A mi sobrino Ignacio Arqueza Martín, a quien todos recordamos siempre con cariño.
El humorismo es una nueva fórmula para evaporar las lágrimas. (Ramón Gómez de la Serna)
TODO SE SABE
Todo ocurrió ayer,
posiblemente antier. El general superlativo, al que alguien aconsejaba
pseudodemocráticamente, montaba falsas elecciones no se sabe bien para qué. Las
organizaba por tercios, familiar, sindical y local, y obligatoriamente ocupaban
las mesas ‘electofraudes’ los funcionarios del Ayuntamiento. En la última de
ellas, sobre los años setenta, se preguntaba si querían los españoles aprobar
la Ley para la Reforma Política. Extrañamente se habían perdido las papeletas del NO. Claro
que si alguien quería las podía pedir al presidente de la mesa (faltaría más) y
este anotaba al peticionario en un cuaderno azul, no se sabe bien para qué. La
propaganda política era escrupulosamente sencilla VOTA SÍ A FRANCO. Mi padre- obligado por su condición de funcionario del Ayuntamiento- ocupaba la plaza de secretario de mesa en un molino de aceite al que debían
acudir los vecinos del barrio. Sólo votaron 23 de los 547 censados, según supe.
A las tres de la tarde mi padre llegó a casa para comer algo y en secreto me
dijo: ‘Han votado ya 14, 12 síes y los dos
hermanos Fernán Alvite y Milesio Alvite que han votado no a Franco’.
Eran sólo las tres de la tarde. Por eso, extrañado ante tanta sabiduría, le
pregunté: “Y si las urnas no se abren hasta las ocho de la tarde, ¿cómo sabéis
que los hermanos Alvite han votado que no?” Y mi padre, sorprendido de que me
sorprendiera, me contestó: “Todo se
sabe”.
En esas mismas
elecciones, el Presidente de una de las mesas se durmió y no se podía abrir el
Colegio Electoral. Cuando el alcalde llegó y vio que la mesa estaba aún por
abrir, ordenó a dos policías municipales que trajeran al presidente
inmediatamente, estuviera como estuviera. Así lo hicieron. Venía el hombre sin
peinar, con los zapatos sin abrochar y con cara de extraña confusión. Se
presentó ante el alcalde que irritado no dejaba de gritarle:
- ¿Usted no sabía que
tenía que abrir el Colegio Electoral a las 8 de la mañana?
- ¿Usted no sabe qué
hora es?
- Nooo me han
dededejado ni cocoger el rereloj.
- ¡Son ya las diez,
irresponsable!
- ¿Usted no sabe que
esto es muy serio?
Entonces, el despeinado
funcionario se dirigió al colérico alcalde y tartamudeando le dijo:
- “Pepepero, Gabriel,
pepero aaaquí va a seeer totodo mementira memenos la hoooora de enentrar?
- ¿Mentira? ¿Idiota, tú
cómo sabes que todo es mentira?, dijo el irritado alcalde.
Y el funcionario,
despeinado y con los zapatos desabrochados aún, que se esforzaba por organizar
las listas, las papeletas del SÍ y las papeletas del SÍ, sin atreverse a mirar
al alcalde, en voz baja dijo:
-
“Todo
se sabe”.
Testigo de la vida del
pueblo, elecciones incluidas, era el dominico Parodi, el perfecto ejemplo de un hombre de paz.
Recorría diariamente todas las calles del pueblo. Entraba en las casas y
piropeaba los guisos inmediatamente después de olerlos con una oración
repetida: “Si mi señora madre probara estas delicias del cielo, sería eternamente
feliz”. Y las mujeres, amables siempre, le respondían al instante: “Tome usted, don Cayetano” y le
regalaban una abundante muestra del delicioso guiso en una olla pequeña que el
dominico devolvía al día siguiente. Olla en ristre, recorría las tabernas y
bebía con los campesinos en paro, que ahogaban sus penas en vino y que reían con una frase hecha: ¡Qué malito estoy, llevadme a una taberna! A lo que no
tiene remedio, litro y medio, decían entre chistes verdes que nunca superaban
en “verdor” al del dominico Parodi Mena.
Don Cayetano Parodi
Mena era alto para su tiempo, ingenioso, práctico, pacífico, simpático, algo
camastrón a veces, y maniático siempre con la precisión del reloj del ayuntamiento que el
alguacil tenía que cambiar cada vez que el cura cruzaba la plaza. Convivía con
todos y con todo. Era especialmente bueno como predicador. Desde el púlpito gritaba con la convicción de un viejo misionero: "El Eclesiastés conserva las palabras de Cohélet (Salomón) el hijo de David, rey de Jerusalén. En el Eclesiastés, hermanos, se nos habla de la vanidad de las cosas del mundo. Todo lo que está debajo del sol es vanidad y aflicción de espíritu. Hay que despreciar honores, hay que apartarse de la hinchazón vacía de las cosas, hermanos, si queremos alcanzar la gloria del cielo. Hay que ser humildes, muy humildes. Fijaos en mí que a humilde no hay quien me gane".
Cuando murió su madre entre olores de incienso y de exquisitos guisos (que él compartía) hizo venir de Sevilla a dos primas jóvenes, bellas y prudentes, y les dio amable cobijo en su pequeña casa del convento. En realidad, una era la auténtica prima, a la que cristianamente evangelizaba. La otra-decía el dominico- era la hermana de la prima.
Cuando murió su madre entre olores de incienso y de exquisitos guisos (que él compartía) hizo venir de Sevilla a dos primas jóvenes, bellas y prudentes, y les dio amable cobijo en su pequeña casa del convento. En realidad, una era la auténtica prima, a la que cristianamente evangelizaba. La otra-decía el dominico- era la hermana de la prima.
El dominico Parodi no
tenía problema alguno en bajar a la calle con cuchillos y tijeras cuando
Manoliño, el gallego de Ourense, llegaba haciendo sonar su mínimo y agudo
concierto con su armónica.
Cuentan que don
Cayetano actuaba como un perfecto ‘quemasangre’ con el afilador:
-
Manoliño, ¿cuánto tiempo estás fuera de
tu casa?
-
Año y medio, dos años, don Cayetano
-
Y si vuelves y te encuentras un filhiño,
¿qué haces?
Y Manoliño que era
ingenioso, agudo y respetuoso, dicen que respondió:
- Si volvemos y encontramos a algún filhiño lo metemos a cura, don
Cayetano.
Y el dominico reía
pateando el suelo mientras el afilador terminaba su trabajo. Al terminar, la
conversación continuaba:
-
Muchas gracias, Manoliño. Dios te lo
pague.
-
Páguemelo usted, don Cayetano, no sea
que a Dios se le olvide.
Y se despedían con un
abrazo y Manoliño le daba recuerdos para su señora y para la hermana de su
señora y el diálogo entre el afilador de Ourense y el cura se cerraba:
-
¿Y tú cómo sabes que es mi señora la
feligresa a la que caritativamente acojo?
-
“Todo
se sabe”, don Cayetano.
Todo se sabe, don Cayetano.
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