miércoles, 6 de diciembre de 2017

Los goles invisibles de junio


LOS GOLES INVISIBLES DE JUNIO
Jugamos como nunca y perdimos como siempre. (Di Stefano)




Mi padre era un hombre alegre, generoso, positivo, feliz, agradable, ilusionado siempre como un niño, sevillano y sevillista. Su tío Juan Antonio, el hermano de Amparito, su madre, le había regalado el primer carnet del Sevilla F.C.  Como mi abuelo se había tenido que ir a vivir a Arahal, mi padre desde los nueve años vivió siempre allí. Por eso los domingos, arrastrado por la resaca azul de la infancia,  alquilaba con los amigos un taxi para ir al Nervión a ver los partidos de fútbol. Algunas veces me llevaba y entonces el domingo sabía a pictolines y a pipas de girasol y a desahogo y a grito y a éxtasis del gol.

      Contra lo establecido, aquel domingo 2 de junio de 1968, me dijo que íbamos a ir en el “seílla” de Tranquilino, un conocido con fama de gafe. Se acercaba el verano redondo como una sandía. Quedamos con el gafe a las tres y media. El partido era a las cinco. Y el gafe, superándose a sí mismo, no llegaba. Entonces aún no habíamos comprendido que lo doloroso es que se te haga todo pronto, que 'madrugue la madrugada', llegar tarde es dejarse llevar en la corriente imprecisa del tiempo. Mi padre, impaciente, se paseaba nervioso repitiendo: “¡Y este tío!”, “¡No tiene faena este tío!”, “¿Quién me mandaría a mí quedar con este tío?” A las cuatro se presentó como si tal cosa. Subimos al coche y con la lentitud de una tortuga vieja llegó a  la gasolinera. ‘Poque’ anoche se me olvidó llenar el depósito, dijo, y paramos de nuevo. Se acercaban, lentos como la esperanza, Menguillán, El Gandul, Alcalá, Torreblanca y por fin... Sevilla. Mi padre fumaba “Caldo de Gallina” y miraba el reloj, las cuatro y veinticinco. Ya verás cómo llegamos tarde, mascullaba mi padre mirando con enfado a Tranquilino. A paso de caracol, pero seguro, el gafe conducía y hablaba sobre cualquier cosa con un “poque” explicativo de nada, como muletilla del lenguaje, algo parecido al “este” de arranque argentino: “Poque hoy vamos a eliminar al Madrid, poque me da en el corazón que hoy el pavo pía”. El Sevilla sólo había perdido en Madrid en el primer partido de la eliminatoria de octavos de la Copa del Generalísimo por 1-0 con gol de Zoco. Yo creo que sí, decía mi padre, que hoy caen. A las cinco en punto el gafe dejó el seat amarillo en los aparcamientos terrizos que rodeaban el estadio.

     Mi padre con los ojos le disparaba rayos mientras en voz baja me decía: “¡Este tío es tonto!” Fuimos a la cola de la taquilla. Mi padre intentó “colarse”, pero alguien se lo impidió. “Bien, bien” respondió. Se oía el murmullo de la gente cuando salieron los dos equipos. Nos faltaban tres para llegar a la ventanilla. El estadio era un animal de cemento y hormigón que gruñía amenazante. Por fin mi padre trajo las tres entradas. Al llegar a la puerta trece, las cinco y trece minutos, un grito unánime rompió la tarde: ¡Gooooooooool! Al día siguiente, supimos por ABC que fue Eloy II quien había marcado de cabeza. El animal de hormigón temblaba. Mi padre corría delante, pataleto, con la certeza de que nos habíamos perdido para siempre el primer gol del Sevilla. Iba repitiendo en voz baja mientras corría subiendo las escaleras con un raro movimiento en zigzag: “¡Este tío es tonto!”, “¿Por qué me fiaría yo de este tonto?”. Yo iba detrás y el gafe, medalla de bronce en la carrera, nos seguía a ritmo lento a una distancia de cinco o seis peldaños. En ese momento, cinco y quince minutos, una segunda explosión de alegría: ¡Goooooooooooooooool! Al día siguiente supimos por ABC que había marcado Canito. Tembló de nuevo el  estadio. Habíamos perdido ya para siempre el segundo gol del Sevilla mientras subíamos las escaleras. Cuando llegamos al vomitorio correspondiente en  el minuto 18, mi padre, el gafe y yo sentimos la tercera explosión que resonó   cercana en el estómago como un tamborazo de una banda de música: ¡Goooooooooooooooooooooooooooooooooooooool! El gafe sonreía, mi padre se irritaba. Tres a cero; pero era un resultado de fe, no habíamos visto nada de nada hasta ahora. Mi padre mordía el cigarrillo liado de “Caldo de Gallina”. Sabíamos que ganábamos con la certeza que le faltó a Tomás, el discípulo incrédulo de Jesús, porque el fútbol es un estado  de ánimo entre la fe y la superstición: el fútbol es mágico. Al día siguiente supimos por ABC que Berruezo había marcado con un tiro ajustado al  palo.

     Cuando por fin nos sentamos en las gradas de cemento, sin haber comprado las almohadillas, nos levantaron indicándonos que nuestros sitios estaban mucho más arriba en el Voladizo. “¡Aquí no es, hombre, si estáis ahí en todo lo alto a la altura de  la Giralda!” nos dijo alguien con cierta chulería. Mi padre sólo dijo: “Bien, bien, usted perdone, me creí que era un pájaro".

        Miramos al marcador con la seguridad del 3-0 que lucía en todo lo alto del estadio. Sólo habíamos perdido veinte minutos, dijo el gafe que para nosotros estaba ya en la categoría de “sotanillo” un grado más del portador de la mala suerte. “¿Poque vamos ganando, no?” Sí, hijo, sí, dijo mi padre.
Tres goles fantasmas que no vimos ni veríamos nunca jamás. Luego, al cancerbero sevillista le flanearon las manos y vimos, ahora sí lo vimos, que un chut inocente, blando, de José Luis batió a Bonilla y el balón –gritaba Juan Tribuna, el locutor de Radio Sevilla de la Cadena SER– besó las mallas: 3-1. Y el del “enlutado atuendo”, el árbitro siempre vestía de negro, pitó el final del primer tiempo. El tiempo en el fútbol siempre se divide por dos. A nosotros, a mi padre y a mí, el gafe  nos había robado la infancia alegre de los tres goles del Sevilla en los primeros dieciocho minutos del partido.

    Bebimos una cerveza, nos comimos unos “perritos calientes” y endulzamos el resto del cuarto de hora del descanso con “pictolines”. El fútbol siempre me supo a pictolines y a pipas de girasol. Recuerdo que escupíamos las cáscaras, que rebotaban nerviosas en la chaqueta del hincha que teníamos delante o en los pies hasta formar una pequeña colina.

      “Poque hemos llegado un poco tarde, pero poque vamos ganando”. “Sí, hijo, sí”, dijo mi padre en voz baja con una irritación sorda contra el gafe-sotanillo que nos había robado por tres veces el grito del gol y el salto en el cemento en comunión gozosa y los abrazos de alegría y la esperanza contra toda esperanza y un aullido de lobo en la garganta.

     Luego el segundo tiempo se enlenteció desesperadamente, los segundos se volvían horas y el miedo, el miedo a la reacción del Madrid lo agrandaba aún más, un gigante de segundos interminables, y pasó lo que ya anunció Tranquilino: “Poque como esto siga así nos marcan”. Dicho y hecho, en el minuto once Velázquez de cabeza en un remate fácil de atajar marcó el segundo: 3-2. La eliminatoria se estaba poniendo color de hormiga.  El gafe siguió pronosticando: “Poque como esto siga así nos marcan” e inmediatamente, en el minuto 17 José Luis se coló de rondón entre la defensa y empató el partido: 3-3. Los hinchas, buena gente sin mala voluntad, comenzaron a enfadarse un poco y los botellines de cerveza acristalaron el césped. El juez de línea, un tipo flaco con piernas de gorrión, al que por lo visto no le gustaba la “Cruzcampo”, esquivaba los cristales volantes de la desesperación y huía al centro del terreno de juego.

     Dimos por perdida la eliminatoria. El Madrid aguantaba el balón y el tiempo, que ahora corría desbocado. Y el gafe dijo dando por hecha la derrota: “Aquí está todo el `pescao´ vendido” y luego: “Poque estos pollos están `pelaos´”. Y mi padre lo miró enfurecido y yo lo etiqueté con la categoría suprema del gaferío. Papá, le dije al oído: “Este tío no es gafe, ni sotanillo, este tío es manzanoide, el grado supremo de la mala suerte”. E inmediatamente, minuto 42, Manolín Bueno, el eterno suplente de Gento, por hacer algo disparó desde 35 metros y Bonilla, nuestro portero que no tenía su día y al que todos los balones se le volvían invisibles, vio cómo el “aire forrado de cuero” pasaba entre sus piernas: 3-4. Es lo que mejor recuerdo de aquel día. No puedo apartar de la memoria el irritante resultado: 3-4, el bálsamo del pictolín y mi padre corriendo por las escaleras del estadio.

     Luego los irritados hinchas –estampida de búfalos– corrían escaleras abajo después de haber dejado sembrado el césped del Nervión de miles de botellines de cerveza, cascos brillantes al sol que, en la cúpula azul junto a la Giralda, se había convertido en un inmenso,  desilusionado y enfurecido balón rojo. 



Jacinto S. Martín










No hay comentarios:

Publicar un comentario