PRIMER PREMIO“RELATOS DE IDEAL-2008”
"Donde
hay justicia no hay pobreza". (Confucio)
A Laura Cerdera Vargas
El
salón comedor estaba inundado de amarillo: amarillo-cadmio brillante del sol
del mediodía que rebosaba por las ventanas, amarillo-nápoles de las paredes
cubiertas de bodegones, amarillo-alimonado de Béznar en el estampado de las
cortinas, amarillo-ámbar de las lámparas. Sin embargo, la alfaguara de la gran
corriente amarilla manaba poderosa desde el centro de la mesa del salón y
cubría las esquinas, que quedaban sin color, de un oro apetecible. Aquella
marea alta de olas amarillentas lo cubría todo.
Don José, el señorito, le había
dicho a mi padre que fuéramos a eso de las once, que le iba a dar a Antoñico -
a mí, claro - un regalo inolvidable.
Mi padre siempre magnificó al señor.
Yo, por eso, respetaba mucho a don José, un hombre bien vestido con terno gris,
distante, que mandaba siempre, que siempre estaba sentado o acostado (la
nobleza se adquiere en los sillones o en las camas) y que viajaba, durante el
verano, por Granada, La Coruña, San Sebastián, Biarritz, en un coche enorme que
conducía un hombre con gorra de plato y que levantaba la cabeza con aire
solemne.
“No se preocupe, Manuel, Dios está
con nosotros”, decía don José cuando mi padre se quejaba de nuestra miserable
situación, y Manuel, mi padre, se sentía reconfortado. Mi padre tenía el
odiograma plano: de tanto roer rencores los gastó.
A don
José le habían traído de Canarias una gigantesca piña de plátanos, que había
colocado en el centro de la mesa del salón, y quería que yo los probara: un
magnánimo gesto de un hombre grande, respetable sin duda. Mi padre decía en la
choza, cuando quedaba a solas con mi madre, que debíamos respetar al señorito
porque él era el cuchillo y nosotros, la carne. Yo entonces no comprendía nada
y ahora que lo entiendo sigo sin comprenderlo... ¿Apenas hay distancia entre
magnate y mangante?
Fuimos ante el amo: mi padre,
humillado; yo, embelesado ante aquella fruta de oro que reinaba en el centro de
la estancia. “Antoñico, ven, vas a probar un plátano”, y la boca se le volvía
pastosa, lenta, solemne...”Plaatanooo” y el eco repetía la mágica palabra
amarillenta. Don José fue a la mesa y arrancó un arco de oro - diadema de reina -
de la enorme piña. Yo sorbía la lisura de aquella extraña fruta, imaginaba su
sabor ¿ácido?, ¿dulce?, ¿áspero?, y me llenaba de oro: el hijo dorado de un
gañán olía a trópico.
¡Nunca nadie deseó algo con tanta
intensidad! Con la fruta en la mano, sin saber cómo podía comer aquel color,
sin saber cómo pintar mi espíritu de ámbar, fui por unos segundos la
niñificación de la felicidad.
En ese momento entró el señorito don
Carlos, un niño algo mayor que yo y que había tenido la suerte de nacer en la
parte de allá, en donde no hay fríos, ni hambres, ni caprichos sin cumplir. El
señorito corrió llorando hasta donde yo estaba y me arrancó de un golpe seco la
fruta paradisíaca... “es mío” y, aunque no llegué a paladear el deseo, se me
arrojó del Edén por un ¿pecado? que no me dejaron cometer: comerme la limosna
amarilla de un plátano. Sentí que se había caído al pozo la polea y que se
había hecho pedazos el ilusionado cántaro al lado de la fuente.
Salí corriendo seguido por mi padre
que, mudo, se dirigió de nuevo al olivar. En el Tigris, el riachuelo que
bordeaba la finca, me asombré al mirarme: mi cara estaba amarilla como el sol,
como las ventanas, como las cortinas, como las lámparas. Luego vi que todo mi
cuerpo estaba inmensamente amarillo. Hasta una nube preñada de agua, que
adornaba el cielo, se entintó de amarillo. Amarillearon las rosas, los trigos,
los cerros: todo se doró de ira. Ahora sé que la ira nació del plátano, que la
ira es amarilla como la fruta de la humillación.
Algo más sereno, subí a la higuera
del camino de entrada a la finca, arranqué sólo siete higos y los arropé en la
lija de una hoja. Luego trepé a uno de los muchos almendros que cubrían los
cerros y coseché, no sin esfuerzo, almendras ya hechas–clausuradas en su
estuche de cerámica– y esperanzadas allozas blandas.
Habían pasado más de dos horas desde
la salida del comedor. Ahora, ya tranquilo, me senté debajo del almez gigante –
cerca de la entrada del cortijo – y deposité mimosamente en el suelo la hoja de
higuera con los siete brazos del candelabro de la resignación. El tiempo
parecía condensarse mientras yo partía las almendras y las colocaba dentro de
los higos hasta conseguir un bocadillo mixto de dulzura y fortaleza. El higo
rugoso, blando, que dejaba en la boca una dulzura estallante entre los dientes,
se mezclaba con la leche recién cuajada de la almendra.
Cuando ya estaba dispuesto a comerme
la deliciosa mezcla, apareció Carlitos con su padre, don José. Son míos,
dijo, y me arrebató la cosecha que lograron mis manos. Don José
miraba perplejo a su hijo, convencido de que la genética era impecable. Yo
recordé las palabras de mi padre: “estos no le dan a nadie ni una sed de agua”.
Apacentado
de viento, me abalancé entonces sobre el mierda de don Carlitos y le mordí en
la cara con toda la fuerza que da la injusticia. Caímos al suelo, pero no solté
la presa hasta que los gañanes se acercaron y lograron abrirme la boca,
tapándome la nariz para que no pudiera respirar. El señorito chillaba. En la
cara estaba dibujado el mapa de la injusticia: oval, sangriento, pespunteado
por mis siete dientes.
Jacinto
S. Martín
THE YELLOW OFFERING
«where there is justice, there will be no
poverty.» [Confucius]
The living room was inundated with yellow: shining cadmium
yellow from the midday sun overflowed through the windows, Naples yellow walls
covered with still lifes, [1]Beznar lemon yellow printed curtains, amber yellow
lamps. However, the source of the great yellow stream run from the centre of
the table covering its colourless corners with desirable gold. That high tide
of yellow waves covered everything.
Mr. José, the master, told my father for us to meet him around
eleven. He was going to give an unforgettable present to [2]Antoñico -myself,
obviously-.
My father always acclaimed the master and I respected him very
much, due to that. Mr. José was a well dressed gentleman in a grey three-piece
suit, standoffish, always ordering, always sitting or lying (nobility is
acquired either on chairs or beds), and always travelling. During the summer,
he used to go to Granada, La Coruña, San Sebastián, Biarritz in a huge car
driven by a man in a peaked cap, who raised his head solemnly.
«Do not worry, Manuel, God is with us» Mr. José
used to say after my father complained about our miserable condition. And then,
Manuel, my father, felt better. The “[3]hatred-gram” of my father was flat after chewing all
his bitterness.
Mr. José had a bunch of bananas from the Canary Islands in the
centre of the table in the living room. He wanted me to try them: a generous
action from a great and respectable man, certainly. When my father was alone
with my mother in our shack, he used to say that we must respect the master
because we are the meat and he is the knife. Then, I did not grasp anything,
and now that I understand it, I still do not grasp it....There is a short
distance between a magnate and a knave?
We went before the master: my father, embarrassed; me, charmed
by that golden fruit that ruled from the centre of the room. «Antoñico,
come, you will try a banana», and his mouth became thick, slow, solemn...
«banaanaaaa» and the dear yellow word echoed over and over. Mr. José went to
the table and picked a golden bow -queen's tiara- from the big bunch. I licked
the smoothness of that rare fruit, I imagined its flavour, sour?, sweet?,
rough?, and I was full of gold: the golden son of a navvy smelled of tropics.
Never something was so ardently desired! For a few seconds I
was the childification of happiness holding that fruit in my hand, uncertain
about how to eat that colour, uncertain about how to paint my spirit in amber.
At that moment, young master Carlos entered the room. He was a
bit older than me, and lucky enough to be born in the other side of life where
there is neither cold, nor hunger, nor any whims neglected. The young master
run to me, weeping, and then, he snatched the paradisiacal fruit from my hand
with a sharp movement....«it's mine». And though I even could not relish that
desire, I was expelled from Eden because of a “sin?” they did not let me to
commit, to eat the yellow offering of a banana. I felt like when the pulley
felt to the bottom of the well and the excited bucket was broken into a
thousand pieces next to it.
I ran away followed by my father, who went to the olive grove
silently. On the river bank of the Tigris, a stream that bordered the state, I
shocked at my reflection on the water: my face was yellow as the sun, as the
windows, as the curtains, as the lamps. Then, I noticed that my whole body was
entirely yellow. Even a cloud bearing rain became yellow in the sky. Also the
roses, the wheat, the hills turned golden with anger. Now I know that the rage
came from the banana, that the rage is yellow like the fruit of humiliation.
A bit calmer, I went to the path that enters into the state
and climbed a fig tree. I only picked seven figs and I covered them with a
leaf. Then, I climbed to one of the many almond trees that grew on the hills
and I grabbed, with effort, some almonds -enclosed in their ceramic case- and
some tender green almonds.
It has been two hours since I left the living room. Now, I sat
down peacefully under the huge hackberry that was near the entrance of the
country house. Then, I left the leaf of the fig tree with the seven
branches of the resignation candelabrum carefully on the ground. Time amplified
while I was chopping and putting the almonds inside the figs to get a mixed
bite of sweetness and strength. The coarse and tender fig, which left a
splashing sweetness among my teeth, got mixed with the newly curdled milk of
the almond.
When I was ready to eat that delicious mixture, [4]Carlitos and his father,
mr. José, appeared. «They are mine», the former said and he caught the
harvest that I got with my hands. Mr. José stared his son, assured that his
genetics was flawless. I remembered the words of my father: «these people don't
give anything to anyone, not even thirst».
Fed on wind, I jumped on the shitty mr. Carlitos and bit his
face with all the strength of injustice. We fell to the ground, but I did not
let him loose until the labourers came and managed to open my mouth by blocking
my nose so I could not breath. The young master yelled. The oval and bleeding
map of injustice was traced on his face, stitched by my seven teeth.
´La limosna amarilla´ de Jacinto S. Martín , traducido por Laura
Cerdera Vargas.
[1]
Béznar is a town located in Lecrín valley in Granada (Spain), where lemons and
oranges grow thanks to the tropical weather of the region.
[4] The suffix
“-ito” (masculine) means little.
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