Estación de Atocha
´Abolir la pobreza no es una utopía irrealizable, sino que es nuestra máxima y urgente obligación ética´ (Pierre Sané)
Es mediodía. Junio acaba de llegar. Jacin y
Sandra se casaron ayer. Fue una hermosa ceremonia, en la que mi hijo destacó
como speaker, a la que siguió una comida magnífica, abundante, exquisita… Ahora leo en un periódico que los cafetales de Quindio se quedan sin recolectores
porque los trabajadores del campo se van a erradicar coca. Imagino las montañas
peruanas recorridas por los jornaleros durante jornadas de más de doce horas de
trabajo, aguantadas sólo con masticar hojas de la coca cosechada, mágica poción
que evita el hambre y la sed.
Estoy sentado, mientras hojeo el
periódico, en un banco del jardín botánico de la estación de Atocha, tramo
último robado al tren recordado que me dejó, al anochecer, en el Madrid
desconcertante del 75. Junto a la escultura
de Úrculo, un hombre bizco nos dice en un cartel de cartón muy usado:
“Soy miope y tengo tres hijos. Dame algo.” Por simpatía le doy un euro: también
yo soy miope y tengo tres hijos y me aterra imaginar que pueda cualquier día
mendigar por las calles.
Aparco
la lectura y veo pasar a jóvenes ejecutivos embutidos en sus trajes, arrastrando
sus maletas pequeñas, almacén de su diminuto vestuario y de una incierta esperanza de triunfo… ¿triunfo?
Pasan descuideros con zapatillas deportivas por si la cosa se pone fea, los
mismos viejos de toda la vida en conversación amable, el personal de Renfe y unas
mujeres jóvenes que se acercan al Burger con los leggins marcando descaradamente
sus nalgas. Los locos, los niños y los leggins siempre dicen la verdad.También
pasa lento un vehículo policial conducido por un calvo servidor de la ley, que
sabe seguro que no ocurrirá nada mientras pasa.
En
la confusión del desfile de vida, se destaca un viejo con un chándal azul
oscuro. En la espalda pone Barça. No es Messi, ni acaba de defraudar cuatro
millones de euros al fisco. Va despacio. De pronto se acerca a las mesas del
burger, registra las más cercanas y atrapa
un trozo de bocata. Se retira. Luego, sentado cerca de donde estoy, se come la
miserable basura que acababan de abandonar.
Así
va repitiendo la operación una y otra vez con la misma precisión de la llegada
de los “aves” que se anuncian por megafonía. En una segunda incursión agita los
vasos de refrescos y recoge en una botella de plástico aquellos que contienen un resto de coca. Vuelve a
sentarse con la satisfacción de un perfecto trabajo de detective privado
(privado de todo). Así una y otra vez. Cuando se acerca a las mesas hincha y
deshincha las aletas de la nariz con la ansiedad del cazador ante su presa,
resoplando como tren perdido. Compite, a veces, con mendigos ocasionales que también comen sobras
y con un grupo de gorriones que asaltan las mesas picoteando la basura de la
basura, un trozo de pan, una patata…
Felipe,
el viejo, así lo ha llamado un amigo que se sienta junto a él, tiene un trabajo
agotador mientras pasa la gente ajena al murmullo del agua de los jardines. Es
un recolector de coca, que desteje la madeja de los días, atento sólo a comer
algo y a beber un poco. Felipe está siempre a punto de coger un tren que nunca
llega... El viejo debe tener casi ochenta años.
Si el infierno existe, debe ser algo parecido
a la estación de Atocha porque Atocha es una trampa irrespirable y Felipe, uno
de los condenados, debe de haber cometido el pecado de ser pobre, eso sí, de
solemnidad. Por eso malcome, mal bebe y malvive para expiar la terrible culpa
de estar solo y de no tener nada. Gentes despavoridas corren por la planta
baja, los empuja la prisa, y bajan a los andenes donde chirrían los trenes al resbalar en los raíles de las vías, mientras un viento frío los golpea con el ala negra del recuerdo de un pájaro de mal agüero…
Felipe, el viejo, no corre, no podría, lento picotea entre las mesas en
competencia con los gorriones.
Cuando me levanto para abandonar el cálido
trópico del Botánico, vuelvo a mirar al viejo. Lo veo triunfante con la
botella de dos litros, casi llena, en la que ha mezclado las sobras oscuras de los
vasos del Burger. Los pobres de la ciudad también se van a erradicar coca.
Madrid,
10 de junio del año 2013
Jacinto
S. Martín
Los pobres de la ciudad también se van a erradicar coca.
ResponderEliminarGentes despavoridas corren por la planta baja, los empuja la prisa, y bajan a los andenes donde chirrían los trenes al resbalar en los raíles de las vías, mientras un viento frío los golpea con el ala negra del recuerdo de un pájaro de mal agüero…
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