mayoría de los alumnos. Cuando lo conocí, el tiempo ya
le había mordido las sienes y en sus ojos anidaba cierta tristeza senequista.
Él apreciaba a los alumnos como el ceramista al barro que moldea para un futuro
impreciso; ellos no lo entendían. En el entierro de un alumno, víctima en la
sierra de una picadura de serpiente, depositó, con la dignidad que lo
acompañaba siempre, en el nicho del pobre Caballero un ramo de claveles rojos.
En las conversaciones con los mayores de la casa, a veces, esbozaba una media
sonrisa.
El día era soleado, el aire
limpio como si se estrenara el mundo. Alegre, un septiembre extraño, remedo de
primavera, entraba en las casas al abrir las ventanas. Sonó el teléfono:
— ¿Rafael, por qué no vienes a dar una conferencia a los alumnos de Preu? Con tu coche está aquí en hora y media.
— ¿Cuándo
quieres que vaya?
— Vente el viernes. Luego nos vamos a comer.
— Allí
estaré sobre las once. Después de la charla, comemos y me vuelvo, si puedo, a
Granada.
— ¿Qué
título le pones a la conferencia?
— El
sexto sentido. Está siendo estudiado ahora en los humanos. Antes sólo se había
observado en los animales.
— En
el salón de conferencias del viejo instituto, los alumnos eran los mismos
jóvenes de hacía cuarenta años. Habían grafiteado los bancos y el profesor sonreía levemente al pasar y leer: «La sabiduría me persigue, pero yo
soy más rápido», «La vida es una barca, Calderón de la mierda». Sí eran los
mismos. Sólo cambiaban indumentaria y peinados.
Era 24 de febrero del año 1984. Hacía sólo dos
años de su jubilación, vieja palabra de sabiduría hebrea. El profesor Martínez Aguirre,
serio, se acercó al micro y habló y su voz dominó el viejo salón: La comunicación se realiza emitiendo y
recibiendo cinco estímulos mecánicos (táctiles, sonoros), químicos (olfativos y
gustativos) o radiantes. Dominador de los cinco sentidos se ha descubierto un
sexto sentido, basado en las feromonas, compuesto químico que logra modificar
el comportamiento de los animales receptores. Estas sustancias fueron descritas
por primera vez por la estadounidense Margaret Johns en los años setenta. La
doctora Johns demostró que el sistema olfativo y el vómer-nasal detectaban las
milagrosas feromonas.
Don Rafael siguió hablándole al distraído público, mientras recordaba
viejos amores, posiblemente inducidos por las entonces desconocidas feromonas,
y se trasladó a Canadá y recordó años en los escasos minutos de su comenzada
intervención: la conversación en la orilla de un lago, un apretón de misterio
en una mano de mujer, una efímera dulce mirada, un tiempo condensado en un
beso, un sol ahogándose al atardecer en el acero congelado del agua. Dos años
en cinco minutos. El tiempo es una sustancia tan misteriosa como la sangre,
como las feromonas, moldeable y rara como la vida.
Y continuó: La aparición de la comunicación entre los
animales mediante feromonas se vincula a la necesidad de asegurar la
supervivencia. Si se asciende en la escala evolutiva, el progresivo desarrollo
cerebral nos lleva hasta el lenguaje, de manera que pierde importancia la
comunicación por medio de las feromonas, y hoy casi no se percibe en el ser
humano.
El profesor pensó que aquella afirmación no era del todo cierta, mientras sus ojos
buscaban las piernas de las jóvenes en flor de la primera fila, que sonreían
rubias y botticcelianas como ángeles de anunciación de promesas de amor, ahora
ya imposibles.
Hasta hace pocos años no se sabía que
también en la especie humana se puede encontrar el rudimentario sistema de
comunicación feromonal. Posiblemente estas sustancias, productoras de olores,
explican ciertos comportamientos de parejas que de otra forma nos parecen difíciles
de entender. En el ser humano, las glándulas productoras de feromonas se
encuentran ampliamente distribuidas por la superficie corporal, sobre todo, en
los sitios relacionados con la sexualidad. Así que, queridos alumnos, no somos
culpables de nada, todo está predeterminado, acordado sin nuestro conocimiento.
La mala conciencia escrupulosa debe desaparecer de la superficie de la Tierra.
La inocencia intuida es la única verdad. El nuevo descubrimiento de la doctora
Johns desempeña un papel tan importante en la sexualidad de los humanos, que ya
se está estudiando, como estrategia de marketing, incluir feromonas a efecto de
atrayente sexual en los perfumes.
El profesor hablaba, perdido en un laberinto de sueños, con la mirada alta hacia
un imaginado horizonte. Olía a niño y a la alegría de un baño infantil. Ya no
atendía a ciertos gestos adivinatorios de las botticcelianas de las primeras
filas, que sonreían inquietas en los incómodos bancos de madera, desatendidas
de las feromonas del profesor Martínez Aguirre, improductivas ya. Don Rafael paseaba por su casa, abrazaba a sus hijos pequeños, jugaba con ellos en el
suelo y le sonreía a Beatriz su mujer después de la llegada de París. El aire
era limpio, como si septiembre imitara la llegada de la primavera. Todos los
proyectos en una habitación llena de juguetes y dos miradas limpias cruzándose
por encima de las cabecitas rubias de los niños, que aromaban la sala como un
perfume de Dios.
Treinta años atrás en una confluencia de pasado perdido —recuperado— y presente académico desbocado se fundían, perdida ya la dirección de una vida no demasiado afortunada, hacia un futuro incierto. Los recuerdos chocaban en la madera de los muebles del viejo salón de actos. En el viejo profesor la tristeza ennegreció su alma ya gastada.
Cuando nos informaron, tuve que dar por la
pequeña emisora de la vieja institución la orden de desalojar el edificio. Los
profesores como cides extraños damos la alegría de un día de descanso después
de irnos. Luego mandé el currículum a los periódicos de la ciudad. El director
del establecimiento acudió al lugar: una recta ancha, en la que destacaba, bajo un cielo violeta y rojo fresa, un
árbol solitario, sin olor, quebrado por el impacto de un auto acelerado al
máximo.
Granada, 22 de
febrero del año 2021
Jacinto S.
Martín
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