LOS
GOLES INVISIBLES DE JUNIO
Jugamos
como nunca y perdimos como siempre. (Di Stefano)
Mi padre era un hombre
alegre, generoso, positivo, feliz, agradable, ilusionado siempre como un niño,
sevillano y sevillista. Su tío Juan Antonio, el hermano de Amparito, su madre,
le había regalado el primer carnet del Sevilla F.C. Como mi abuelo se había tenido que ir a vivir
a Arahal, mi padre desde los nueve años vivió siempre allí. Por eso los
domingos, arrastrado por la resaca azul de la infancia, alquilaba con los amigos un taxi para ir al
Nervión a ver los partidos de fútbol. Algunas veces me llevaba y entonces el
domingo sabía a pictolines y a pipas de girasol y a desahogo y a grito y a éxtasis
del gol.
Contra lo establecido,
aquel domingo 2 de junio de 1968, me dijo que íbamos a ir en el “seílla” de
Tranquilino, un conocido con fama de gafe. Se acercaba el verano redondo como una sandía. Quedamos con el gafe a las tres y
media. El partido era a las cinco. Y el gafe, superándose a sí mismo, no
llegaba. Entonces aún no habíamos comprendido que lo doloroso es que se te haga todo pronto, que 'madrugue la madrugada', llegar tarde es dejarse llevar en la corriente imprecisa del tiempo. Mi padre, impaciente, se paseaba nervioso repitiendo: “¡Y este tío!”,
“¡No tiene faena este tío!”, “¿Quién me mandaría a mí quedar con este tío?” A
las cuatro se presentó como si tal cosa. Subimos al coche y con la lentitud de
una tortuga vieja llegó a la gasolinera.
‘Poque’ anoche se me olvidó llenar el depósito, dijo, y paramos de nuevo. Se
acercaban, lentos como la esperanza, Menguillán, El Gandul, Alcalá, Torreblanca
y por fin... Sevilla. Mi padre fumaba “Caldo de Gallina” y miraba el reloj, las
cuatro y veinticinco. Ya verás cómo llegamos tarde, mascullaba mi padre mirando
con enfado a Tranquilino. A paso de caracol, pero seguro, el gafe conducía y
hablaba sobre cualquier cosa con un “poque” explicativo de nada, como muletilla
del lenguaje, algo parecido al “este” de arranque argentino: “Poque hoy vamos a
eliminar al Madrid, poque me da en el corazón que hoy el pavo pía”. El Sevilla
sólo había perdido en Madrid en el primer partido de la eliminatoria de octavos
de la Copa del Generalísimo por 1-0 con gol de Zoco. Yo creo que sí, decía mi
padre, que hoy caen. A las cinco en punto el gafe dejó el seat amarillo en los
aparcamientos terrizos que rodeaban el estadio.
Mi padre con los ojos
le disparaba rayos mientras en voz baja me decía: “¡Este tío es tonto!” Fuimos
a la cola de la taquilla. Mi padre intentó “colarse”, pero alguien se lo
impidió. “Bien, bien” respondió. Se oía el murmullo de la gente cuando salieron
los dos equipos. Nos faltaban tres para llegar a la ventanilla. El estadio era
un animal de cemento y hormigón que gruñía amenazante. Por fin mi padre trajo
las tres entradas. Al llegar a la puerta trece, las cinco y trece minutos, un
grito unánime rompió la tarde: ¡Gooooooooool! Al día siguiente, supimos por ABC
que fue Eloy II quien había marcado de cabeza. El animal de hormigón temblaba.
Mi padre corría delante, pataleto, con la certeza de que nos habíamos perdido
para siempre el primer gol del Sevilla. Iba repitiendo en voz baja mientras
corría subiendo las escaleras con un raro movimiento en zigzag: “¡Este tío es
tonto!”, “¿Por qué me fiaría yo de este tonto?”. Yo iba detrás y el gafe,
medalla de bronce en la carrera, nos seguía a ritmo lento a una distancia de
cinco o seis peldaños. En ese momento, cinco y quince minutos, una segunda
explosión de alegría: ¡Goooooooooooooooool! Al día siguiente supimos por ABC
que había marcado Canito. Tembló de nuevo el
estadio. Habíamos perdido ya para siempre el segundo gol del Sevilla
mientras subíamos las escaleras. Cuando llegamos al vomitorio correspondiente
en el minuto 18, mi padre, el gafe y yo
sentimos la tercera explosión que resonó
cercana en el estómago como un tamborazo de una banda de música:
¡Goooooooooooooooooooooooooooooooooooooool! El gafe sonreía, mi padre se
irritaba. Tres a cero; pero era un resultado de fe, no habíamos visto nada de
nada hasta ahora. Mi padre mordía el cigarrillo liado de “Caldo de Gallina”.
Sabíamos que ganábamos con la certeza que le faltó a Tomás, el discípulo
incrédulo de Jesús, porque el fútbol es un estado de ánimo entre la fe y la superstición: el fútbol es mágico. Al día siguiente supimos por ABC que Berruezo había marcado con un
tiro ajustado al palo.
Cuando por fin nos
sentamos en las gradas de cemento, sin haber comprado las almohadillas, nos
levantaron indicándonos que nuestros sitios estaban mucho más arriba en el
Voladizo. “¡Aquí no es, hombre, si estáis ahí en todo lo alto a la altura
de la Giralda!” nos dijo alguien con
cierta chulería. Mi padre sólo dijo: “Bien, bien, usted perdone, me creí que era un pájaro".
Miramos al marcador con
la seguridad del 3-0 que lucía en todo lo alto del estadio. Sólo habíamos
perdido veinte minutos, dijo el gafe que para nosotros estaba ya en la
categoría de “sotanillo” un grado más del portador de la mala suerte. “¿Poque
vamos ganando, no?” Sí, hijo, sí, dijo mi padre.
Tres goles fantasmas
que no vimos ni veríamos nunca jamás. Luego, al cancerbero sevillista le
flanearon las manos y vimos, ahora sí lo vimos, que un chut inocente, blando,
de José Luis batió a Bonilla y el balón –gritaba Juan Tribuna, el locutor de Radio Sevilla de la
Cadena SER– besó las mallas: 3-1. Y el del “enlutado atuendo”, el árbitro siempre
vestía de negro, pitó el final del primer tiempo. El tiempo en el fútbol
siempre se divide por dos. A nosotros, a mi padre y a mí, el gafe nos había robado la infancia alegre de los
tres goles del Sevilla en los primeros dieciocho minutos del partido.
Bebimos una cerveza,
nos comimos unos “perritos calientes” y endulzamos el resto del cuarto de hora
del descanso con “pictolines”. El fútbol siempre me supo a pictolines y a pipas
de girasol. Recuerdo que escupíamos las cáscaras, que rebotaban nerviosas en la chaqueta
del hincha que teníamos delante o en los pies hasta formar una pequeña colina.
“Poque hemos llegado un
poco tarde, pero poque vamos ganando”. “Sí, hijo, sí”, dijo mi padre en voz
baja con una irritación sorda contra el gafe-sotanillo que nos había robado por
tres veces el grito del gol y el salto en el cemento en comunión gozosa y los
abrazos de alegría y la esperanza contra toda esperanza y un aullido de lobo en
la garganta.
Luego el segundo tiempo
se enlenteció desesperadamente, los segundos se volvían horas y el miedo, el
miedo a la reacción del Madrid lo agrandaba aún más, un gigante de segundos
interminables, y pasó lo que ya anunció Tranquilino: “Poque como esto siga así
nos marcan”. Dicho y hecho, en el minuto once Velázquez de cabeza en un remate
fácil de atajar marcó el segundo: 3-2. La eliminatoria se estaba poniendo color de hormiga. El gafe siguió pronosticando: “Poque como esto siga así nos
marcan” e inmediatamente, en el minuto 17 José Luis se coló de rondón entre la defensa y empató el partido: 3-3. Los
hinchas, buena gente sin mala voluntad, comenzaron a enfadarse un poco y los
botellines de cerveza acristalaron el césped. El juez de línea, un tipo flaco con piernas de gorrión, al que por lo
visto no le gustaba la “Cruzcampo”, esquivaba los cristales volantes de la
desesperación y huía al centro del terreno de juego.
Dimos por perdida la
eliminatoria. El Madrid aguantaba el balón y el tiempo, que ahora corría
desbocado. Y el gafe dijo dando por hecha la derrota: “Aquí está todo el `pescao´ vendido” y luego: “Poque
estos pollos están `pelaos´”. Y mi padre lo miró enfurecido y yo lo etiqueté
con la categoría suprema del gaferío. Papá, le dije al oído: “Este tío no es
gafe, ni sotanillo, este tío es manzanoide, el grado supremo de la mala suerte”.
E inmediatamente, minuto 42, Manolín Bueno, el eterno suplente de Gento, por
hacer algo disparó desde 35 metros y Bonilla, nuestro portero que no tenía su
día y al que todos los balones se le volvían invisibles, vio cómo el “aire
forrado de cuero” pasaba entre sus piernas: 3-4. Es lo que mejor recuerdo de aquel día. No puedo apartar de la memoria el irritante resultado: 3-4, el bálsamo del pictolín y mi padre corriendo por
las escaleras del estadio.
Luego los irritados
hinchas –estampida de búfalos– corrían escaleras abajo después de haber dejado
sembrado el césped del Nervión de miles de botellines de cerveza, cascos
brillantes al sol que, en la cúpula azul junto a la Giralda, se había
convertido en un inmenso, desilusionado
y enfurecido balón rojo.
Jacinto S. Martín
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